San Juan Bautista

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jueves, 6 de noviembre de 2014

Memorias recortadas de un viejo sacerdote - P. A. Gálvez Morillas


  [Nota previa: Doy fe de que todo lo que se cuenta en esta abreviada narración es rigurosamente cierto, tanto en su parte ironizante como en cuanto a su contenido más serio. Por lo demás, es de lamentar que las peculiaridades de los medios de comunicación impongan unas necesarias limitaciones a lo que hubiera sido una interesante y prolija narración.]


  
  Me ordené de Sacerdote en Junio del año del Señor de 1956, bajo el Pontificado de Pío XII, a los pocos días de haber cumplido los veinticuatro años. Bien entendido que lo de año del Señor no es un recurso al viejo estilo literario, puesto que, a decir verdad, si alguien hubiera llegado a pensar que aquí está dicho con rintintín..., podría estar seguro de acertar.

  Dicen que el día de la Primera Comunión es el más feliz de la vida, pero no es cierto. Porque el día más feliz de la existencia, a gran distancia de todos los demás, es el día de la Ordenación Sacerdotal. Al menos lo fue para nosotros, los ordenados en aquellos días en que se creía firmemente en el Sacerdocio, en la Santidad de la Iglesia, y cuando la Fe era un lugar común en el Pueblo cristiano. Recuerdo la emoción de la ceremonia, la ansiedad con la que durante días y meses la habíamos esperado, y el inmenso gozo que sentíamos cuando regresábamos en procesión hasta el Palacio Arzobispal. En mi corazón iban resonando los ecos triunfales del Salmo 126: Al volver vienen cantando, trayendo sus gavillas.

  Mi Obispo era un señor ya mayor, catalán, que apenas sabía hablar el castellano y que pertenecía a los propuestos por Franco en las famosas ternas elevadas a la Santa Sede. Siempre pensé que lo habrían sacado de alguna parroquia perdida de la campiña catalana. Y aunque era un hombre de gran piedad y de profunda fe, hoy sería considerado (por todas esas varias razones) como un Obispo maldito. Sigo pensando, sin embargo, que ojalá tuviéremos hoy algunos de esos.

  En contra de lo que yo esperaba (siempre soñé con un pueblito perdido), me destinaron como coadjutor a una parroquia de Murcia capital. Cosa que me fue comunicada en un oficio en el que, con letra impresa, se decía que el cargo se me otorgaba en atención a mis méritos. La verdad es que nunca supe como pudieron prever las cosas en el Obispado con tanta anticipación. A propósito de lo cual siempre recordé lo que después diría Goscinny en sus historietas: que en el ejército siempre te dan lo contrario de lo que pides; y desde luego algo parecido es lo que sucede en la Iglesia. Aquí fue donde comencé a experimentar mis grandes sorpresas con respecto al mundo clerical y a convencerme que cualquier cosa se puede buscar en él... menos la Lógica.

  Mi párroco era un hombre bueno y piadoso y, aunque con la escasa formación de los antiguos, algo apegadillo al dinero y un poco autócrata (enfermedad muy común entre los párrocos preconciliares). Sufría, sin embargo, de una terrible debilidad: estaba convencido (más bien archiconvencido) de que era el orador más brillante de todos los tiempos (más que Demóstenes y que San Juan Crisóstomo para los tiempos antiguos, más que Bossuet para los tiempos medios, y más que Castelar para los modernos); y sin embargo no he oído jamás, en toda mi larga vida sacerdotal, un predicador más malo que él. Y conste que no exagero en lo más mínimo acerca de lo que digo, ni acerca de lo primero ni en cuanto a lo segundo.

  Pues siguiendo el hilo de esta verdadera historia, mi párroco decretó desde el primer día de mi toma de posesión en la parroquia, que, dado caso que yo no sabía predicar, él lo haría personalmente todos los domingos en todas las misas. Como es lógico, ni jamás había oído mi verbo oratorio ni jamás lo oyó. Afortunadamente, y puesto que yo ya había pasado por seis años de Seminario, ya me iba haciendo a la idea de las excentricidades del mundillo y la cosa no me extrañó lo más mínimo. Nunca supe si acepté fielmente tal mandato por virtud o por la satisfacción que me producía el hecho de no tener que preparar las homilías de los domingos. Por otra parte estoy convencido de que mi virtud hubo de subir necesariamente algunos grados: todos los domingos escuchando cinco veces el mismo sermón, sentado en un mullido sillón del presbiterio mientras mi jefe predicaba, haciendo desesperados esfuerzos para no dormirme y todo ello durante tres años y medio..., es algo que supera las humanas fuerzas sin un especial auxilio de la gracia.

  Aquellos mis primeros años fueron de muchos trabajos y hasta de bastante hambre, puesto que lo poco que cobraba se me iba entre la multitud de críos hambrientos de la parroquia. Pero fueron también años triunfales, de abundante cosecha y de muchas alegrías. La ordenación sacerdotal, sin embargo, no otorga el carisma de la profecía, por lo que nunca pude imaginar, después de haber trabajado sin descanso en una Iglesia rebosante de Fe y de devoción como era la de aquella época, el doloroso final que yo habría de vivir al final de aquella carrera que para mí entonces comenzaba.

  Como siempre sucede cuando las cosas marchan bien, mi buen Obispo tuvo inopinadamente la ocurrencia de enviarme a Hispanoamérica. La Diócesis había patrocinado un Seminario en Cuenca de Ecuador y hacía falta un profesor de Filosofía. Quise convencer al Obispo de que estaba comenzando a organizar mi pequeña Familia Espiritual y que allá se me iban a quedar los chavales, más hambrientos que el perro de un ciego; y con ellos tantos proyectos. Pero no hubo manera. En realidad, aunque él carecía de jurisdicción para enviarme al extranjero, en ningún momento se me ocurrió plantearme la posibilidad de oponerme. Yo había ingresado al Seminario a los dieciocho años con el propósito firme de vivir un sacerdocio serio y hacerme con una piedad sólida; por lo que le dije al Obispo que fijara la fecha de salida y no se hablara más.

  Salí para el Ecuador desde Barcelona, en un carguero italiano de mala muerte, en Septiembre de 1959. A los veinte días de viaje desembarcamos en un mundo que a mí me pareció completamente nuevo. Téngase en cuenta que viajar a América en aquellos ya lejanos años era como aterrizar en otro planeta. Así que los acontecimientos se precipitaron. Y aunque ya dije al principio que se trataba de un compendio, con todo, son más de sesenta años de existencia sacerdotal; por lo que voy a procurar resumir lo más posible lo que me ocurrió en aquel mundo lleno de aventuras.

  Llegamos a Guayaquil y subimos directamente a Cuenca, una bella y colonial ciudad situada todavía en las pendientes suaves de la Cordillera Andina (unos dos mil quinientos metros). En ella ya me esperaba un grupo de sacerdotes murcianos que me había precedido algún año antes. Y no puedo omitir, entre mis primeros recuerdos, el de la visita saludo al Arzobispo de la Arquidiócesis. El Arzobispo era un hombre bien chapado a la antigua y, al igual que todos los de su época, piadoso y con poca formación. Después de los saludos de protocolo, nos encargó muy insistentemente que jamás saliéramos a la calle con la cabeza descubierta (cosa bastante común y universal en aquella época de uso del sombrero), pues la cabeza ---nos dijo el Arzobispo--- ha sido hecha para llevar la teja. Recuerdo mi asombro como si fuera este momento: después de tantos años, no dejaba de ser curioso escuchar, de boca de un Arzobispo, cuál era el objeto para el que Dios había destinado la cabeza..., ¡y yo que había estado creyendo que había sido hecha para pensar!

  No quiero dejar de narrar una anécdota que me ocurrió al poco de llegar. Además de las clases de Filosofía, se me asignó la capellanía de unas monjitas que resultaron ser tan piadosas como poco listas. Les celebraba la Santa Misa todas las mañanas, muy de madrugada. Todo iba muy bien hasta que un día ---siempre mi mala pata y mi ingenuidad---, llegado que fue el onomástico de la Madre Superiora, se me ocurrió predicar en tan fasto acontecimiento. Ya puede comprenderse que, debido al ayuno oratorio al que durante tres años había estado sometido, mi intención estaba animada por el entusiasmo. Y ése precisamente fue mi error; pues fue allí cuando empecé a comprender que los sacerdotes jóvenes nunca acaban de convencerse de que no tienen la menor idea de lo que es la predicación. Sucedió para mi desgracia, ¡ay de mí!, que se me ocurrió hablar de la virtud de la obediencia; debida, en primer lugar a la Madre Superiora, se debía tributar fielmente y siempre con miras sobrenaturales y a imitación del Señor, incluso aunque la Madre, como ser humano al fin y al cabo, pudiera tener algún defecto. Hasta aquí todo bien. Pero cual no sería mi sorpresa cuando, acabada la Misa, veo entrar a la sacristía una comisión de cinco monjas encabezada por la Madre Superiora para manifestarme sus protestas. A la Misa habían acudido algunas niñas de su Colegio, a las cuales yo había escandalizado: ¿la Madre Superiora capaz de tener defectos...? En medio de mi confusión, les prometí solemnemente que no volvería a ocurrir tal cosa, como en efecto así fue. Pues juré en mi interior que jamás volvería a predicarle a unas monjas tan mequetrefas.

  En el Seminario tuve muy mala suerte. Pues a los malhadados críos les dio por tomarme cariño, además de caer en la manía de pretender confesarse y de dirigirse espiritualmente casi todos conmigo. Y de nuevo apareció la falta de lógica, puesto que el capricho de los niños vino a coincidir extrañamente con el disgusto de mis compañeros. La verdad es que yo hice lo posible por quitármelos de encima, aunque pasa con esto como con las moscas. Para abreviar: se me prohibió celebrar la Misa y confesar a nadie en el Seminario, se prohibió a los muchachos hablar conmigo y hasta se me colocó en una habitación donde pudiera ser vigilado por si alguien entraba a visitarme. Puedo decir, sin embargo, tanto en favor mío como en el de mis compañeros, que jamás llegamos a reñir (aunque se me hicieron varias reconvenciones), así como que tampoco incurrieron en la mala idea de acusarme de nada (aparte de ser un presunto acaparador).

  El final fue el que era previsible. Se me expulsó del Seminario y me quedé en la calle sin un centavo. Me refugié en un viejo caserón abandonado en el que no había agua ni luz eléctrica. Allí mismo, al cabo de un mes y medio de comer pegando la gorra en las diversas comunidades de monjas y donde podía, dije al Arzobispo que me diera algún cargo por humilde que fuera. Y así es como fui a parar al poblado indio de Tambo, a cerca de cuatro mil metros de altura en la cordillera, y donde viví los más felices meses de toda mi vida sacerdotal.

  Siento no poder relatar, por razón de la brevedad, las innumerables y entrañables aventuras que en mis largas horas a caballo, a través de la altiplanicie andina, tuve ocasión de correr buscando las miserables cabañas de mis indios. Ni tampoco puedo hablar ahora de las interminables horas de confesonario atendiendo a mis pobrecitos indios, los mismos que se veían obligados a esperar guardando cola a veces durante varios días. Solamente añadiré, para no alargarme más, que llegado el momento de marchar a Venezuela (obtenido los correspondientes permisos de España), hube de hacerlo como si hubiera sido un malhechor, de oculto y a medianoche; pues de otro modo mis indios me hubieran impedido por todos los medios separarme de ellos, incluso mediante la violencia de haber sido necesario. Nunca y en ningún lugar fui tan querido como allí.

  Salí para Venezuela en Junio de 1962 y allí permanecí durante dos años. Y en el mismo mes del año 1985 llegué por primera vez a los Estados Unidos. Pero los sucesos ocurridos en uno y otro lugar tendrán que esperar su turno, dada la magnitud e importancia de los emocionantes sucesos que allí me ocurrieron y cuyo relato requeriría un grueso libro.


  Mientras tanto, no me queda sino recordar con nostalgia viejos y gloriosos tiempos. Aunque quizá los de ahora no sean menos gloriosos; pero sí desde luego mucho más duros y difíciles. En los dichosos días de mi ordenación, y en los venturosos años que siguieron, no hubiera podido imaginar jamás el estado de desolación en que ahora se encuentra la viña del Señor. No hace muchos días y durante el tiempo de la oración, padecí la nítida visión, contemplada a través de la imaginación, de la Iglesia como un inmenso campo de devastación, lleno de escombros y cadáveres, en el que no se divisaba la más mínima señal de vida. No pude menos de echarme a llorar.




Nacionalismo Católico San Juan Bautista

1 comentario:

  1. que hermoso y atrapante! cuando publique sus libros quisiera comprarlos!

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