San Juan Bautista

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domingo, 19 de abril de 2015

Extractos del libro Un aguafiestas en la fiesta de Satanás, de Andrés García-Carro



Nota de NCSJB: Agradecemos a nuestro amigo Andrés García-Carro el habernos hecho llegar su libro el cual leímos con mucho agrado y recomendamos el mismo agregando los datos pertinentes para su adquisición al final de ésta publicación. 



         ¿A qué obedece el empeño de los llamados católicos liberales en afirmar que el liberalismo es compatible con el catolicismo? Yo creo que obedece a que en su fuero interno saben, o al menos intuyen, que su infausta ideología los lleva al naufragio espiritual. Se agarran entonces al catolicismo como a un salvavidas, pero en vez de nadar hacia la orilla para ponerse a salvo, bracean mar adentro en un tour de force absurdo, contraproducente, estúpido, caprichoso, típicamente liberal.


         Una chica de veintitrés años ha publicado un anuncio en el que se ofrece sexualmente, es decir, está dispuesta a prostituirse, a cambio de una entrada para la final de la Copa de Europa entre el Atlético de Madrid y el Real Madrid el próximo día 24 en Lisboa. He aquí un caso doméstico que nos sirve para explicar la incompatibilidad entre liberalismo y catolicismo. Desde un punto de vista liberal, nada se puede objetar a la oferta de la chica, la cual no hace sino ejercer, como gustan de repetir machaconamente los liberales, su libertad individual. Desde un punto de vista católico, bien al contrario, su oferta es inadmisible por inmoral, escandalosa, autodenigratoria y, en definitiva, por pecaminosa. Un católico liberal, en su esquizofrenia, dirá como liberal “que la chica haga lo que quiera”, en tanto que como católico dirá que a él no le parece bien y que “yo no lo haría”. Pero es que un católico de verdad no sólo no lo haría sino que no permite que lo haga su prójimo, a quien intenta impedírselo incluso coactivamente (censurando el texto de ese anuncio indecente, en el caso que nos ocupa). Ah, ¿que esto no es liberal? ¡Pues claro que no es liberal! Pero es católico. Católico, ergo antiliberal.


         No hacer caso a quien tiene razón no es propio de una persona libre sino de una persona muy majadera.

         Nada de lo que ha dicho Bergoglio desde que fue elegido Papa, ni por supuesto antes de serlo, me ha sonado católico, incluso cuando en su literalidad se ha ceñido a la ortodoxia. Pero aunque no fuera así, ya sería grave y motivo de alarma que una sola vez, siendo Papa, sus palabras hayan sido heterodoxas. Por eso no me parece buen proceder, aunque pueda ser bienintencionado, el de quienes lo elogian cuando no desbarra a la par que lo critican por sus errores, como si éstos fuesen una parte separable del todo. Un Papa que da una de cal católica y otra de arena herética como hace Bergoglio no merece elogio ninguno, pues sus cales y sus arenas no hacen otra cosa que sembrar la confusión. Ya nos advirtió San Pío X, en su encíclica Pascendi, sobre la peligrosidad de los herejes que, para colarnos sus herejías, las mezclan con palabras acordes a la doctrina.


         Sea o no Bergoglio un verdadero Papa, el hecho objetivo es que está sentado en la silla petrina. La sede, pues, podrá estar usurpada, pero no está vacante. Y sea o no Bergoglio un verdadero Papa, lo cierto es que la inmensa mayoría de los católicos lo tiene por tal y, dentro de esa inmensa mayoría, son muchísimos los que le aplauden y le siguen. Esto es lo terrible de la situación: la cantidad de “ovejas” que este mal pastor está llevando al matadero, sea o no un verdadero Papa.


         Dios no deja a nadie en la estacada. Cualquiera puede, en cualquier momento, ponerse en orden con Él: quien no es católico, convirtiéndose al catolicismo; quien ha dejado de ir a misa, volviendo a ir; quien vive en concubinato, poniendo fin a esa relación; quien engaña a su cónyuge, siéndole fiel; quien fornica, dándose a la castidad… Todos, por supuesto, debidamente arrepentidos y confesados. Mientras estamos en este mundo, nuestra es la elección: salvarnos o condenarnos.


         Sondea primero el territorio espiritual de la persona a la que quieres evangelizar. Si ves que no hay de dónde sacar, mejor ni lo intentes. Deja, eso sí, una semilla como quien no quiere la cosa. Nunca se sabe cuándo puede brotar.


         El ateo tranquilo no existe. En realidad es un frívolo o un inconsciente que no se ha parado a reflexionar en profundidad sobre la gran cuestión: ¿qué nos espera después de esta vida? Si la respuesta a esta pregunta es “la nada”, a nadie que realmente piense en ello con detenimiento y lucidez esa respuesta le puede dejar tranquilo. Al contrario, le llenará de una insondable congoja y de desasosiego existencial. La verdadera tranquilidad sólo puede encontrarse en la Fe y, aun así, no exenta de temor ante la horrorosa posibilidad de ir al Infierno.


         Lo que no está fundamentado en Dios está fundamentado en el vacío.


         «Yo estoy en contra del matrimonio homosexual. Pero imagínate que te sale un hijo homosexual y se casa con su novio. ¿Qué vas a hacer? Tendrás que ir a la boda. ¡Es tu hijo!». A varias personas les he escuchado este argumento, cuya lógica continuación buenista (que esas personas omiten) es la siguiente: «Y ya que voy a la boda, me vestiré muy elegante para la ocasión, brindaré por los novios y procuraré que ese día sea el más feliz de sus vidas». Es decir, lo que empieza como oposición (“estoy en contra del matrimonio homosexual”) se convierte en claudicación (“tendrás que ir a la boda”) y acaba en participación y celebración. Así es como el Demonio va ganando terreno, siempre con una coartada sentimental.


         Aprobar que una persona viva en pecado porque “es feliz así” es como dejarle tomar veneno porque le sabe muy rico.


         Una liberal se me ha puesto bravita presumiendo de apertura de mente ante las nuevas ideas, en contraposición a la, según ella, cerrazón y el inmovilismo de quienes no somos liberales. Para irla templando le he colocado un par de banderillas chestertonianas. Una: «Cuidado con abrir demasiado la mente, no se te vaya a caer la sesera». Dos: «Lo que nuestra época nos vende como nuevas ideas no son más que viejas herejías». Y la he estoqueado con mi propio estoque: «En cuanto a mente abierta, la mía lo está… a la verdad. Por eso he pasado de ser liberal a ser antiliberal.          La cerrada e inmovilista eres tú, que no sales de la cárcel mental del liberalismo».


         Dios es el interlocutor perfecto. Te escucha sin límite de tiempo, comprende exactamente todo lo que le dices y te da siempre la respuesta adecuada. Eso sí, para escucharle tú a Él tienes que abrir bien abiertos los “oídos” de tu corazón.


         Decir la verdad, sin eufemismos ni concesiones a lo políticamente correcto, es la única baza que nos puede hacer fuertes a los católicos. Hoy más que nunca tenemos que llamar al pecado mortal pecado mortal y recordarle a quien lo comete o promueve que por ese camino va derechito al Infierno. Muchos, particularmente entre nuestros más allegados, nos rechazarán por ello, pero ya nos lo advirtió Nuestro Señor Jesucristo: «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros»


         La soledad y la rutina tienen, por así decir, muy mala prensa. Sin embargo, bien llevadas, son el mejor camino de perfección. Sus contrarios son el mundo, enemigo del alma, y el desorden, padre de todos los pecados.


         No hace falta hacer un estudio sociológico para darse cuenta de       la inmoralidad reinante en nuestra sociedad. La decadencia moral salta a   la vista en nuestro propio entorno familiar. ¿Quién no tiene en su familia  un miembro (o miembra) homosexual? ¿Quién no tiene en su familia        un miembro (o miembra) que viva en concubinato? ¿Quién no tiene          en su familia un miembro (o miembra) que haya procreado fuera del matrimonio?... Y lo peor no es la propagación de estos pecados, que después de todo siempre han existido, sino su aceptación y su “normalización”, la pérdida misma de la noción de pecado. Rechazar tales conductas hoy, llamarlas por su nombre, supone el ostracismo y la marginación. Incluso a ojos de familiares que pasan por biempensantes, ser consecuente con la doctrina católica te convierte en un sujeto molesto, en un apestado. Son los efectos del liberalismo, que todo lo que toca lo corrompe.


         La relación de un liberal con la verdad es como la de un niño lerdo con una pelota: la persigue con ahínco, pero al agacharse a cogerla le da un puntapié que le obliga a seguir corriendo tras ella, y así una y otra vez hasta el infinito.


         Santa Teresa de Jesús: «La verdad padece, pero no perece». Padece a quienes niegan su existencia, padece a quienes la ponen en entredicho, padece a quienes la tergiversan, a quienes la adulteran, a quienes la relativizan, a quienes se mofan de ella… Pero no perece, y al final siempre resplandece.


         No hay más amor, verdadero amor, que el que nace del amor a Dios. No en vano “Amarás a Dios sobre todas las cosas” es el primero de los Diez Mandamientos. Amar a Dios implica obedecerle, obrar conforme a su voluntad, con todos los sacrificios y renuncias que esto pueda conllevar. Quien ama “a su manera”, al margen de la voluntad divina, no ama en verdad sino a su propio ego, lo cual no es amor sino egoísmo. Como tampoco es verdadero amor, pese a su apariencia altruista, el sometimiento a los deseos de otra persona cuando no están éstos, a su vez, ordenados como Dios manda.


         Quizá la palabra más tramposa del lenguaje politiqués sea consenso, de ahí que nuestros politicastros recurran a ella constantemente. En lo relativo al aborto, no se les cae de la boca. “Lo importante es que haya consenso”, repiten ad nauseam, como si hubiesen dado con la piedra filosofal. ¿Un aborto consensuado? ¿Cómo se consensua eso? ¿Acaso a la salomónica manera, abortando la mitad del feto para satisfacer a los abortistas y dejando que “nazca” la otra mitad para contentar a los defensores de la vida?


         ¿A quiénes está haciendo daño Bergoglio con sus ya innumerables desparrames papales? ¿A los católicos fieles a la Tradición? No, pues sabemos que desparrama y por lo tanto no le hacemos caso. ¿A esa gran masa de la Iglesia actual compuesta por católicos a la carta y católicos meramente nominales? Tampoco, pues ésos van “por libre” y apenas prestan atención a sus palabras. Bergoglio está haciendo daño, está desquiciando, a los católicos devotos, pero mal formados, que creen erróneamente que el Papa es Cristo en la tierra y no sólo su vicario. Es decir, a los papólatras. El problema es que éstos están ofuscados y reaccionan con impertinente agresividad, en muchos casos incluso con histeria, cuando se les intenta caritativamente sacar de su error. Yo hace tiempo que decidí desentenderme de ellos, en parte, lo reconozco, porque agotaron mi paciencia, pero sobre todo porque creo que las trifulcas entre nosotros son estériles y en definitiva dañinas para la Iglesia. Bergoglio pasará. Procuremos que lo haga del modo menos ruidoso y calamitoso posible.


         ¡Ay ateo, ateo!... Esos afamados filosofillos que citas para defender tu descabellada increencia no acudirán en tu auxilio cuando te estés muriendo. Pero no te preocupes, tú sigue por ese camino, que te los vas a encontrar a todos en el Infierno, donde podréis compartir vuestras blasfemias para toda la eternidad.


         En la Iglesia bergoglita sólo hay un pecado concebible: decir que los pecados, especialmente los carnales, son pecados. Puedes ser sodomita       –perdón, persona homosexual–, que la Iglesia te reconocerá “dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana”. Puedes ser un adúltero   –perdón, estar divorciado y vuelto a casar–, que la Iglesia te “acompañará y acogerá con respeto y delicadeza”, lo mismo que si vives en concubinato   –perdón, si simplemente convives en pareja o estás casado por lo civil–. Pero pobre de ti como digas, fiel al magisterio católico de siempre, que la sodomía es un vicio nefando, un pecado contra natura que clama venganza del Cielo. Pobre de ti como digas, recordando las palabras del mismísimo Cristo, que el adulterio es un pecado mortal. Pobre de ti como llames por su nombre, fornicación, a las pecaminosas relaciones sexuales tenidas fuera del matrimonio sacramentado. Si osas decir tales cosas, te estarás cerrando, según Bergoglio, “dentro de lo escrito (la letra) y no dejándote sorprender por el Dios de las sorpresas (el espíritu)” y serás por ello “un escrupuloso, un apresurado y un intelectualista” que ha caído en “la tentación del endurecimiento hostil”. ¡Ay Bergoglio, Bergoglio, tú sigue así, que ya verás la sorpresa que te da “el Dios de las sorpresas”!


         La gran lección de misericordia nos la dio, quién si no, Nuestro Señor Jesucristo con la adúltera. Primero, dirigiéndose a los que la estaban lapidando: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Seguidamente, dirigiéndose a ella: «Vete y no peques más». Esto es, ni rigorismo excesivo con el pecador, ni permisividad con el pecado. Nada que ver con la pseudomisericordia o misericordina bergogliana del “¿quién soy yo para juzgar?”, que desentendiéndose del pecado se desentiende también del pecador.


         Todo lo que no es dogmático es opinable, pero todo lo que es opinable es intranscendente.


         Cuántos circunloquios absurdos, cuánta fraseología pseudotrans-cendente, cuántas gilipolleces se ahorrarían algunos si tuviesen la sensatez y la humildad de renunciar a ser “originales” para ser católicos.


         Escribe un liberal: «La democracia no consiste en tener razón,      sino en convencer a los demás de que la tienes». Efectivamente, en la democracia tener razón, decir la verdad, no importa o, como mucho, importa en grado secundario. Los valores principales son otros: la simpatía, la “imagen”, la “cercanía”, la capacidad de embaucamiento… Da igual que digas mentiras, estupideces o locuras, mientras convenzas a los demás (a la mayoría) de que tienes razón. Con estos mimbres sería un milagro que saliese un cesto en buenas condiciones.


         Para creer en la democracia hay que creer en el demos y para creer en éste hay que creer en el ser humano. Demasiada exigencia de credulidad. Más sencillo y más fiable es creer en Dios y en un régimen político que de su ley emane.


         Para creer en Dios hace falta tener fe. Para creer en el ser humano hace falta ser tonto.


         Católico: algo estás haciendo mal si este mundo te aplaude, y lo sabes.


         El liberalismo, desde sus orígenes y para siempre, ha sido explícitamente condenado por varios papas en encíclicas de carácter dogmático, esto es, cuyo contenido sienta doctrina y por lo tanto es inmutable (léase, por ejemplo, la encíclica Libertas Praestantissimum de León XIII, dedicada monográficamente a este tema). No obstante lo cual muchos sedicentes católicos, los “católicos” liberales, siguen emperrados en que el liberalismo es compatible con el catolicismo, ya sea porque ignoran las condenas papales o porque dan mayor autoridad a cualquier majadero con ínfulas intelectuales o periodistilla zascandil que sostenga contra toda lógica lo contrario de lo que dice el magisterio de la Iglesia.




El libro Un aguafiestas en la fiesta de Satanás está a la venta al precio de 10 € por ejemplar. Quien quiera comprarlo, póngase en contacto con Andrés García-Carro a través de su cuenta de Facebook o bien por correo electrónico. Su dirección es agcarro@hotmail.com


        
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