San Juan Bautista

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domingo, 23 de abril de 2017

El Misterio de Iniquidad y la Meretriz Magna – P. Leonardo Castellani



El Misterio de Iniquidad


     El Misterio de la Iniquidad es el odio a Dios y la adoración del hombre. Las Dos Bestias (del Apocalipsis) son el poder político y el instinto religioso del hombre vueltos contra Dios y dominados por el Pseudo Cristo y el Pseudoprofeta. El Obstáculo es, en nuestra interpretación, la vigencia del Orden Romano. La Gran Ramera es la religión descompuesta y entregada a los poderes temporales, y es también la Roma étnica, donde este Misterio de Iniquidad se verificó por vez primera, a los ojos deslumbrados de Juan el último Apokaleta.


     La adoración del hombre con el odio a Dios ha existido siempre. “Ya funciona el Misterio de Iniquidad – dice San Pablo a los de Tesalónica -; solamente está sujetado, y vosotros sabéis cual es el Obstáculo”.


     El Misterio de Iniquidad es el principio de la Ciudad del Hombre, que lucha con la Ciudad de Dios desde el comienzo; es la raíz de todas las herejías y el fuego de todas la persecuciones; “es la quietud incestuosa de la criatura asentada sobre su diferencia específica”; es la continua rebelión del intelecto pecador contra su principio y su fin, eco multiplicado contra su principio y su fin, eco multiplicado en las edades del “No serviré” de Satanás.


     La cúspide del Misterio de Iniquidad es el odio a Dios y la adoración idolátrica del Hombre.


     El Misterio de Iniquidad tiende a corporizarse en cuerpo político y aplastar a los santos. Él fue quien condenó a Sócrates, persiguió a los profetas, crucificó a Jesús, y después multiplicó los mártires; y él será quien destruya la Iglesia, cuando, retirado el Obstáculo, se encarne en un hombre de satánica grandeza, plebeyo genial y perverso, quizá de raza judía, de intelecto sobrehumano, de maldad absoluta, a quién Satán prestará su poder y su acumulada furia.


     La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, obstaculiza esa manifestación y la reduce, apoyada en el orden humano que el Imperio Romano organizó en cuerpo jurídico y político; pero llegará un día, que será el fin de esta edad, en que desaparecerá el Obstáculo. El Espíritu Santo abandonará quizá este cuerpo social histórico, llamado Cristiandad, arrebatando consigo a la soledad más total a los suyos, dándoles dos alas de águila para poder volar al desierto. Y entonces la estructura temporal de la Iglesia existente será presa del Anticristo, fornicará con los reyes de la tierra – al menos una parte ostensible de ella, como ya pasó en su historia-, y la abominación de la desolación entrará en el lugar santo. “Cuando veáis la desolación abominable entrar adonde no debe, entonces ya es”.


     ¿Será el reinado de una Antipapa, o Papa falso? ¿Será la destrucción material de Roma? ¿Será la entronización en ella de un culto sacrílego? No lo sabemos. Sabemos que el Apokalypsis, al describir la Gran Prostituta, señala con toda precisión “la ciudad de las siete colinas”: interpretación dada por el mismo Ángel que a San Juan Adoctrina.




La Meretriz Magna



     Su nombre es Misterio, Babilonia magna, Madre de las fornicaciones y abominaciones de la tierra. Está sentada sobre la Bestia Bermeja, llena de nombres de blasfemia que tiene siete cabezas y diez cuernos. Va vestida de púrpura y seda, adornada de joyas, con un cáliz lleno de inmundicia, y ebria de sangre de los mártires de Cristo.


     La tentación de entregarse a los poderes de la tierra, de buscar aquí abajo la salvación del hombre, de adorar el Estado tiránico, es la tentación suprema. En nuestros días ha sido sistematizada racionalmente por un gran filósofo alemán, Hegel. A ella sucumbió la Sinagoga, al exigir un reino temporal; con ella fue tentado Cristo; y es consecuentemente sin cesar tentada la Iglesia.


     Las tres tentaciones que sufrió Cristo no son quizá sino esta tentación misma desenvolviéndose en tres grados. “Si eres Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en pan”, es decir, emplea tus poderes religiosos, el poder de hace milagros, en proveer a tus necesidades y adquirir bienes terrenos. ¿No es necesario el pan? ¿No es hecho por Dios? ¿No eres capaz de usar rectamente del pan, sin glotonería? ¿No tienes hambre?


     El historiador Belloc calcula que, al estallar el Protestantismo en Europa, la Iglesia era dueña en Inglaterra de un quinto de la tierra y un tercio de la renta del país. No eran en general bienes mal ganados,no eran bienes mal administrados en general; pero eran bienes terrenos en demasía y poseídos con demasiado apego. El peso de los bienes hundió a la Iglesia inglesa, fue el instrumento o la ocasión de su ruina. Los bienes de la Iglesia no son el Bien de la Iglesia. A veces, por desgracia, son la cola que arrastra por la tierra, la cola de la cual decía con gracia el santo varón Don Orione: “Algunos eclesiásticos son perros mudos: para soltarles la lengua habría que cortarles la cola”. Así ocurrió, por desdicha, con tantos prelados herejes del tiempo de la Reforma, con Crammer y Mortimer; con tantos apóstatas de la Revolución Francesa, Sieyes y Talleyrand. No tememos reconocerlo. Si no lo reconociéramos, ¿dejaría de ser real por callado o negado?


     La segunda tentación es: “Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, para que viéndote volar los hombres te adoren”. Es decir: Emplea tus facultades religiosas para conseguir prestigio y poder; para ser conocido, aclamado, obedecido, venerado; para brillar entre los hombres y los pueblos. Si la religión no es reverenciada, si no es obedecida, de poco sirve. ¿Acaso buscas tu propia gloria en eso? Buscas la gloria de Dios, la gloria de la Iglesia, el buen nombre de tu Orden, de tu convento; buscas la honra del Clero, de la Curia, del Pontificado. “¡Muéstrate al mundo!”, como dirán después a Cristo sus parientes y amigos. ¡Asombra a las masas! ¡Haz bajar fuego del cielo! ¡Haz un signo en las nubes! ¡Ven, que queremos coronarte como nuestro Rey!


     El exceso de pompas, aunque sean religiosas; de ceremonias, de exterioridades, de propaganda, como dirían hoy; la excesiva obsecuencia de la ciencia y sus artilugios, el apego a los instrumentos temporales pesados, el aseglaramiento y amundanamiento de la actividad religiosa, la burocracia eclesiástica excesiva o inerte, los sacerdotes funcionales y no carismáticos, la agitación y el sacramentalismo, en lugar de la contemplación; en suma, lo que llama Péguy “el descenso de la mística a la política”, constituye en la Iglesia el fermentum phariseorum que hincha y desvanece la masa, y constituye la segunda tentación.


     La primera tentación fue humana; la segunda farisaica; la tercera es satánica.


     “Todo esto es mío y te lo daré si hincándote me adoras”. Es decir: busca para la religión un reino en este mundo; y búscalo con los medios más eficaces, que son los satánicos. Ahora bien, la Iglesia viadora no es el Reino de Cristo en este mundo, según nuestra opinión, sino el instrumento de congregación de la Esposa de Cristo, para que sea arrebatada con Cristo a Su Venida*. Pero como los judíos cayeron en desear un Rey temporal, así la Iglesia es tentada con el deseo de reinar aquí, como reinan otros reinos. “¡Oh Iglesia, aplasta a los albigenses, quema a los herejes, extirpa a los hugonotes, expulsa a los judíos! ¡Mate un judío!


     Había exceso de presión materia, de coacción gubernativa, de violencia religiosa en suma, lo mismo que un exceso de bienes y de pompas, cuando estalló la Reforma en Europa, según opina Belloc. Esta sería la verdad que el Protestantismo se llevó cautiva, y que nosotros debemos liberar…


     El Cisma Griego ha imputado siempre a la Iglesia Romana haber ya sucumbido a la tentación suprema de conseguir el Reino de Cristo en este mundo por medios terrenales, bastardos y aun perversos. Dostoievski formuló en el terrible apólogo del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazof (libro I, v.5), no en forma categórica, sino dubitativa, esta querella de Oriente al Occidente. Pero sólo al fin de esta edad nuestra, la terrible acusación dará de lleno en el blanco.


     Si sabemos que hasta el fin de este aión la cizaña estará mezclada inevitablemente al trigo, entonces las fimbrias del vestido de la Princesa Prometida serán siempre enlodadas; y su talón mordido por la serpiente. El error de Lutero consistió en ignorarlo, en querer purificar la Iglesia arrancando ahora mismo la cizaña, la cual, según Jesucristo, está reservada al tiempo de la Siega. Y a los Segadores, que no son los hombres.


     Al querer arrancar a destiempo la cizaña, Lutero la desparramó.  





P. Leonardo Castellani – Cristo ¿Vuelve o no vuelve? – Ed. Dictio. Págs. 28-32



 
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