San Juan Bautista

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domingo, 9 de abril de 2023

Pascua de Resurrección - p. Leonardo Castellani

 


[Mc. 16, 1-7] Jn. 20, 1-9  |  1956

En el Domingo de Resurrección la Iglesia lee sencillamente siete versículos del último capítulo de Marcos que narra la ida de las Santas Mujeres con sus bálsamos ya inútiles al Santo Sepulcro, que encontraron vacío; y la aparición de un jovencito (de un “ángel”, dice Mateo; de “dos hombres en vestes lúcidas”, dice Lucas) que les anuncian la Resurrección y les dan orden de avisar a Pedro y los Discípulos; cosa que ellas no hicieron de miedo. Cuando les pasó el miedo, por la aparición de Cristo mismo, avisaron y no las creyeron. Las mujeres eran: María Magdalena, Juana, la otra María, madre de Santiago el Menor, Salomé, madre de Juan “y otras”.


Quienes primero vieron a Cristo fueron mujeres, en este orden: primero, su Santísima Madre; después, la Magdalena; después, el resto del grupito que llama el Evangelio “synelee-lythyiai ek tes Galilaias” (“las que lo escoltaban desde Galilea”), una especie de rama femenina de la Acción Católica de aquellos tiempos. Y nadie las creyó: “según dicen las mujeres”, le dijeron los dos discípulos de Emmaús al Misterioso Peregrino, y en ese momento él se les enojó, y les dijo: “¡Oh cabezaduras!”. Pero, lo mismo, en la Iglesia primitiva se siguió invocando el testimonio de los varones, como lo hace San Pablo en su Primera Carta a los Corintios (XV, 4): “Resurgió al tercer día según la Escritura, y fue visto por Pedro y luego por los Doce; después fue visto por más de 500 hermanos juntos [el día de la Ascensión], de los cuales están vivos los más hoy día y algunos murieron ya; después fue visto por Jácome y por todos los Apóstoles; y el último de todos, como un abortivo, fue visto también por mí”. Eran un poco cabezas duras estos israelitas; y más dispuestos a negar todo que a ver visiones.


Si yo dijera aquí la Resurrección de Cristo es el suceso más grande de la Historia del mundo, repetiría un lugar común; pero no rigurosamente exacto, si se quiere.


La Resurrección no es un suceso de la Historia, porque está por arriba de la Historia de los hombres; lo cual no quiere decir que los testimonios que tenemos de ella no sean rigurosa-mente históricos; pero quiere decir que es un suceso trascendente, como la Encarnación misma y todos los Misterios. Son objeto de la Fe. Los sucesos históricos, rigurosamente demostrables y que no se pueden racionalmente ni negar ni tergiversar, nos ponen delante de una afirmación enorme y nos invitan a hacerla; y somos nosotros quienes la tenemos que hacer. Hay un paso que dar; o un salto, mejor dicho: un salto obligatorio por un lado; y por otro, libre. Si a mí me hacen la demostración del binomio de Newton o el teorema de Pitágoras, yo no soy libre de aceptarlos o negarlos; me veo intelectualmente forzado a admitirlos. Si me hacen la demostración de la Resurrección de Cristo, aunque en su plano sea tan racionalmente completa como las otras, yo soy libre de creer o no creer. Por eso la fe es meritoria: porque su objeto no es natural sino sobrenatural.


En una Historia Universal, la más popular que existe en el mundo, y que fue propuesta por el autor nada menos que para libro de texto de todas las escuelas de Inglaterra, se da cuenta de la Resurrección de Cristo con estas palabras:


La mente de los discípulos se hundió por una temporada en la oscuridad. De repente surgió un susurro entre ellos y varias historias, historias más bien discrepantes, que el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba en que fue colocado, y primero éste y después estotro lo habían visto vivo. Pronto ellos se hallaron consolándose con la convicción de que se había levantado de entre los muertos, que se había mostrado a muchos y ascendido visiblemente a los cielos. Testigos fueron hallados para declarar que positivamente lo habían visto subir el cielo, Él se había ido, a través del azur, a Dios...


Ésta es la versión que da del suceso básico de la fe cristiana la impiedad contemporánea. Mientras se mantiene en esa maliciosa vaguedad, el absurdo no salta a los ojos; pero cuando quieren determinar la historia de la explosión de la mañana de Pascua, entonces cuentan ellos como nuevos evangelistas “varias historias, historias más bien discrepantes”: unos dicen que Cristo en realidad fue enterrado vivo; y en consecuencia se despertó en su sepulcro, se liberó de mortajas y vendas, rodó la gran piedra de la entrada y huyó, desnudo y con una lanzada en el corazón; otros dicen que el cadáver se pudrió en su sepulcro y todo lo que vieron Apóstoles y discípulos, incluso en las orillas del lago de Galilea, fueron “alucinaciones visuales y auditivas” –táctiles también, en el caso de Santo Tomás el Desconfiado–; otros, finalmente, que los Apóstoles robaron el cuerpo y lo escondieron, “que es lo que dicen hasta hoy los judíos”, advierte San Mateo.


Von Paulus, Reimarus, Meyer, Schmiedel, Kirsopp Lake, Renan... La escuela de París, la escuela de Tubinga, la escuela de Marburgo...


Hay que explicar de algún modo “racional” esa historia extraordinaria. Entonces toman los cuatro Evangelios, y con un lápiz colorado van borrando todos los versículos o perícopas que ellos quieren; y con lo que les queda, escriben pomposamente una Verdadera Historia de Cristo. Pero salta a los ojos que de unos documentos tan extraordinariamente mentirosos como serían los Evangelios en ese caso, no se puede uno fiar en nada; y que la única consecuencia lógica sería negar incluso la misma existencia de Cristo; que es adonde han llegado algunos, llamados “evhemeristas”, como Baur, por ejemplo.


Pero negar la existencia de Cristo es mucho más difícil que negar la existencia de Julio César, de Napoleón  Bonaparte o de Sarmiento. Ese salto de la fe es difícil de dar, algunos prefieren empantanarse en el absurdo.


“Increíble es que Cristo haya resucitado de entre los muertos; increíble es que el mundo entero haya creído ese Increíble; más increíble de todo es que unos pocos hombres, rudos, débiles, iletrados, hayan persuadido al mundo entero, incluso a los sabios y filósofos, ese Increíble. El primer Increíble no lo quieren creer; el segundo no tienen más remedio que verlo; de donde no queda más remedio que admitir el tercero”, argüía San Agustín en el siglo IV. La existencia de la Iglesia, sin la Resurrección de Cristo, es otro absurdo más grande.


Leyendo los disparates de los seudosabios incrédulos, recuerda uno el final de la oda de Paul Claudel a San Mateo, en la cual el poeta lo pinta escribiendo pacientemente, con el mismo instrumento de su oficio que le sirvió para hacer números y cuentas, su testimonio seco y descarnado:


Y a veces nuestro sentido humano se asombra, ¡ah! es duro, y querríamos otra cosa.

¡Tanto peor! El relato derechito continúa y no hay corrección ni glosa.

He aquí a Jesús más allá del Jordán, he aquí el Cordero de Dios, el Cristo.

El que no cambiará; he aquí el Verbo que yo he visto.

Sólo lo necesario es dicho, y por todo una palabrita irrefragable

tranca a punto fijo la rendija de la herejía y de la fábula,

manda un camino rectilíneo entre los dos,

de los que niegan que fue un hombre, de los que niegan que fue Dios,

para la edificación de los Simples y la perdición de los Complicados,

para la rabia, agradable al cielo, de los sabihondos y los curas renegados.



Leonardo Castellani: “El Evangelio de Jesucristo”. Ed. Vortice 1997. Pags. 163-166.


5 comentarios:

  1. El Padre Castellani, con su profunda sabiduria, es una prueba de la existencia de Dios.

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  2. No es fácil entenderlo al Padre Castellani

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