San Juan Bautista

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jueves, 25 de marzo de 2021

Sócrates y Alcibíades - Jordán Bruno Genta

 Sabía muchas cosas, pero las sabía todas mal.

HOMERO, Margites (citado en Alcibíades 57, a)


La ironía Socrática es el supremo recurso purgativo de la inteligencia, la más refinada astucia de la identidad para corregir la presunción infundada, la credulidad ingenua y la retórica aduladora; para poner en evidencia ante los propios ojos, el equívoco frecuente del discurso que se va por las ramas o toma el rábano por las hojas, que hace pasar gato por liebre o enjuicia lo que ignora. Y después de tropezar y de estrellarse una y otra vez consigo misma y de caer en la cuenta de su vanidad intelectual, el alma asume la conciencia reflexiva de la propia ignorancia. Este saber de lo que no se sabe es el principio de la humana sabiduría y el comienzo de la libertad real y verdadera.

Una vez que la ironía ha preparado convenientemente al alma, se inicia el proceso constructivo de ella misma en el saber de razón. La solicitud de la palabra magistral obra el estímulo necesario para que desarrolle su propio pensamiento en rigurosa identidad con el objeto y consigo misma, hasta elevarse soberana al concepto.

Hemos llegado hasta el más sabio y el más justo de los hombres. Sócrates se dispone a reanudar la conversación que volverá a escucharse siempre de nuevo, con la misma insistencia del sol que sale en cada nuevo amanecer.

Pensar es como haber pensado ya; el mismo ser, la misma verdad, la misma belleza y la misma justicia reaparecen eternamente en el escenario fugaz y ensombrecido de los hombres para despertar en su alma la nostalgia y el anhelo de su divino origen.

Como era de esperarse, Sócrates se dirige al mejor dotado y al más satisfecho y ya se prepara para intervenir triunfalmente en la vida pública. Sócrates lo reconoce a pesar del tiempo transcurrido desde sus días mortales y empieza por enfrentarlo, una vez más, con su propia imagen.

SÓCRATES. - Tú crees no necesitar de nadie, tan generosa y liberal ha sido la naturaleza contigo, comenzando por el cuerpo y concluyendo con el alma. En primer lugar, te crees el más hermoso y el más bien formado de los hombres [...] En segundo lugar, tú te crees pertenecer a una de las más ilustres familias de Atenas [...] y tienes el principal apoyo en tu tutor, Pericles, cuya autoridad es tan grande que hace lo que quiere no sólo en esta ciudad, sino en toda la Grecia [...] Podría hablar también de tus riquezas, pero en este punto no eres orgulloso [...][1].

Y después de descubrirle sus ambiciosos y apremiantes proyectos, con motivo de la inminente presentación de Alcibíades ante la Asamblea de los atenienses. Sócrates le inquiere acerca de lo que se propone discurrir públicamente y si es cosa que sabe mejor que sus oyentes.

Alcibíades le anuncia que se ocupará de la ciencia de lo justo y de lo injusto. Sócrates, alarmado ante tanta audacia, le pregunta:

SÓCRATES. -¿De quiénes has aprendido esa ciencia?, habla Alcibíades.

ALCIBÍADES. – Del pueblo.

SÓCRATES. – Mal maestro me citas[2].

Claro está que el pueblo puede ser maestro, por ejemplo, del habla común, del lenguaje cotidiano que empleamos en la vida de relación y en la economía de la vida. Los nombres comunes más bien que significar el ser, indican las cosas por su uso posible; son parte de un lenguaje pragmático que opera en el campo de la percepción externa.

SÓCRATES. – ¡Qué! ¿Todo el pueblo no conviene en el significado de estas palabras: ¿una piedra, un bastón? Interroga a todos los griegos; ellos te responderán la misma cosa, y cuando le pidan una piedra o un bastón, todos se dirigirán a los mismos objetos, y así de todos los demás[3].

Lo importante es que el pueblo puede ser un maestro recomendable de la lengua, porque está de acuerdo consigo mismo y no disiente jamás acerca del significado común de los nombres comunes. Y hasta puede ser un buen maestro del lenguaje poético, si es un verdadero pueblo y no una plebe urbana y cosmopolita, una masa amorfa de gentes mezcladas y advenedizas.

Es que un verdadero pueblo, solidario de una antigua y venerable tradición, conservador de usos y costumbres, posee en materia de lenguaje, la condición indispensable del maestro: la identidad consigo mismo.

Con todo, no debemos exagerar la importancia del magisterio popular, aún en asuntos que le conciernen, si nos atenemos al espectáculo contemporáneo de pueblos anarquizados por los dogmas y las constituciones liberales, divididos por el egoísmo de los individuos, de las clases y de los partidos políticos; plebes más bien que pueblos donde “el hombre se ha convertido en un sin patria que duda de todas las ideas y de todas las costumbres.[4]

Tan sólo la más repugnante demagogia bolchevique podía inspirar la indigna sentencia que se declama en las plazas públicas: “El pueblo tiene razón hasta cuando se equivoca.”

Sócrates, enemigo implacable de toda forma de adulación de la multitud, le pregunta decisivamente a nuestro Alcibíades:

SÓCRATES. - Pero si en lugar de querer saber lo que significa la palabra hombre o caballo, quisiéramos saber si un caballo es bueno o malo, ¿el pueblo sería capaz de enseñárnoslo?[5]

Alcibíades contesta negativamente y enseguida debe convenir en que si el pueblo es incapaz de juzgar sobre los caballos mejores y peores, mucho menos puede saber y enseñar acerca de lo que es justo e injusto, es decir, de lo mejor y de lo peor para los hombres. Y la prueba es que se trata de cosas sobre las que el pueblo no consigue ponerse de acuerdo consigo mismo jamás, pese a la importancia que revisten para su existencia; se divide en las más violentas disputas y oscila ente las opiniones más contradictorias.

Apremiado por certeras preguntas, Alcibíades advierte que sus respuestas sucesivas se contradicen hasta el punto de temer que ha perdido la razón ya que

SÓCRATES. - [...] las cosas le parecen tan pronto de una manera, tan pronto de otra.[6]

Sus fluctuaciones en las respuestas sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo deshonesto, sobre lo bueno y lo malo, sobre lo útil y lo perjudicial, lo llevan a la certidumbre de su ignorancia.

Y comprende algo más importante todavía. Los errores y las faltas obran consecuencias que pueden llegar a ser funestas en la vida de los pueblos y de los hombres; por cuya eficacia negativa asumen la forma de la culpa.

Y quienes incurren en falta culpable no son los que saben las cosas, tampoco quienes las ignoran y dejan el negocio a otros; son aquellos que no las saben pero creen saberlas y se ponen a dirigirlas.

No se puede leer sin experimentar cierta repugnancia las palabras iniciales del “Discurso del Método” de Descartes: “El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo.[7]

He aquí un ejemplo típico de adulación a la multitud, análoga a la sentencia vergonzosa que justifica sus mayores errores y sus extravíos más insensatos.

Sócrates condena inexorable la más mínima concesión a esa ignorancia temeraria, sea de un individuo o de la multitud, porque la considera la más vergonzosa y la causa de todos los males.

Y concluye que esta audacia del que cree saber lo que no sabe cuando se aplica a cosas de grandísima trascendencia obra los efectos más terribles:

SÓCRATES. - Mi querido Alcibíades, estás sumido en la peor ignorancia, como lo acreditan tus palabras y como lo atestiguas contra ti mismo. He aquí por qué te has arrojado como un cuerpo muerto, en la política, antes de recibir instrucción. Y tú no eres el único a quien sucede esta desgracia, porque es común a la mayor parte de los que se mezclan en los negocios de la República[8].

Alcibíades al igual que todos los jóvenes ciudadanos que aspiran a una función de mando en la República –educadores, militares, magistrados, gobernantes-, si no se entregan a la adulación y se dejan corromper por el pueblo, deberán seguir el consejo de Sócrates y obedecer al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo.

Conócete a ti mismo, quiere decir conocer la esencia del hombre, lo que es en sí mismo; significa que el conocimiento de la naturaleza humana es el principio mismo de la acción política; o mejor, de una política conforme a la razón y a la justicia. De ahí que la Metafísica o Filosofía primera sea el fundamente necesario de la Política.

Hemos visto que la acción útil o el uso de las cosas elevado a la perfección de una técnica científica tiene su fundamente en la ciencia exacta y experimental de los fenómenos que deja de lado su esencia y considera exclusivamente su determinación espacial y sus efectos sensibles. Una matemática universal en lugar de la Metafísica, es el principio de la técnica: se comprende que así sea puesto que las cosas exteriores son enfocadas y tratadas en función de fines humanos, en cierto modo extraños a ellas mismas aunque deba tenerse en cuenta las condiciones de su uso y aprovechamiento. Desde el punto de vista de la ciencia exacta y experimental no interesan por lo que son en sí mismas, sino por el partido que se puede sacar de ellas.

¿Pero una acción relativa al hombre mismo, una acción que interesa a su vida y a su destino en el orden social o personal, puede fundarse en un saber externo y circunstancial del hombre?

¿Puede aquella matemática universal constituirse en el fundamente de la política y de la moral?

Sócrates responde que no; rotundamente no. Es un tremendo error y una extrema inmoralidad tratar al hombre como si fuera una cosa externa, una cosa para usar. Intentarlo, como se ha hecho reiteradamente, es un caso típico de la peor y más vergonzosa ignorancia; aquella que Sócrates denuncia magistralmente: la ignorancia del que cree saber lo que no sabe. Es preciso escuchar el consejo Socrático e interpretar adecuadamente el precepto que se lee en el frontispicio del templo de Delfos: se trata del conocimiento de la esencia misma del hombre, de su alma racional, el hombre interior, como dice Santo Tomás.



[1] Alcibíades, 104 a-c.

[2] Alcibíades, 110 e.

[3] Alcibíades, 111 c.

[4] Cf. FRIEDRICH NIETZSCHE, De la utilidad y los inconvenientes…, o. c.

[5] Alcibíades, 111 d.

[6] Alcibíades, 127 d.

[7] RENATO DESCARTES, Discurso del método, I. Sin datos respecto de la versión consultada por el autor.

[8] Alcibíades, 118 b-c.


Jordán Bruno Genta: “Sócrates y los sofistas” ´Segunda Parte –Lección V. 



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