San Juan Bautista

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viernes, 5 de diciembre de 2025

León XIV refutado por León XIII - Por Alejandro Sosa Laprida

 

 “La Iglesia católica siempre ha defendido la libertad religiosa para todos” - León XIV, 10/10/2025.[1]

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En un discurso dado en el Vaticano hace pocos días León XIV no sólo hizo la apología de la falsa doctrina conciliar sobre la “libertad religiosa”, sino que, además, se atrevió a sostener sin ruborizarse que ésa ha sido desde siempre la enseñanza de la Iglesia:

“Todo ser humano lleva en su corazón un profundo deseo de verdad, de significado y de comunión con los demás y con Dios. Este anhelo nace de lo más profundo de nuestro ser. Por esta razón, el derecho a la libertad religiosa no es opcional, sino esencial. Arraigada en la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios y dotada de razón y libre albedrío, la libertad religiosa permite a los individuos y a las comunidades buscar la verdad, vivirla libremente y dar testimonio de ella abiertamente. Es, por lo tanto, una piedra angular de cualquier sociedad justa, ya que protege el espacio moral en el que se puede formar y ejercer la conciencia.

La libertad religiosa, por tanto, no es meramente un derecho jurídico o un privilegio que nos conceden los gobiernos; es una condición fundacional que hace posible la auténtica reconciliación. Cuando se niega esta libertad, se priva al ser humano de la capacidad de responder libremente a la llamada de la verdad. Lo que sigue es una lenta desintegración de los lazos éticos y espirituales que sostienen a las comunidades; la confianza da paso al miedo, la sospecha sustituye al diálogo y la opresión genera violencia. De hecho, como observó mi venerable predecesor, «no es posible la paz donde no hay libertad religiosa, donde no hay libertad de pensamiento y de expresión, y respeto a las opiniones ajenas» (Francisco, Mensaje Urbi et Orbi, 20 de abril de 2025).

Por esta razón, la Iglesia católica siempre ha defendido la libertad religiosa para todos. El Concilio Vaticano II, en Dignitatis humanae, afirmó que este derecho debe ser reconocido en la vida jurídica e institucional de cada nación (cf. Dignitatis humanae, 7 de diciembre de 1965, n. 4). La defensa de la libertad religiosa, por lo tanto, no puede permanecer en lo abstracto; debe vivirse, protegerse y promoverse en la vida cotidiana de las personas y las comunidades.”

Ya que el Cardenal Prevost escogió su nombre pontifical de León XIV en honor de su insigne predecesor León XIII, veamos lo que enseña sobre el asunto este Papa decimonónico en su encíclica Libertas[2], del año 1888:

“15. (…) examinemos, en relación con los particulares, esa libertad tan contraria a la virtud de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad fundada en la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad. Porque de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de la piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra perpetua dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro origen primero y fin supremo, que es Dios. Hay que añadir, además, que sin la virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que nos lleva a Dios, considerado como supremo y último bien del hombre; y por esto, la religión, cuyo oficio es realizar todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios, es la reina y la regla a la vez de todas las virtudes. Y si se pregunta cuál es la religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas entre sí, la respuesta la dan al unísono la razón y naturaleza: la religión que Dios ha mandado, y que es fácilmente reconocible por medio de ciertas notas exteriores con las que la divina Providencia ha querido distinguirla, para evitar un error, que, en asunto de tanta trascendencia, implicaría desastrosas consecuencias. Por esto, conceder al hombre esta libertad de cultos de que estamos hablando equivale a concederle el derecho de desnaturalizar impunemente una obligación santísima y de ser infiel a ella, abandonando el bien para entregarse al mal.

16. (…) esta libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando profesa la religión católica. Para que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos. Porque nadie puede dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que proporciona al hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes, para que las exigencias naturales que él por sí solo no puede colmar las vea satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el Estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio. La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como grabados los caracteres distintivos de la verdad. Esta es la religión que deben conservar y proteger los gobernantes, si quieren atender con prudente utilidad, como es su obligación, a la comunidad política. (…)

17. (…) la libertad de cultos es muy perjudicial para la libertad verdadera, tanto de los gobernantes como de los gobernados. La religión [Se refiere al catolicismo], en cambio, es sumamente provechosa para esa libertad, porque coloca en Dios el origen primero del poder e impone con la máxima autoridad a los gobernantes la obligación de no olvidar sus deberes, de no mandar con injusticia o dureza y de gobernar a los pueblos con benignidad y con un amor casi paterno. (…)

18. (…) las opiniones falsas, máxima dolencia mortal del entendimiento humano, y los vicios corruptores del espíritu y de la moral pública deben ser reprimidos por el poder público para impedir su paulatina propagación, dañosa en extremo para la misma sociedad. Los errores de los intelectuales depravados ejercen sobre las masas una verdadera tiranía y deben ser reprimidos por la ley con la misma energía que otro cualquier delito inferido con violencia a los débiles. Esta represión es aún más necesaria, porque la inmensa mayoría de los ciudadanos no puede en modo alguno, o a lo sumo con mucha dificultad, prevenirse contra los artificios del estilo y las sutilezas de la dialéctica, sobre todo cuando éstas y aquéllos son utilizados para halagar las pasiones. Si se concede a todos una licencia ilimitada en el hablar y en el escribir, nada quedará ya sagrado e inviolable. Ni siquiera serán exceptuadas esas primeras verdades, esos principios naturales que constituyen el más noble patrimonio común de toda la humanidad. Se oscurece así poco a poco la verdad con las tinieblas y, como muchas veces sucede, se hace dueña del campo una numerosa plaga de perniciosos errores. (…)

23. (...) Sin embargo, no se opone la Iglesia a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Dios mismo, en su providencia, aun siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y en parte para que no se sigan mayores males.”

Continuamos exponiendo el magisterio pontificio de León XIII, esta vez, tomado de su encíclica Inmortale Dei[3], del año 1885:

“3. (…) es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de Él, a El hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los gobernantes también a sus ciudadanos. Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante.

10. (…) Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imaginar un poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para gobernar no se apoyaran en Dios mismo. De este modo, como es evidente, el Estado no es otra cosa que la multitud dueña y gobernadora de sí misma. Y como se afirma que el pueblo es en sí mismo fuente de todo derecho y de toda seguridad, se sigue lógicamente que el Estado no se juzgará obligado ante Dios por ningún deber; no profesará públicamente religión alguna, ni deberá buscar entre tantas religiones la única verdadera, ni elegirá una de ellas ni la favorecerá principalmente, sino que concederá igualdad de derechos a todas las religiones, con tal que la disciplina del Estado no quede por ellas perjudicada. Se sigue también de estos principios que en materia religiosa todo queda al arbitrio de los particulares y que es lícito a cada individuo seguir la religión que prefiera o rechazarlas todas si ninguna le agrada. De aquí nacen una libertad ilimitada de conciencia, una libertad absoluta de cultos, una libertad total de pensamiento y una libertad desmedida de expresión.

15. (…) la esencia de la verdad y del bien no puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes. No hay más que un camino para llegar al cielo, al que todos tendemos: la vida virtuosa. Por lo cual se aparta de la norma enseñada por la naturaleza todo Estado que permite una libertad de pensamiento y de acción que con sus excesos pueda extraviar impunemente a las inteligencias de la verdad y a las almas de la virtud.

18. (…) si bien la Iglesia juzga ilícito que las diversas clases de culto divino gocen del mismo derecho que tiene la religión verdadera, no por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para conseguir un bien importante o para evitar un grave mal toleran pacientemente en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado. (…)”

Por último, transcribiré algunos pasajes de la encíclica Humanum Genus[4], del año 1884:

“10. (…) Hace mucho tiempo que se trabaja tenazmente para anular todo posible influjo del Magisterio y de la autoridad de la Iglesia en el Estado. Con este fin hablan públicamente y defienden la separación total de la Iglesia y del Estado. Excluyen así de la legislación y de la administración pública el influjo saludable de la religión católica. De lo cual se sigue la tesis de que la constitución total del Estado debe establecerse al margen de las enseñanzas y de los preceptos de la Iglesia. (…) al abrir los brazos a todos los procedentes de cualquier credo religioso, logra, de hecho, la propagación del gran error de los tiempos actuales: el indiferentismo religioso y la igualdad de todos los cultos. Conducta muy acertada para arruinar todas las religiones, singularmente la Católica, que, como única verdadera, no puede ser igualada a las demás sin suma injusticia.

15. (…) Es necesario, además, que el Estado sea ateo [Es decir, “laico”, no confesional]. No hay razón para anteponer una religión a otra entre las varias que existen. Todas deben ser consideradas por igual. [Proposición condenada]

17. (…) así como la misma naturaleza enseña a cada hombre en particular a rendir piadosa y santamente culto a Dios, por recibir de Él la vida y los bienes que la acompañan, de la misma manera y por idéntica causa incumbe este deber a los pueblos y a los Estados. Y los que quieren liberar al Estado de todo deber religioso, proceden no sólo contra todo derecho, sino además con una absurda ignorancia.”

En definitiva, la enseñanza de la Iglesia es que sólo existe el derecho a la “libertad religiosa” de la religión verdadera, y el poder civil debe ocasionalmente tolerar los falsos cultos cuando las circunstancias prudenciales así lo requieran, para evitar males mayores a la sociedad, como podría ser la pérdida de la paz civil. El Estado, por su parte, como toda creatura dependiente de su Creador en el ser y el obrar, está obligado a profesar la religión verdadera, es decir que la sociedad civil políticamente organizada tiene el deber ante Dios de ser confesional, respetando la enseñanza de la Iglesia en sus actos de gobierno e impidiendo -en la medida de sus posibilidades-, la difusión de las perniciosas doctrinas pregonadas por las falsas religiones.

Como es bien sabido, esta doctrina tradicional ya no tiene vigor desde el CVII: las reuniones interreligiosas organizadas regularmente por el Vaticano, al igual que los nuevos concordatos celebrados por la Santa Sede con los países católicos -antiguamente confesionales y ahora “laicos”-, dan prueba de esta anomalía jurídica y doctrinal, que se sitúa en las antípodas del catolicismo.

ANEXO 1

In Unitate Fidei o la unidad al precio de la verdad[5]

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Mil setecientos años después de que el Concilio de Nicea adoptara la línea dura (anatema y exilio) contra la herejía, León XIV[6] decidió celebrar el aniversario con una carta apostólica: In unitate fidei.[7] La fecha es deliberada: 23 de noviembre, Cristo Rey. En vísperas de un triunfal peregrinaje ecuménico que llevará al Papa a Turquía, al lugar donde los 318 Padres se reunieron bajo Constantino y adoptaron el término homoousios (μοούσιος), de la misma sustancia, concepto clave de la teología cristiana para describir la relación entre Dios Padre y el Hijo, en contraste con la herejía arriana, según la cual el Hijo es de una sustancia inferior y sólo semejante al Padre.

A primera vista, la carta parece el tipo de documento que un católico tradicional podría aplaudir. León elogia el Credo, cita sus frases, evoca la crisis arriana y reivindica el término “consustancial” en vez de esconderse detrás de una cristología vaga y modernista. Además cita a Atanasio, habla de divinización, nos recuerda que sólo un Cristo verdaderamente divino puede vencer a la muerte y salvarnos.

Si leyéramos sólo los párrafos del dos al ocho, casi podríamos olvidar en qué siglo estamos. Pero no estamos en el 325, y León no es Atanasio. Si en la primera mitad suena católico, en la segunda la carta habla como la Comisión Teológica Internacional: Nicea como fundamento de un nuevo proceso ecuménico abierto, donde “lo que nos une es más grande que lo que nos divide” y donde las antiguas disputas doctrinales pierden silenciosamente su “razón de ser”. Después de que Nicea expulsara a los arrianos de la Iglesia, ahora se pide acoger a todos sin hacer demasiadas preguntas.

Del credo a la marca ecuménica

Luego de reafirmar la estructura doctrinal católica, León introduce el verdadero programa, pasando de la batalla de Nicea contra el arrianismo al “valor ecuménico” que el Credo tendría hoy. Nos recuerda que el Credo niceno-constantinopolitano es profesado en las liturgias ortodoxas y en muchos cultos protestantes. Celebra el hecho de que se haya convertido en un “vínculo de unidad entre Oriente y Occidente” y más tarde en un patrimonio común de “todas las tradiciones cristianas”. Lo define como un modelo de “unidad en la legítima diversidad”, y usa la Trinidad como analogía: la unidad sin diversidad se vuelve tiranía; la diversidad sin unidad, fragmentación.

En otras palabras, el Credo deja de ser el símbolo católico de la fe, custodiado por Roma y recibido por sus hijos, para convertirse en una especie de logo compartido del cristianismo mundial. El énfasis se desliza sutilmente de la pregunta “¿qué es verdad?” a “¿qué podemos decir todos juntos?”. El texto queda así forzado a sostener sistemas incompatibles: la eclesiología sacramental católica, la teoría protestante de la Iglesia invisible, el rechazo ortodoxo de la jurisdicción papal universal. Cada uno mantiene su postura.

León cita Ut unum sint de Juan Pablo II y alaba el “movimiento ecuménico” de los últimos sesenta años. Nos asegura que ahora reconocemos a los miembros de otras Iglesias y comunidades como hermanos y hermanas en Cristo y que juntos formamos una única comunidad universal de discípulos. La plena unidad visible no se alcanzó todavía, pero lo que nos une es más grande que lo que nos divide. Repite el concepto como si la repetición pudiera volverlo menos frágil.

La imagen es sencilla: Nicea como el fuego común alrededor del cual todos los bautizados pueden reunirse, cada uno con su acento teológico, todos calentados por las mismas llamas. El problema es que Nicea no reunió a todos alrededor de un fuego. Nicea desenvainó la espada.

“Controversias que han perdido su razón de ser”

León afirma que debemos “dejar atrás las controversias teológicas que han perdido su razón de ser” para llegar a una comprensión común y, más aún, a una oración común al Espíritu Santo. No especifica a qué controversias se refiere. Simplemente nos asegura que algunas batallas dogmáticas ya no deben mantenernos separados. Y es en estas afirmaciones donde un católico formado por Pío XI y Pío XII ya no puede reconocerse.

¿Qué controversias exactamente habrían perdido su razón de ser? ¿Quizá la cláusula Filioque, mencionada en nota como “objeto del diálogo ortodoxo-católico”? ¿El alcance de la jurisdicción papal? ¿Los dogmas marianos rechazados por los protestantes? ¿La indisolubilidad del matrimonio? ¿La doctrina de la justificación definida en Trento?

Durante siglos, la Iglesia insistió en que la unidad requería la profesión común de todas estas verdades. Pío XI escribió en Mortalium animos que existe un solo modo de promover la unidad de los cristianos: el retorno de los hermanos separados a la única verdadera Iglesia de Cristo. Pío XII, en Mystici Corporis, enseñó que quienes están divididos en la fe y el gobierno no pueden vivir en la unidad del Cuerpo de Cristo. Las cuestiones doctrinales que dividían a católicos y no católicos no eran capítulos optativos para revisar después; eran parte del depósito de la fe.

Ahora León habla de controversias que ya no justifican la división. Habla de conversión recíproca, como si la Iglesia católica y quienes rechazan su magisterio estuvieran todos “en camino” hacia una unidad futura aún por definir. Habla del Espíritu que nos guía juntos a descubrir una fe común más rica, sin decir nunca que el camino de regreso a la unidad pasa por la sumisión al primado romano y la aceptación del dogma católico. Nicea definió que el Hijo es consustancial al Padre y luego anatematizó a quien sostuviera lo contrario. León cita la definición y entierra su lógica. El Credo se conserva; las consecuencias se silencian.

San Atanasio o el espíritu del diálogo

A Atanasio podrías decirle que León lo elogia llamándolo por su nombre, recordando sus heroicos exilios y definiendo su fe como “inquebrantable y firme”. Podrías mostrarle los pasajes donde León insiste en que sólo un Cristo verdaderamente divino puede divinizar al hombre y vencer a la muerte. Podrías señalarle la bellísima oración al Espíritu Santo del final. Después tendrías que explicarle que, diecisiete siglos más tarde, obispos y teólogos siguen discutiendo si el Hijo procede sólo del Padre o del Padre y del Hijo, y que el obispo de Roma lo llama “tema de diálogo”. Tendrías que explicarle que el primado por el que él luchó ahora se trata como un obstáculo para la unidad, que hay que reformular con cuidado para no ofender a los hermanos separados. Tendrías que explicarle que Roma ahora prefiere hablar de “diversidad legítima” antes que de herejía, de “comunión parcial” antes que de cisma, de “bautismo común” antes que de conversión.

Atanasio no fue exiliado cinco veces para preservar un mínimo común denominador. No soportó presiones imperiales, calumnias y violencias para que los futuros papas pudieran poner su Credo al servicio de un proceso que trata graves divisiones doctrinales como malentendidos históricos a superar mediante un diálogo orante.

La Iglesia que conoció Atanasio creía que el error mataba las almas y que la caridad exigía claridad. La unidad se medía por la sumisión a la fe y al jefe visible que la protegía. El lenguaje ecuménico actual mide la unidad según cuántas veces aparecemos juntos en las fotos y cuán pocas veces mencionamos lo que todavía nos divide.

La carta apostólica elogia a la “juventud nicea” que completó la obra doctrinal del Credo. El tono del documento, sin embargo, es el del adulto sinodal que aprendió a no pronunciar palabras demasiado duras en compañía de otros.

Qué nos dice realmente todo esto sobre Roma

¿Qué debería aprender un católico serio de In unitate fidei? Que la misma Roma que cita el Credo ahora lo usa como una marca ecuménica. El mismo símbolo compuesto para trazar una línea entre verdad y error es reformado como un amplio paraguas que puede proteger sistemas mutuamente excluyentes, con tal de que reciten las mismas palabras. El Concilio que antaño condenó y expulsó a los herejes es invocado ahora para justificar una unidad que se conforma con permanecer incompleta, una comunión que nunca exige a nadie cambiar de idea.

Cuando León habla de la Iglesia, lo hace como el Concilio Vaticano II. En el papel, el Credo es estable; en la práctica, la eclesiología es revisable. La antigua enseñanza sobre quién pertenece verdaderamente a la Iglesia y cómo deben volver los hermanos separados es reemplazada cortésmente por un lenguaje de enriquecimiento recíproco y herencia compartida. Controversias teológicas que antes justificaban una Reforma y un milenio de cisma ahora quedan, de repente, destinadas a ser dejadas de lado.

Si hay una lección que sacar de este aniversario es que la unidad sin verdad es una falsificación. Los 318 Padres de Nicea no se reunieron en concilio para establecer el contenido mínimo necesario para permanecer en comunión con Arrio. Definieron la fe y afrontaron las consecuencias. Si León realmente quisiera celebrar su valentía, debería recuperar su claridad.

Hasta entonces, el Credo niceno-constantinopolitano seguirá siendo el juez del proyecto ecuménico que se pretende construir sobre sus hombros. Las palabras siguen siendo las mismas. La pregunta es si Roma todavía cree en todo lo que ellas implican.

ANEXO 2

Una Caro: ¿En defensa de la monogamia?

Un matrimonio bajo ataque necesitaba la verdad católica, no sentimentalismo[8]

“Tucho” Fernández[9] al presentar la nota vaticana sobre la monogamia

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Una Caro: elogio della monogamia (Una carne: elogio de la monogamia), la Nota doctrinal sobre el valor del matrimonio como unión exclusiva y pertenencia recíproca[10], difundida por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe con la aprobación del Papa Prevost[11], tiene un alcance amplio pero, como era previsible, sufre de una debilidad típica de todos los textos sinodales modernistas: trata una doctrina antigua, clara y de institución divina como si fuera un tema que necesitara una reinterpretación moderna, en vez de la confirmación de una verdad perenne.

En una época como la nuestra, donde la misma idea de matrimonio se está derrumbando bajo el peso del libertinaje sexual, la ideología de género y la glorificación cultural del no compromiso, un documento vaticano sobre la monogamia tendría que haber tenido la fuerza de un toque de trompeta. Pero la Nota no es nada parecido. Al contrario, Una Caro susurra palabras dulzonas y se pavonea como un dandy. Es una larga, pomposa y muy seria meditación pastoral, por momentos incluso bella, pero que se niega a llamar pecado al pecado, error al error y verdad a la verdad. Lo que la Iglesia necesitaba era un martillo, y en cambio recibió un tímido tap-tap modernista.

Desde los primeros párrafos, cualquier esperanza de que este documento fuera distinto a la ya conocida basura posconciliar se hace trizas. La Nota no empieza por la doctrina, ni por la ley divina, ni mucho menos por la ley natural que sostiene toda la comprensión católica del matrimonio. Empieza, en cambio, con el lenguaje introspectivo y terapéutico típico de los documentos sinodales actuales. El vínculo conyugal, nos dicen, no nace de dos personas “que están una frente a la otra”, sino de dos personas “que están una al lado de la otra”.

La definición misma de unidad monogámica no se formula en términos teológicos o jurídicos, sino con el vocabulario de un consejero matrimonial. No es una elección estilística al azar: revela la óptica con la que el documento aborda el tema. El matrimonio no es ante todo un pacto, un vínculo instituido o una unidad ontológica, sino una “relación”, un “camino compartido” y una “comunión de vida”.

Pero ¿qué podíamos esperar? Después de todo, el documento es obra del cardenal Soft Porn en persona, alias Víctor Manuel “Tucho” Fernández.

Ese lenguaje puede ser inofensivo en un folleto catequístico o en una columna de consejos, pero en una nota doctrinal se vuelve un obstáculo. La Iglesia siempre enseñó que la unidad del matrimonio está fundada en algo mucho más sólido que la cercanía emocional o la experiencia subjetiva. Está fundada en la misma ley divina: “Serán una sola carne”. No “serán emocionalmente resonantes”, no “crecerán en comunión interpersonal”, sino una sola carne. El vínculo unitivo es real, objetivo, irrevocable e independiente de los sentimientos de los esposos. Sin embargo, en toda la Una Caro, la unidad es descripta como un proyecto emocional en desarrollo, un proceso dinámico profundizado a través de la ternura, el diálogo y la entrega mutua. Se pone el acento una y otra vez en la interioridad y la relacionalidad, al punto de que uno se pregunta si los autores recuerdan que el sacramento del matrimonio sigue siendo totalmente real incluso cuando los esposos dejan de “sentirse conectados”.

El empalagoso sentimentalismo se vuelve aún más inquietante cuando la Nota, en el párrafo cinco, anuncia con sorprendente candidez que no va a tratar el tema de la “indisolubilidad” ni de la “fecundidad”. Cuesta creer lo que uno está leyendo. Un documento vaticano sobre la monogamia que explícitamente decide no hablar de los dos pilares que hacen comprensible la monogamia. Sería como publicar un documento sobre la Eucaristía y negarse a hablar de la transubstanciación. Al poner entre paréntesis estos elementos esenciales, la Nota le quita a la monogamia su columna vertebral doctrinal y la deja flotando en el aire.

Uno de los fallos más estridentes aparece cuando la Nota usa, sin ningún espíritu crítico, textos religiosos hindúes como testimonios morales de la monogamia. En un documento de este tipo uno podría esperar observaciones antropológicas, pero no citas directas de escrituras hindúes puestas sin matices al lado del Génesis, como si el Manusmti o el Bhagavatam ocuparan un plano moral comparable.

El documento cita el Manusmti -texto que también consagra “grandes instituciones” como la jerarquía de castas, la impureza ritual y la subordinación despótica de la mujer- como si su afirmación sobre la fidelidad “hasta la muerte” fuera moralmente iluminadora. Luego cita el Bhagavatam y la historia de Ramachandra, que “respetó a una sola mujer toda su vida”, como si esa narración épica reforzara el magisterio católico. Finalmente cita el Thirukkural tamil afirmando que “el amor recíproco es la esencia de la pareja”. Y todo esto con una admiración que hace pensar que en cualquier momento “Tucho” también puede empezar a citar el Kamasutra.

Este no es el método católico. Cuando la Iglesia reconoció ecos de la ley natural en culturas no cristianas, lo hizo siempre con distinción cuidadosa y, diría, con decoro, justamente para no oscurecer la autoridad única de la Revelación divina. Pero Una Caro no se preocupa por nada de eso. Las fuentes paganas se presentan simplemente como “otras perspectivas”, mezcladas retóricamente con la Escritura y los Padres. El efecto no es enriquecimiento, sino un sincretismo nivelador. La Revelación termina pareciendo la versión cristiana de un modelo antropológico universal.

Esto no nace de un ingenuo universalismo teológico. Es un intento deliberado de ubicar al catolicismo dentro de un marco de religiones comparadas, en vez de presentarlo como la única fe verdadera que juzga a todas las demás.

Para empeorar la cosa, la Nota trata las desviaciones morales con una suavidad empalagosa. Cuando menciona el poliamor moderno, lo describe como un “fenómeno cultural”, no como un pecado grave. Cuando habla de la poligamia, la llama una “costumbre de la época”. Cuando analiza las relaciones “multipareja” modernas, las define como “situaciones objetivamente difíciles”. Los profetas bramaban contra el adulterio, Cristo condenó el divorcio, y San Pablo dijo claramente que la fornicación excluye del Reino de Dios. Pero Una Caro prefiere el murmullo dulce de la sensibilidad pastoral justo cuando el mundo, hundido en el pecado sexual, necesita que lo despierten.

Incluso cuando aborda dilemas pastorales concretos -como qué hacer con convertidos polígamos- el documento evita dar a los obispos una guía clara. Se detiene en el “drama” y la “complejidad” de la situación, ofreciendo empatía pero ninguna directiva concreta. Es exactamente esta clase de vaguedad la que llevó a tantos obispos a evitar el liderazgo moral. Cuando Roma balbucea, los pastores inevitablemente callan.

Toda la Nota está empapada de una deriva antropológica: un reemplazo de categorías teológicas por categorías psicológicas. El matrimonio es presentado una y otra vez como un camino interior, un proceso, un diálogo, un crecimiento en la entrega mutua. Esa perspectiva, aunque no falsa en sí misma, oscurece el hecho de que el matrimonio es antes que nada un pacto instituido por Dios y ratificado por los esposos mediante el consentimiento. No es una experiencia subjetiva. Es un vínculo objetivo. Pero Una Caro habla como si la unidad matrimonial creciera o disminuyera según la dinámica interna de la pareja. Esa es antropología de psicología secular moderna, no doctrina católica.

Hay pasajes hermosos, sí. Hay citas de Agustín, Tomás de Aquino, León XIII y Pío XI que recuerdan la fuerza doctrinal de épocas más sólidas. Hay momentos en los que la Nota casi encuentra su equilibrio y dice la verdad con claridad. Pero esos momentos flotan en un mar más amplio de ambigüedad, sentimentalismo y optimismo antropológico. Es evidente que los autores sinodales temían que demasiada claridad doctrinal ofendiera la sensibilidad de su verdadero dios: el hombre contemporáneo.

Lo que la Iglesia necesitaba era una declaración firme recordando:

-que la monogamia es ley de Dios,
-que está arraigada en la naturaleza,
-que fue defendida por Cristo,
-que es esencial para la sociedad,
-y que obliga a todos.

Necesitaba una denuncia contundente de los pecados sexuales que destruyen almas y sociedades. Necesitaba una articulación teológica que devolviera a la procreación y a la indisolubilidad su lugar adecuado. Necesitaba claridad sin excusas. En cambio, recibió un documento lleno de citas, de tono pastoral y amplia retórica, pero pobre en autoridad, juicio y guía. Un texto que se niega a condenar el error, que deja de lado verdades esenciales y que introduce fuentes religiosas ajenas, poetas laicos y filósofos mundanos de manera que oscurecen la unicidad de la Revelación.

Un mundo perverso necesitaba una trompeta de alarma. En su lugar, “Tucho” y su Dicasterio modernista nos regalaron una flautita impotente…

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[1] https://www.vatican.va/content/leo-xiv/es/speeches/2025/october/documents/20251010-acs.html - Artículo publicado en mi blog Super Omnia Veritas: https://gloria.tv/post/RpMeiCQTyGJX4iiEmf76jQ2k1 - Para comprender la crisis conciliar recomiendo leer el  siguiente documento: “La religión del hombre. Un testimonio acerca de la crisis eclesial” - https://gloria.tv/post/u8x13tqGCFi727Sfj2J73PtSZ

[6] Sobre Prevost ver: 1. “Francisco nos acompaña desde el Cielo” https://gloria.tv/post/2JPN3gkmHVHaDjokMTx8YKsZm - 2. “La religión del hombre” https://gloria.tv/post/YZZG2utwXrt63iShzzCACGCfv - 3. “La corredención de María” https://gloria.tv/post/X7rdZYfhHJFK1F3Kg3JTNoxyg  - 4. “Marcha LGBT en el Vaticano” https://gloria.tv/post/U7MJEhdXSPgL3HAma6bdXGAbd - 5. “El video del Papa” https://gloria.tv/post/SWa4N4hjJZya2xag3eYbL6jrn - 6. “Prevost y el cambio climático” https://gloria.tv/post/SWa4N4hjJZya2xag3eYbL6jrn - 7. “León XIV refutado por León XIII” https://gloria.tv/post/RpMeiCQTyGJX4iiEmf76jQ2k1 - 8. “Examen de Dilexi Tehttps://gloria.tv/post/okKtzN1oZTS72stx8fcWPjrUs - 9. “Ritual neopagano en el Vaticano” https://gloria.tv/post/3EGW4JYjpTy63mV24WgcGs6o8 - 10. “Prevost y James Martin” https://gloria.tv/post/8uvUdBVXfnbRDRtgLvUFNutQm

[11] Para comprender la crisis conciliar recomiendo leer el  siguiente documento: “La religión del hombre. Un testimonio acerca de la crisis eclesial” - https://gloria.tv/post/u8x13tqGCFi727Sfj2J73PtSZ