San Juan Bautista

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lunes, 7 de octubre de 2013

SANTA MISA DEL PADRE PIO – Por Karl Wagner

   Cada día, en invierno o en verano, el Padre Pío celebraba la Santa Misa a las cinco de la mañana. Desde la una, ya la gente se amontonaba a las puertas de la Iglesia, rezando y cantando en espera de que las puertas fueran abiertas. Yo tuve la oportunidad de presenciar esto en varias ocasiones. Para las cuatro de la mañana, una gran multitud se aglomeraba allí. Podía oírseles cantar y rezar en varios idiomas. Venían de lejos y no les importaba el sacrificio de levantarse tan temprano para poder estar cerca del altar del Padre Pió  A las cuatro y media se abrían las puertas para dar paso a los entusiastas peregrinos. El Padre Pió  también, se había preparado durante tres horas para celebrar la Santa Misa, como lo presencié varias veces. Al cuarto para las cinco entraba a la sacristía, tambaleándose y tropezando lleno de dolor. Por esa época experimentaba la agonía de Cristo en el Monte de los Olivos, día tras día, en una forma misteriosa. No conocía descanso. Muchos sacerdotes y altos dignatarios, hombres de todas las extracciones, le esperaban allí para hacerle sus peticiones. Él avanzaba unos cuantos pasos, se arrodillaba y rezaba. Algunos minutos más tarde se levantaba y fortalecido, caminaba hacia la mesa, revestía los ornamentos y se preparaba para renovar el sacrificio incruento de Cristo en el altar. Frecuentemente tenía lágrimas en sus ojos. Al preguntarle por qué, contestaba con voz trémula: “No soy digno de celebrar la Santa Misa. Soy el sacerdote más indigno”.

  A las cinco en punto caminaba hacia el altar, una ardua tarea a través de la impetuosa asamblea de sus fieles. Se podía ver claramente que cada paso, cada movimiento, le causaba profundo dolor. Celebraba la Misa en el altar principal, lo cual era una gran ventaja para los fieles que podían verle desde tres costados.

  Con gran compostura y devoción decía el introito. Era claro que las heridas le dolían debido al largo tiempo de pie. Algunas veces se llevaba la mano a la frente, como para aflorar la corona de espinas. Se acercaba entonces al altar, trataba de besarlo, pero un dolor inenarrable se lo impedía. Inmediatamente después entraba en éxtasis por primera vez.  Sufría y ofrecía reparación por los pecados que Dios colocaba ante sus ojos una y otra vez. Durante el Gloria y el Credo entraba ocasionalmente en éxtasis, y se tenía la impresión de que estaba presenciando todo cuanto decía. Todo cuanto el Padre Pío decía en oración se reflejaba en su aspecto, en su apariencia. Casi siempre era dolor; raras veces alegría. Cuando el sacristán acercaba el misal al lado del Evangelio, el Padre Pío pasaba al centro del altar, se inclinaba y entraba de nuevo en éxtasis. Entonces por primera vez, se podía ver y oír claramente llorar y gemir al Padre Pío  Tenía un pañuelo especial sobre el altar, llamado “paño de lágrimas”, con el cual enjugaba sus lágrimas. Recuperado del éxtasis, leía el Santo Evangelio con enorme devoción y amor. Durante el Ofertorio, al elevar la patena, entraba de nuevo en éxtasis. Frecuentemente hablaba en voz baja con alguien que no podíamos ver. Parecía colocar múltiples peticiones, que se habían escrito y entregado, en la patena, continuando así por un rato. Lo mismo ocurría durante la segunda parte del Ofertorio. Cuando el Padre Pío se volvía hacia los fieles en el Dominus Vobiscum, éstos podían ver claramente su mano, perforada y enrojecida. Su dolor aumentaba constantemente debido al largo tiempo en pie. Después del Sanctus, era frecuente que una elevada fiebre abrasara su cuerpo. Sentía dolores que le quemaban y despedazaban. De acuerdo con los sacerdotes que concelebraban con él, sus ojos estaban hundidos dentro de sus cuencas, y su fisonomía cambiaba para asemejarse a la de Cristo en la agonía en la cruz. Los dolores de la agonía convulsionaban su cuerpo en el momento en que la campana indicaba el momento de la Consagración, y el Padre Pío decía las palabras de la Consagración. Se estremecía y se volvía víctima del más aterrador sufrimiento, al tiempo que sangre fresca manaba de las heridas de sus manos. El Padre Pío no contemplaba la pasión de Cristo: la vivía en su propio cuerpo en forma misteriosa. La gente gritaba, gemía y lloraba “¡Jesús misericordia!”. Tenían miedo de que pudiera morir, y más especialmente durante la Semana Santa. Lo que más impresión causaba era ver al Padre Pío  renovando el sacrificio incruento de Cristo, entregando todo cuanto tenía, la sangre de su propio corazón, para hacerlo aceptable. Su sangre chorreaba todo su cuerpo. Era esto lo que más conmovía a la gente. Se podía oír de pronto una voz sofocada por el llanto diciendo “¡Creo!”. ¿Se ofrecía el Padre Pío en sufrimiento expiando anticipadamente por estas almas para que pudieran ser convertidas?. Muchas personas de diferentes religiones se convirtieron en esos
momentos. La consagración se prolongaba por cinco minutos. Padre Pío mejoraba un poco después, aunque el dolor no disminuía. Frecuentemente caía en éxtasis de nuevo. Rezaba entonces el Padre Nuestro con gran devoción. Finalmente llegaba el momento de su propia comunión. Al golpearse el  pecho diciendo: “Señor, no soy digno…”, se podía oír flaquear su voz. Había lagrimas en sus ojos y no tardaba en golpear su pecho por segunda vez y una tercera vez. Finalmente recibía la Sagrada Hostia. En ese momento, el Padre Pío caía en éxtasis de nuevo. Ahora sí podía decirse que se veía radiante. Disfrutaba abundantemente de la felicidad y la gloria del cielo, en cuanto esto pueda ser posible para un mortal. En este momento, de alguna forma, recibía la recompensa por la pesada carga que llevaba y nuevo vigor y nuevas fuerzas para desempeñar la difícil tarea que le esperaba cada día. Permanecía en ese estado por algún tiempo. Aún profundamente recogido decía la post-comunión para ser luego llevado de regreso a la sacristía por entre la multitud.

  Allí se despojaba de los ornamentos y se ponía los guantes de lana que cubrían sus santas heridas absorbiendo la sangre y protegiéndolo de las miradas de los curiosos. Acto seguido, caminaba hasta su claustro y hacía su acción de gracias. Afuera, frente al altar, se podía ver frecuentemente a los peregrinos venidos desde muy lejos, con lágrimas de emoción en sus ojos. Algunos, habiendo sido convertidos y aún dentro de la Iglesia, daban paso a su temperamento italiano y decían en voz baja: “¡Ay, te he reconocido tan tarde, oh Dios! Busqué paz y no encontré descanso”. Fue allí donde encontraron la paz y el descanso para sus almas. Más tarde se acercaban al confesionario arrepentidos. Debemos comprender cuan profundamente esta Misa, que duraba por lo general  más de una hora, conmovía a los asistentes. Entre los muchos sacerdotes que fueron, uno declaró que no podía soportar la Misa del Padre Pío, con el resultado de que en adelante celebró sus Misas con más belleza y devoción que antes.

KARL WAGNER - "Informe sobre el Padre Pio" 1994

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3 comentarios:

  1. ¡Hola, don Augusto!

    Qué alegría reencontrarse con un texto sobre el Padre Pío.
    He comprobado que, a lo largo del mismo, aparece la palabra 'misterioso/a. Y, dando vueltas a algunos de sus escritos, encontré esta frase atribuída a él:
    " Con el estudio de los libros se busca a Dios; con la meditación se le encuentra."

    Es cierto que, a lo largo de la vida, nos perdemos entre libros buscando una respuesta que nos lleve a Dios, cuando de forma "misteriosa" y más sencilla, podríamos encontrarlo meditando sobre Él.

    Que su ejemplo de sencillez y humildad, tan poco comunes en el ser humano, nos ayuden a ser más pequeños ante Su grandeza y poder.

    Saludos cordiales, amigo.

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  2. Aunque es un asunto que no tiene relación con la entrada de hoy, le dejo aquí este artículo a propósito del tema que trató hace unos días, sobre el discurso de Putin. Es de J. Manuel de Prada y, como verá, no se muerde la lengua. Bergoglio le consideraría un chivato al uso, jeje!

    Saludos, de nuevo.

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  3. http://paginatransversal.wordpress.com/2013/09/18/una-ocasion-historica/

    Y éste es. A veces soy un desastre muy desastroso, je, je!!

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