San Juan Bautista

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domingo, 21 de noviembre de 2021

Comentario sobre el sermón esjatolójico de San Mateo (1955) - Leonardo Castellani

 


DOMINGO VIGESIMOCUARTO Y ÚLTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Mt 24, 15-35] Mc 13, 24-32

 

        La Santa Iglesia cierra y abre el año litúrgico con el llamado “Discurso Esjatológico”; o sea la predicción de la Segunda Ve­nida y el fin de este mundo; lo que se llama técnicamente la “Parusía”. Este discurso profético es el último que hizo Nuestro Señor antes de su Pasión; y está con algunas variantes en los tres Sinópticos: más extensamente en San Mateo XXIV, de cuyo final está tomado el evangelio de hoy. Este capítulo es llamado por los exegetas el “Apokalypsis sucinto”; porque es como un resumen o bosquejo del libro profético que más tarde escribirá San Juan; y que es el último de la Sagrada Biblia.

        La Segunda Venida, el Retorno, la Parusía, el Fin de este Siglo, el Jui­cio Final o como quieran llamarle, es un dogma de fe, y está en la Escri­tura y está en el Credo, un dogma bastante olvidado hoy día; pero bien puede ser que cuanto más olvidado esté, más cerca ande. Hay muchísimos doctores católicos modernos que, las señales que dio Cristo –y a las cua­les recomendó estuviéramos atentos– las ven cumpliéndose todas. Desde Donoso Cortés en 1854 hasta Joseph Pieper en 1954, muchísimos escrito­res y doctores católicos de los más grandes, comprendiendo al Papa San Pío X, al cardenal Billot, al Venerable Holzhauser, Jacques Maritain, Hilaire Belloc, Roberto Hugo Benson, y otros, han creído ver en el di­bujo del mundo actual las trazas que la profecía nos ha dejado del An­ticristo... Papini en su Storia di Cristo, capítulo 86, ha escrito: “Jesús no nos anuncia el “Día” pero nos dice qué cosas serán cumplidas antes de aquel día... Son dos cosas: que el Evangelio del Reino será predicado an­tes a todos los pueblos y que los gentiles no pisarán más Jerusalén. Estas dos condiciones se han cumplido en nuestro tiempo, y quizás el Gran Día se viene. Si las palabras de la Segunda Profecía de Jesús (la del fin del mundo) son verdaderas, como se ha verificado que lo fueron las de la Primera (la del fin de Jerusalén) la Parusía no puede estar lejos... Pero los hombres de hoy no recuerdan la promesa de Cristo; y viven como si el mundo hubiese de durar siempre...”.

        Cristo juntó la Primera con la Segunda Profecía –y esto es una graví­sima dificultad de este paso del Evangelio– o mejor dicho, hizo de la Primera el typo emblema de la Segunda. Los Apóstoles le preguntaron todo junto; y El respondió todo junto. “Dinos cuándo serán todas esas cosas y qué señales habrá de tu Venida y la consumación del siglo...”.  “Todas estas cosas” eran para ellos la destrucción de Jerusalén –a la cual había aludido Cristo mirando al Templo– y el fin del mundo; pues creían erróneamente que el Templo habría de durar hasta el fin del mundo. Hubiese sido muy cómodo para nosotros que Cristo respondiera: “Estáis equivocados; primero sucederá la destrucción de Jerusalén y después de un largo intersticio el fin del mundo; ahora voy a daros las señales del fin de Jerusalén y después las del fin del mundo.” Pero Cristo no lo hizo así; comenzó un largo discurso en que dio conjuntamente los signos precursores de los dos grandes Sucesos, de los cuales el uno es figura del otro; y terminó su discurso con estas dificultosísimas palabras:

 

        “Palabra de honor os digo que no pasará esta generación

        Sin que todas estas cosas se cumplan...

        Pero de aquel día y de aquella hora nadie sabe.

        Ni siquiera los Ángeles del Cielo. Sino solamente el Padre.”

 

        La impiedad contemporánea –siguiendo a la llamada escuela esjatoló­gica, fundada por Johann Weis en 1900– saca de estas palabras una obje­ción contra Cristo, negando en virtud de ellas que Cristo fuese Dios y ni siquiera un Profeta medianejo: porque “se equivocó”: creía que el fin del mundo estaba próximo, en el espacio de su generación, “a unos 40 años de distancia”. Según Johann Weis y sus discípulos, el fondo y mé­dula de toda la prédica de Cristo fue esa idea de que el mundo estaba cercano a la Catástrofe Final, predicha por el Profeta Daniel; después de la cual vendría una especie de restauración divina, llamada el Reino de Dios; y que Cristo fue un interesante visionario judío; pero tan Dios, tan Mesías, y tan Profeta como yo y usted.

        El único argumento que tienen para barrer con todo el resto del Evangelio –donde con toda evidencia Cristo supone el intersticio entre su muerte y el fin del mundo, tanto en la fundación de su Iglesia, como en varias parábolas– son esas palabras; “no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla”, las cuales se cumplieron efectivamente con la destrucción de Jerusalén.

        –Pero no vino el fin del mundo.

        –Del fin del mundo, añadió Cristo que no sabemos ni sabremos ja­más el día ni la hora.

        –Pero ¿por qué no separó Cristo los dos sucesos, si es que conocía el futuro, como Dios y como Profeta?

        –Por alguna razón que Él tuvo, y que es muy buena, aunque ni usted ni yo la sepamos. Y justamente quizá por esa misma razón de que fue profeta: puesto que así es el estilo profético.

        –¿Cuál? ¿Hacer confusión?

        –No; ver en un suceso próximo, llamado typo, otro suceso más re­moto y arcano llamado antitypo; y así Cristo vio por transparencia en la ruina de Jerusalén el fin del “siglo”; y si no reveló más de lo que aquí está, es porque no se puede revelar, o no nos conviene.

        La otra dificultad grave que hay en este discurso es que por un lado se nos dice que no sabremos jamás “el día ni la hora” del Gran Derrumbe, el cual será repentino “como el relámpago”; y por otro lado se pone Cristo muy solícito a dar señales y signos para marcarlo, cargando a los suyos de que anden ojos abiertos y sepan conocer los “signos de los tiempos”, como conocen que viene el verano cuando reverdece la higuera. ¿En qué quedamos? Si no se puede saber ¿para qué dar señales?

        No podremos conocer nunca con exactitud la fecha de la Parusía, pe­ro podremos conocer su inminencia y su proximidad. Y así los primeros cristianos, residentes en Jerusalén hacia el año 70, conocieron que se ve­rificaban las señales de Cristo, y siguiendo su palabra: “Entonces, los que estén en Judea huyan a los montes; y eso sin detenerse un momento” se refugiaron en la aldea montañosa de Pella y salvaron, de la horripilante masacre que hicieron de Sión las tropas de Vespasiano y Tito, el núcleo de la primera Iglesia.

        Los tres signos troncales que dio Cristo de la inminencia de su Se­gundo Adviento parecen haberse cumplido: la predicación del Evangelio en todo el mundo, Jerusalén no hollada más por los Gentiles, y un pe­ríodo de “guerras y rumores de guerras”, que no ha de ser precisamente la Gran Tribulación; pero será su preludio y el “comienzo de los dolores”. El Evangelio ha sido traducido ya a todas las lenguas del mundo y los misioneros cristianos han penetrado y recorrido todos los continentes. Jerusalén que desde su ruina el año 70 ha estado bajo el poder de los ro­manos, persas, árabes, egipcios y turcos... desde 1918 y por obra del ge­neral inglés Allenby ha vuelto a manos de los judíos; y un “Reino de Israel” que se reconstruye, existe tranquilamente ante nuestros ojos; y finalmente nunca jamás ha visto el mundo, desde que empezó hasta hoy, una cosa semejante a ésta que el Papa Benedicto XV llamó en 1919 “la guerra establecida como institución permanente de toda la humani­dad”. Las dos guerras “mundiales”, incomparables por su extensión y fe­rocidad, y los estados de “preguerra” y “posguerra” y “guerra fría” y “rearme” y la gran perra, que ellas han creado, son un fenómeno espec­tacularmente nuevo en el mundo, que responde enteramente a las palabras de la profecía del Maestro: “Veréis guerras y rumores de guerra, sediciones y revoluciones, intranquilidad política, bandos que se levantan unos contra otros, y naciones contra naciones... Todavía no es el fin, pero eso es el principio de los dolores.” ¿Y cuál es el fin? El fin será el monstruoso reinado universal del Gran Perverso y la persecución despiadada a todo el que crea de veras en Dios; en la cual persecución a la vez interna y ex­terna parecerá naufragar la Iglesia de Dios en forma definitiva[1].

        Otras muchas señales menores, que parecen cumplirse ya, se podrían mencionar; pero no tengo lugar y además es un poco peligroso para mí. Baste decir que aparentemente la herramienta del Anticristo, como notó Donoso Cortés, ya está creada. Hace un siglo justo, el gran poeta francés Baudelaire, escribía en su diario Mon Coeur mis a Nu acerca del go­bierno dictatorial de Napoleón III –que fue una tiranía templada por la corrupción–, que “la gloria de Napoleón III habrá sido probar que un Cualquiera puede, apoderándose del Telégrafo y de la Imprenta, tiranizar a una gran Nación”; cosa que los argentinos sabemos ahora sin necesidad de acudir a Baudelaire.

        Pues bien, desde entonces acá, los medios técnicos de tiranizar a una gran nación, y aun a todo el mundo, por medio del temor y la mentira, han crecido al décuplo o al céntuplo. El Anticristo no tiene actualmente más trabajo que el de nacer; si es que no ha nacido ya, como apuntó San Pío X en su primera encíclica. El mundo está ablandado y caldeado para recibirlo por la predicación de los “falsos profetas”, contra los cuales tan insistente nos precave Cristo; y que son otra de las señales: seudoprofetas a bandadas.

        El odio –y no el amor– reina en el mundo. Eso también está predicho en un versículo que no es nada claro en la Vulgata, pero se entiende bien en el texto griego. “Y porque sobreabundará la iniquidad, se resfriará la caridad en muchos”, dice la traducción de San Jerónimo; que yo creo que no es de San Jerónimo sino de Pomponio o de Brixiano; pues creo cierta la noticia actual de que San Jerónimo no tradujo, sino solamente corrigió la Vulgata. El versículo traducido así resulta una perogrullada, por no decir una pavada: el segundo miembro de la frase es un anticlímax, en vez de ser un clímax como pedía la lógica. Para explicarme rápido, diré que es como si yo dijera: “Como había una temperatura de 45 gra­dos, no había muchos que dijesen que hacía frío...” (no había nadie). O bien otro ejemplo: “El que asesina a su madre, no se puede decir que tenga una virtud perfecta...” (ninguna virtud tiene). Y así, si el mundo está inundado de injusticia, estúpido es decir que a causa de eso “se en­friará la caridad”. No habrá caridad desde hace mucho, ni fría ni caliente. La caridad es más que la justicia.

        Pero el texto griego dice otra cosa, que es inteligente y lógica. Se puede traducir así: “Habrá tantas injusticias que se hará casi imposible la convivencia”; y eso es instructivo y luminoso, porque efectivamente el efecto más terrible de la injusticia es envenenar la convivencia. A la pa­labra griega agápee le dieron poco a poco los cristianos el significado de caridad en el sentido tan especial del Cristianismo; pero originalmente agápee significa “concordia, apego, amistad”; y por cierto amistad en su grado más ínfimo, que es ese mínimum necesario para poder vivir mal que bien unos al lado de otros; conllevarse como dicen en España; o sea la convivencia.

        Que la convivencia entre los humanos se está destruyendo hoy más y más y a toda prisa ¿quién no lo ve? Y que la causa de esa malevolencia que invade de más en más al género humano sea la injusticia ¿quién lo duda? Las injusticias amontonadas y no reparadas, que dejan su efecto venenoso en el ánimo del que las sufre... y también del que las hace. “Que hablará muy mal de ustedes - Aquel que los ha ofendido”, dice Martín Fierro; y “la injusticia no reparada es una cosa inmortal”, dice el hijo de Martín Fierro.

        No he escrito todo esto para desconsolar a la gente, sino porque creo que es verdad; y Cristo nos mandó no nos desconsoláramos por eso, al contrario: “Cuando veáis que todo esto sucede, levantad las cabezas y alegráos, porque vuestra salvación está cerca.” ¿Para qué ha sido creado este mundo, y para qué ha caminado y ha tropezado y ha pasado por tantas peloteras y despelotas sino para llegar un día? Estos impíos de hoy día que dicen que el mundo no se acabará nunca, o bien durará todavía 18 mil millones de años, se parecen a esos viajeros que se empiezan a en­tristecer cuando el tren está por llegar. Y puede que ellos tengan sus mo­tivos para entristecerse; pero el cristiano no los tiene. Este mundo debe ser salvado; no solamente las almas individuales sino también los cuerpos, y la naturaleza, y los astros (todo debe ser limpiado definitivamente de los efectos del Pecado); que no son otros que el Dolor y la Muerte. Y para llegar a eso, bien vale la pena pasar por una gran Angostura.

        Yo no sé cuándo será el fin del mundo; pero esos incrédulos que lo niegan o postergan arbitrariamente saben mucho menos que yo. ¿Verán los jóvenes de hoy la Argentina del año 2000? No lo sabemos. ¿Verán los chicos escueleros a la Argentina con 100 millones de habitantes, de los cuales 90 millones en Buenos Aires? No lo sabemos. ¿Verá el bebé que ha nacido hoy –y varios han nacido seguro– el mundo convertido en un vergel y un paraíso por obra de la Ciencia Moderna? Ciertamente que no. Si lo ven convertido en un vergel, será después de destruido por la Ciencia Moderna, y refaccionado por el poder del Creador, y la Se­gunda Venida del Verbo Encarnado; ahora no ya a padecer y morir, si­no a juzgar y a resucitar.

        Lo que puede que vean y no es improbable, es a Cristo viniendo so­bre las nubes del cielo para “fulminar a la Bestia con un aliento de su bo­ca”, y ordenar la resurrección de todos nosotros los viejos tíos o abuelos, si es que no lo vemos también nosotros, porque nadie sabe nada, y los sucesos de hoy día parecen correr ya, como dijo el italiano, 'precipitevo­lissimamente”.

 

 



[1]De esta “Gran Tribulación hemos hecho un cuadro imaginario en nuestra no­vela Su Majestad Dulcinea.


Leonardo Castellani: “El Evangelio de Jesucristo”. Ed. Dictio. Pags. 390-396


1 comentario:

  1. La palabra " esjatolójico " no está en el diccionario de la lengua de la real academia española, la palabra correcta es " escatológico ".

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