San Juan Bautista

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lunes, 8 de abril de 2019

La utopía democrática: Libertad e igualdad (1ra parte) - Gonzalo Ibañez





El tema que se me ha asignado no debería, en verdad, darme mayor motivo de preocupación. El acontecer político y social de los últimos decenios no deja ya ninguna duda sobre el carácter utópico de la pretensión que busca conciliar igualdad y libertad en el seno de una democracia tal como ellas y ésta son concebidas en los días que corren. Precisamente, el problema está ahí: no hay dificultad alguna en probar el carácter utópico de tal pretensión y son muy pocos aquellos para los cuales aún no es esto evidente. Sin embargo, ¿quién duda de la fuerza que mantiene esta utopía para atraer a nuestros contemporáneos? La pregunta que cabe hacerse no se refiere tanto a saber cómo demostrar algo que está suficientemente claro, sino a saber cómo es posible que ello conserve todavía alguna vigencia, cómo puede aún ser postulado como ideal político; qué mecanismos psicológicos impulsan al hombre de hoy a perseguir semejante espejismo.


Henos aquí enfrentados a un verdadero problema, cuya solución, desde luego, no es posible aportarla en el marco de un trabajo como éste. Mi objetivo es más modesto. Me limitaré a mostrar las condiciones que han hecho posible el desarrollo de este mito y las ideas en que él se ha traducido. Por último, un rápido vistazo sobre sus efectos.



Las condiciones


El mito que nos ocupa es muy viejo. Sin embargo logra desarrollarse y alcanzar las proporciones que tiene hoy, porque en nuestro mundo occidental se han dado, desde hace ya mucho tiempo, las condiciones que le han sido favorables.


Lo que diré a continuación no tiene mucho de original. Sin embargo, me parece importante insistir; la superación del impasse en que se debate nuestra civilización, exige tener en cuenta las condiciones a que me refiero.


Todo comienza a fines de la Edad Media. Hasta ahí, oficialmente al menos, el ideal que guiaba a los hombres en su vida terrena es el que condensa Jorge Manrique en una de sus famosas coplas:


Este mundo es camino
para el otro qu'es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.


Este ideal se opaca a fines del medioevo. Como lo reconoce Huizinga, «La edad de la pura feudalidad y de la floración caballeresca va ya hacia su ocaso durante el siglo XIII ...» [1]. «Diría —agrega él— que el espíritu, agotado de haber acabado el edificio espiritual de la Edad Media, ha caído en una especie de inercia. Sólo queda el vado y la sequedad. Se duda del mundo, todo declina: reina un malestar general del cual todos los poetas se resienten» [2].


Junto al viejo ideal otro comienza a brotar y a conquistar lentamente los corazones. No nos es posible ciertamente analizar las cansas últimas que están en la base de este fenómeno; ellas permanecen en la inviolabilidad del libre arbitrio de los responsables del cambio. Simplemente, nos interesa recalcar que, dentro de la nueva concepción, la otra vida pierde su categoría de punto de referencia de nuestra actitud en este mundo. La vida temporal se pretende la única vida real.


El antiguo ideal no muere, ocioso es decirlo, pero no sólo sectores completos de la sociedad son ganados por el nuevo, sino que, además, la duda ataca aun a los más sólidos. Después, el proceso no ha hecho sino profundizarse: «Se quiere apartar —señala Paul Hazard— los ojos del Cristo doloroso, crucificado por la salvación de los hombres; no se quiere escuchar más el mudo llamado de sus brazos. El bienestar es la expansión de una fuerza que se encuentra espontáneamente en nosotros mismos, y que basta dirigir. La aceptación de las penas, el deseo de sacrificios, la lucha contra los instintos, la locura de la cruz, no son sino errores de juicio y malos hábitos. El dios-razón nos prohíbe concebir nuestra existencia mortal como preparación a la inmortalidad» [3]. Como lo reconoce Daniel-Rops, incluso entre los católicos «... una cierta interiorización de la religión... desemboca en esta especie de escisión íntima: una fe muy viva puede ir aparejada a actitudes en substancia poco cristianas» [4]. Situación que el Maritain de Antimoderne había denunciado ya: «En el campo de las costumbres, la renovación católica (s. xvn), aunque produce una élite de magníficos frutos de santidad, de penitencia y de vida interior, no termina en mucha gente sino en este curioso concordato íntimo que yuxtapone a una fe aun vigorosa, pero limitada estrictamente a las cosas del culto y de la virtud de la religión, un gobierno de vida, un régimen intelectual y moral enteramente natural y terrestre. Con un candor desarmante, se es católico en la iglesia, y estoico, escéptico, epicúreo en el mundo; sobre todo se está firmemente decidido ¡a ganar el cielo!, pero después de haber debidamente conquistado el bienestar en la tierra» [5].


El hombre moderno quiere sobre todo independencia y libertad totales y pide que las ideas reflejen este estado de ánimo. Es interesante advertir que gente como Occam y Marsilio de Padua, organizan, ya en el siglo xiv, sus sistemas doctrinales como armas de lucha política, para favorecer al Emperador en sus afanes contra el Papa. Lutero hará orto tanto en beneficio de algunos príncipes alemanes. Maquiavelo, más independiente, no lucubra su tratado encerrado entre cuatro paredes; su príncipe está tomado de ejemplos reales. En el fondo, no hace sino describir lo que sucede a su alrededor. La labor intelectual deja de tener por objeto explicar la realidad tal como ésta es; de ahora en adelante se trata de proporcionar argumentos que permitan alcanzar o mantener un triunfo terrestre. En especial, triunfo político y económico.



La ideología


Es desde este punto de vista que puede explicarse el descomunal trastorno ideológico que caracteriza a lo que se denomina la edad moderna. No es que la gente descubra las nuevas ideas y se pliegue a ellas por creer que ahí está la verdad. Al contrario, las ideas son una expresión de lo que un número creciente de personas quiere: ellas reflejan los deseos profundos que marcan esa época. Los podemos resumir en cinco: deseos de independencia y libertad en relación a Dios; independencia y libertad de nuestra inteligencia en relación a la realidad para los efectos de la búsqueda de la verdad; independencia y libertad en la ordenación de nuestra conducta; independencia y libertad política y jurídica. Las «ideologías» nacerán para justificar estas «libertades».


La primera es, sin duda, la principal y raíz de las otras. La Reforma protestante es su manifestación más importante. De ella quisiera retener, sobre todo, la ruptura que opera entre Fe y Moral; es decir, la pretensión de fundamentar la salvación solamente sobre la Fe y no sobre las obras. La naturaleza humana ha quedado de tal manera destruida por el pecado que nada bueno puede brotar de ella. Dios tira sobre sus elegidos —arbitrariamente elegidos— la Fe como una capa; no hay más necesidad ni de sacramentos ni de Iglesia. Basta la Fe.


Los hombres pueden entonces despreocuparse de todo lo que se refiere a su salvación eterna; su destino se decidirá en las alturas, sin que nada puedan hacer por cambiarlo. No les queda sino ocuparse de su suerte en este mundo de abajo. Por añadidura, el éxito temporal mostrará los designios de Dios.


En este sentido, cobra toda su importancia el esfuerzo por liberar nuestra inteligencia de su dependencia de la realidad en el proceso de búsqueda de la verdad. Demás está recordar que, de acuerdo a la tendencia natural de la inteligencia, ésta se adapta a la realidad del objeto conocido, produciendo así la idea o concepto de este objeto. El criterio de verdad depende, por lo tanto, de la realidad misma y no de nuestra subjetividad. La nueva concepción, al contrario, afirma que es en nuestra propia inteligencia que nosotros conocemos las cosas. Mirándonos en nuestra interioridad encontraremos la verdad, no sólo sobre nosotros, sino sobre el mundo que nos rodea y, aun, sobre Dios.


La consecuencia cae de su propio peso: la realidad de los objetos depende, en adelante, de la idea que nos hagamos de ellos. Si la verdad de las cosas no depende más de su realidad, sino de nuestra razón, para ser «verdaderas» deberán adaptarse a la idea que nosotros tengamos de ellas.


Cada uno querrá entonces construir su propio mundo donde pueda ser señor y maestro. Es el resultado lógico del idealismo. El único problema será el de saber si en este proceso por construir un mundo, los hombres no encontrarán en el camino otros hombres ocupados en lo mismo. ¿Quién va a ganar? Los que tienen más fuerza, por supuesto... Es la liberación moral.


Hasta entonces los hombres, siendo libres, sabían que debían orientar su conducta en vistas de una finalidad trascendente: Dios, y que ellos estaban creados para servirlo. La misma naturaleza ofrecía un parámetro de conducta: atendida nuestra finalidad, del conocimiento de las posibilidades de nuestro ser podíamos inferir cuál era el uso óptimo que de él podíamos hacer. La ley natural no es ni más ni menos que eso.


Pero, si la verdad depende de nuestros deseos subjetivos y no de la realidad misma, se impone negar que, en el dominio de nuestra conducta libre, debamos adaptarnos a las normas que derivan objetivamente de la naturaleza. El hombre no quiere reconocer que él es algo cuya entidad escapa a su querer; quiere ser lo que él quiere y comportarse como le da la gana. El camino está libre para las éticas hedonistas, utilitaristas, cínicas, etc. ... que nuestra época nos ofrece en abundancia.


Llegamos ya a nuestro tema: las consecuencias políticas y jurídicas de estos principios.


Un hombre que quiere tal grado de independencia no puede aceptar ningún tipo de subordinación. El hecho de pertenecer a alguna sociedad no puede tener otro origen que su propia voluntad. Corresponde negar, por lo tanto, todo vínculo «natural» con la sociedad. El hombre de que hablamos es «anterior» al estado social; si la sociedad tiene alguna existencia, la tiene a causa de un «pacto social», libremente consentido. El estado natural que corresponde a la dignidad de este hombre es el de soledad.


El hombre no se considera como una parte, un miembro de la sociedad, sino como un todo, independiente de los otros. Su finalidad no es sino la búsqueda de su propio bienestar en la tierra. La sociedad es un medio creado artificialmente para responder a las exigencias  de cada uno. Toda coacción social parece insoportable y no se acepta otro orden social sino aquel cuyo origen es la voluntad individual.


Pues bien, la negación de la realidad natural de la sociedad y del hecho de que los hombres son naturalmente sus miembros, desemboca necesariamente en una concepción igualitaria de la persona humana. Fuera del conjunto social, las diferencias no tienen sentido. Estas lo tienen en la medida que cada uno de nosotros naturalmente cumple con una determinada función dentro del todo, diferente a las de los demás. Por eso, dentro de la nueva concepción, el derecho ya no es más la parte, la proporción que a cada uno corresponde en el todo, y cuya determinación depende precisamente de su posición en el cuerpo social. Según las nuevas ideas, los hombres, siendo todos iguales, tienen todos los mismos derechos, indistintamente; es el origen de las Declaraciones de Derechos Humanos.


Sin embargo, la verdad es que estas Declaraciones parecen siempre insuficientes. Así hemos visto cómo se agregan constantemente nuevos «derechos», hasta lindar con la extravagancia (derecho «al sol», a la «segunda lengua», etc. ...). Lo que sucede es que, si se supone a los hombres fuera del cuadro social, se hace imposible determinar los derechos de cada uno. En última instancia, la única fuente de éstos es la voluntad individual: cada uno elabora su propia Declaración de Derechos. Es por eso que, en la hipótesis que comentamos, el derecho designa el poder, la facultad, la libertad para exigir todo aquello que cada cual estima necesario para su bienestar. Es derecho subjetivo, del cual Kant nos muestra uno de sus aspectos: «Lo mío en derecho (meum juris) es aquello con lo que tengo relaciones tales que su uso por otro sin mi permiso me perjudicaría» [6]. Al hombre que el nuevo ideal nos presenta como modelo, toda idea de partición, de distribución, de adaptación a las proporciones de otros, le es completamente extraña. Él es él y sus derechos.





[1] El ocaso de la Edad Media: Bd. francesa (Le Déclin du Moye-âge) de la Petite Bibliothèque Payot; Paris, 1959, pág. 59.
[2] Id., pág. 307.
[3] La Crise de la Conscience Européenne, Fayard, Paris, 1961, página 281-
[4] Le Grand Siècle des Ames, Ed. Fayard, Paris, pag. 192.
[5] Ed. de la Revue des Jeunes, Paris, 1922, pàg. 125.
[6] Principios Metafísicos del Derecho, Ed. francesa de Durand, París, 1853, pág. 165.



Revista Verbo Nº 219-220. 1983, Págs. 1145-1151. Fund. Speiro.




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