San Juan Bautista

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viernes, 15 de abril de 2022

Visiones de la Pasión de Cristo - Ana Catalina Emmerick

 


Primera palabra de Jesús en la cruz

Habiendo crucificado a los dos ladrones, y habiéndose repartido los vestidos de Jesús, los verdugos lanzaron nuevas imprecaciones contra Él, y se retiraron. Los fariseos pasaron también a caballo delante de Jesús, llenáronle de ultrajes, y se fueron. Los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta. Estos los mandaba Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio, y recibió después el nombre de Longinos; llevaba con frecuencia los mensajes de Pilatos. Vinieron también doce fariseos, doce saduceos, doce escribas algunos ancianos, que habían pedido inútilmente a Pilatos que mudase la inscripción de la cruz, y cuya rabia se había aumentado por la negativa del gobernador. Dieron la vuelta al llano a caballo, y echaron a la Virgen, que Juan llevó con las otras mujeres.

Cuando pasaron delante de Jesús, movieron desdeñosamente la cabeza, diciendo: "¡Y bien, embustero: destruye el templo y levántalo en tres días! ¡Ha salvado a otros, y no se puede salvar a Sí mismo! ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz! Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz, y creeremos en Él". Los soldados hacían befa también. Cuando Jesús se desmayó, Gestas, el ladrón de la izquierda, dijo: "Su demonio lo ha abandonado". Entonces un soldado puso en la punta de un palo una esponja con vinagre, y la arrimó a los labios de Jesús, que pareció probarlo. El soldado le dijo: "Si eres el Rey de los judíos, salvate Tú mismo". Todo eso pasó mientras que la primera tropa dejaba el puesto a la de Abenadar. Jesús levantó un poco la cabeza, y dijo: "¡Padre mío, perdonadlos, pues no saben lo que hacen!" Gestas le gritó: "Si Tú eres Cristo, sálvate y sálvanos". Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido de ver que Jesús pedía por sus enemigos. Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo contenerla: se precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María Cleofás. El centurión no las rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento; por la oración de Jesús, una inspiración interior: reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su niñez, y dijo en voz distinta y fuerte: "¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por vosotros? Se ha callado: ha sufrido pacientemente todas vuestras afrentas; es un Profeta; es nuestro Rey, es el Hijo de Dios". Al oír esta reprensión de la boca de un miserable asesino sobre la cruz, se alzó un gran tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para tirárselas, mas el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto la Virgen Santísima se sintió fortificada con la oración de Jesús, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriando a Jesús: "¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosotros lo merecemos justamente; recibimos el castigo de nuestros crímenes; pero Éste no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora, y conviértete". Estaba iluminado y tocado en el alma; confesó sus culpas a Jesús, diciendo: "Señor, si me condenas, será con justicia; pero ten misericordia de mi". Jesús le dijo: "Tu sentirás mi misericordia". Dimas recibió en un cuarto de hora la gracia de un profundo arrepentimiento.

Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce y media, pocos minutos después de la exaltación de la cruz; pero pronto hubo un gran cambio en el alma de los espectadores a causa de la mudanza producida en la naturaleza mientras hablaba el buen ladrón.

 

Eclipse del sol. Segunda y tercera palabras de Jesús

A las diez, cuando Pilatos pronunció la sentencia, cayó un poco de granizo; después el cielo se aclaró, hasta las doce, en que vino una niebla colorada que oscureció el sol. A la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol. Yo vi como sucedió, mas no lo tengo bien presente, y no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra: veía las divisiones del cielo y el camino de los astros, que se cruzaban de un modo maravilloso; vi la luna a un lado de la tierra; huía con rapidez, como un globo de fuego. En seguida me hallé en Jerusalén, y vi otra vez la luna aparecer llena y pálida sobre el Huerto de los Olivos; vino del Oriente con gran rapidez, y se puso delante del sol, oscurecido con la niebla. Al lado occidental del sol vi un cuerpo oscuro que parecía una montaña y que lo cubrió enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro, y estaba rodeado de un círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho brasa. El cielo se oscureció, y las estrellas aparecieron, despidiendo luz ensangrentada. Un terror general se apodero de los hombres y de los animales: los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchas personas se daban golpes de pecho, diciendo: "¡Que su sangre

caiga sobre sus verdugos!" Muchos, de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón, y Jesús, en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos.

Como las tinieblas se aumentaban y la cruz estaba abandonada de todos, excepto de María y de los mas caros amigos del Salvador, Dimas levantó la cabeza hacia Jesús, y con humilde esperanza, le dijo: "¡Señor, acuérdate de mi cuando estés en tu reino!" Jesús le respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el Paraíso".

La Madre de Jesús, Magdalena, María de Clerofobias y Juan, estaban cerca de la cruz del Salvador, mirándolo, María pedía interiormente que Jesús la dejara morir con Él. El Salvador la miró con ternura inefable, y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: "Mujer, éste es tu hijo". Después dijo a Juan: "Esta es tu Madre". Juan beso respetuosamente el pie de la Cruz del Redentor moribundo, y a la Madre de Jesús, que era ya la suya.

La Virgen Santísima se sintió tan acabada de dolor al oír estas últimas disposiciones de su Hijo, que cayó sin conocimiento en los brazos de las santas mujeres, que la llevaron a cierta distancia.

No sé si Jesús pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo sentí en mi interior que daba a María por madre a Juan, y a Juan por hijo a María. En visiones semejantes se perciben bien las cosas que no estén escritas, y hay muy pocas que se puedan expresar claramente con el lenguaje humano, a pesar de que, viéndolas, parece que se comprenden por sí solas.

Así, no parece extraño que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la llame Madre mía, sino Mujer, porque aparece como la mujer por excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo en este momento, en que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo. También se siente que, dándola por Madre a Juan, la da por Madre a todos los que creen en su nombre y se hacen hijos de Dios, que no han nacido de la carne ni de la sangre, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios. Se comprende también que la más pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres, que habiendo dicho al ángel: "Ved aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra", se hizo Madre del Verbo hecho hombre; oyendo a su Hijo que debe ser la Madre espiritual de otro hijo, ha repetido estas mismas palabras en su corazón con una humilde obediencia, y ha adoptado por hijos suyos todos los hijos de Dios, todos los hermanos de Jesucristo. Es más fácil de sentir todo esto por la gracia de Dios, me expresarlo con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me ha dicho una vez mi Padre celestial: 'Todo está en los hijos de la Iglesia que creen, que esperan y que aman".

 

Estado de la ciudad y del templo. Cuarta palabra de Jesús

Era poco más o menos la una y media; fui transportada a la ciudad para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud: las calles estaban oscurecidas por una niebla espesa; los hombres andaban a tientas: muchos estaban tendidos por el suelo con la cabeza descubierta, dándose golpes de pecho: otros se subían a los tejados, miraban al cielo y se lamentaban. Los animales aullaban y se escondían; las aves volaban bajo, y se caían. Yo vi que Pilatos fue a visitar a Herodes: estaban ambos muy agitados, y miraban al cielo desde la azotea misma donde por la mañana Herodes había visto a Jesús entregado a los ultrajes del pueblo. "Esto no es natural, se decían entre sí; seguramente se han excedido contra Jesús". Después los vi ir a palacio atravesando la plaza: andaban de prisa, e iban rodeados de soldados. Pilatos no volvió los ojos del lado de Gabbata, donde había condenado a Jesús. La plaza estaba sola: algunas personas entraban corriendo en sus casas, otras lo hacían llorando. Se veía formarse grupos. Pilatos mandó venir a su palacio a los judíos más ancianos, y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas: les dijo que él las miraba como un signo espantoso; que su Dios estaba irritado contra ellos, porque habían perseguido de muerte al Galileo, que era ciertamente su Profeta y su Rey; que él se había lavado las manos; que  era inocente de esa muerte, etc., etc. ; mas ellos persistieron en su endurecimiento, atribuyendo todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural, y no se convirtieron. Sin embargo, mucha gente se convirtió, y todos los soldados que en el prendimiento de Jesús en el Huerto de los Olivos habían caído al suelo y se habían levantado.

La multitud se reunía delante de la casa de Pi latos, y en el mismo sitio en que por la mañana habían gritado: "¡Que muera! ¡Que sea crucificado", ahora grhaba: "¡Muera el juez inicuo! ¡Que su sangre caiga sobre sus verdugos!" Pilatos tuvo que guardarse entre soldados; ese miserable sin alma echaba la culpa a los judíos, diciendo: "Que no tenía ninguna parte en ello; que Jesús era profeta de ellos, y no suyo; que ellos habían querido su muerte". El terror y la angustia llegaban a su colmo en el templo: se ocupaban en la inmolación del cordero pascual, cuando de pronto anocheció. La agitación y el terror les hacían dar gritos dolorosos. Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en mantener el orden y la tranquilidad: encendieron todas las lamparas; pero el desorden se ausentaba cada vez más. Vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro para esconderse. Cuando me encaminé para salir de la ciudad, las rejas de las ventanas temblaban, y, sin embargo, no había tormenta. La lobreguez aumentaba.

Sobre el Gólgota, las tinieblas produjeron una terrible impresión. Al principio los grhos, las imprecaciones, la actividad de los hombres ocupados en levantar las cruces, los lamentos de los dos ladrones, los insultos de los fariseos a caballo, las idas y venidas de los soldados, la marcha tumultuosa de los verdugos, habían disminuido su efecto: después vinieron los reproches del buen ladrón a los fariseos y su rabia contra él. Pero conforme las tinieblas aumentaban, los circunstantes, estaban más pensativos y se alejaban más de la cruz. Entonces fue cuando Jesús recomendó su Madre a Juan, y María fue llevada desmayada a alguna distancia. Hubo un instante de silencio solemne: el pueblo se asustaba de la oscuridad: la mayor parte de él miraba al cielo. La conciencia se despertaba en algunos, que volvían los ojos hacia la cruz, llenos de arrepentimiento, y se daban golpes de pecho: los que tenían estos sentimientos se juntaban. Los fariseos, llenos de un terror secreto, querían explicárselo todo con razones naturales; pero hablaban cada vez más bajo, y acabaron por callarse. El disco del sol era de un amarillo oscuro, como las montañas miradas a la claridad de la luna: estaba rodeado de un círculo encarnado; las estrellas se veían, y daban una luz ensangrentada; las aves caían sobre el Calvario y en las viñas circunvecinas; los animales aullaban y temblaban; los cabellos y los asnos pertenecientes a los fariseos se apretaban los unos contra los otros, y metían la cabeza entre las piernas. La niebla lo cubría todo.

La tranquilidad reinaba alrededor de la cruz, de donde todo el mundo se había alejado. El Salvador estaba absorto en el sentimiento de su profundo abandono; volviéndose a su Padre celestial, le pedía con amor por sus enemigos. Oraba como en toda su Pasión, repitiendo pasajes de los Salmos que se cumplían en Él. Vi ángeles a su alrededor. Cuando la oscuridad se aumentó, y la inquietud, agitando las conciencias, extendió sobre el pueblo un profundo silencio, vi a Jesús solo y sin consuelo. Sufría todo lo que sufre un hombre afligido, lleno de angustias, abandonado de todo amparo divino y humano, cuando la fe, la esperanza y la caridad solas, privadas de toda luz y de toda asistencia sensible en el desierto de la tentación, viven aisladas en

medio de un padecimiento infinito. Este dolor, no se puede expresar. Entonces fue cuando Jesús nos alcanzó la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todas las afecciones que nos unen a este mundo y a esta vida se rompen, y que al mismo tiempo el sentimiento de la otra vida se oscurece y se apaga: nosotros no podemos salir victoriosos de esta prueba sino uniendo nuestro abandono a los méritos del suyo sobre la cruz. Jesús ofreció por nosotros su miseria, su pobreza, sus padecimientos y soledad; por eso el hombre, unido a Jesús en el seno de la Iglesia, no debe desesperar en la hora suprema, cuando todo se oscurece, cuando toda luz y toda consolación desaparecen. Ya no tenemos que bajar solos y sin protección en ese desierto de la noche interior. Jesús ha echado en ese abismo del desamparo su propio abandono interior y exterior sobre la cruz, y así no ha dejado a los cristianos solos y abandonados a la muerte, en el oscurecimiento de toda consolación. Ya no hay para los cristianos ni soledad, ni abandono, ni desesperación al acercarse la hora de la muerte; pues Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, ha bajado por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones, y ha plantado en el su cruz para desvanecer sus espantos.

Jesús desamparado, pobre y desnudo, se ofreció Él mismo, como hace el amor: convirtió su abandono en un rico tesoro, pues se ofreció Él y su vida, sus trabajos, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra ingratitud. Hizo su testamento delante de Dios, y dio todos sus méritos a la Iglesia y a los pecadores. No olvidó a nadie: habló de todos en su abandono; pidió también por los heréticos que dicen que, como Dios, no ha sentido los dolores de su Pasión, y que no sufrió lo que hubiera padecido un hombre en el mismo caso. En su dolor no mostró su desamparo con un grito, y permitió a todos los afligidos que reconocen a Dios por su Padre, un quejido filial y de confianza. A las tres, Jesús grito en alta voz: "¡ Eli, Eli, lamma sabacthani!" Lo que significa: ¡Dios mio! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?"

El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz: los fariseos se volvieron hacia Él, y uno de ellos dijo: "Llama a Elías". Otro dijo: "Veremos si Elías viene a socorrerlo". Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo detenerla. Vino al pie de la cruz con Juan, María, hija de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta hombres importantes de la Judea y de los contornos de Joppé pasaban por allí para ir a la fiesta, y cuando vieron a Jesús en la cruz y los signos amenazadores que presentaba la naturaleza, exclamaron llenos de horror: "¡Maldita ciudad! Si el templo de Dios no estuviera en ella, merecía que la quemasen por haber tomado sobre sí tal iniquidad". Estas palabras fueron como un punto de apoyo para el pueblo: hubo una explosión de murmullos y de gemidos, y todos los que tenían los mismos sentimientos se reunían. Todos los circunstantes se dividieron en dos partidos: los unos lloraban y murmuraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones; sin embargo, los fariseos

estaban menos arrogantes, y temiendo una insurrección popular, se entendieron con el centurión Abenadar. Dieron ordenes para cerrar la puerta más cerca de la ciudad y cortar toda comunicación. Al mismo tiempo enviaron un expreso a Pilatos y a Herodes, para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias, para evitar una insurrección. Mientras tanto, el centurión Abenadar mantenía el orden e impedía los insultos contra Jesús para no irritar al pueblo.

Poco después de las tres, la luz volvió un poco, la luna comenzó a alejarse del sol. El sol apareció despojado de sus rayos y envuelto en vapores rojizos. Poco a poco comenzó a brillar, y las estrellas desaparecieron: sin embargo, el cielo estaba oscuro todavía. Los enemigos de Jesús recobraron su arrogancia conforme la luz volvía. Entonces fue cuando dijeron "¡Llama a Alias!"

 

Quinta, sexta y séptima palabras. Muerte de Jesús

Cuando volvió la claridad, el cuerpo de Jesús estaba lívido y más pálido que antes por la pérdida de la sangre. Dijo también, no sé si fue interiormente, o si  su boca pronunció estas palabras: "Estoy exprimido como el racimo prensado por primera vez: debo dar toda mi sangre hasta que el agua venga; pero no se hará mas vino de ése en este sitio".

Yo tuve después una visión relativa a estas palabras, en la cual vi como Jafet hizo vino en este sitio. Lo contaré más tarde.

Jesús estaba desfallecido; la lengua seca, y dijo: ''Tengo sed". Y como sus amigos lo miraban tristemente, agregó: "¿No podríais darme una gota de agua?", dando a entender que durante las tinieblas no se lo hubieran impedido. Juan palabras, respondió:"¡Oh, Señor, lo hemos olvidado!" Jesús añadió otras cuyo sentido era éste: "Mis parientes también debían olvidarme, y no darme de beber, a fin de que lo que está escrito se cumpliese". Este olvido le había sido muy doloroso. Sus amigos entonces ofrecieron dinero a los soldados para darle un poco de agua, y no lo hicieron; pero uno de ellos mojo una esponja en vinagre, y la roció de hiel, la puso en la punta de su lanza, y la presentó a la boca del Señor. No me acuerdo cuales fueron las palabras que pronunció el Señor; sólo recuerdo que dijo: "Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los muertos hablará". Entonces algunos gritaron: "Blasfema todavía". Mas Abenadar les ordenó estarse quietos. La hora del Señor habla llegado: luchó contra la muerte, y un sudor frió cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz, y limpiaba los pies de Jesús con su sudario, Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la cruz. La Virgen Santísima estaba de pie entre Jesús y el buen ladrón, sostenida por Salomé y María de Cleofás, y veía morir a su Hijo. Entonces Jesús dijo: ''Todo está consumado" Después alzo la cabeza, y gritó en alta voz: "Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu". Fue un grito dulce y fuerte, que penetró cielo y la tierra: en seguida inclinó la cabeza, y rindió el espíritu. Yo vi su alma en forma luminosa entrar en la tierra al pie de la cruz. Juan y las santas mujeres cayeron de cara sobre la tierra.

E1 centurión Abenadar tenía los ojos fijos sobre la faz ensangrentada de Jesús, y su emoción era profunda. Cuando el Señor murió, la tierra tembló, el peñasco se abrió entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último grito de Jesús hizo temblar a todos los que le oyeron, como la tierra que reconoció su Salvador. Sin embargo, el corazón de los que le amaban fue sólo atravesado por el dolor como con una espada. Entonces fue cuando la gracia iluminó a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como el peñasco del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes de pecho, y gritó con el acento de un hombre convertido; "¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob! ¡Éste era un justo: es verdaderamente el Hijo de Dios!" Muchos soldados, pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron como él.

Abenadar, hecho un hombre nuevo, habiendo rendido el homenaje al Hijo de Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado luego Longinos, que tomó el mando; después dijo algunas palabras a los soldados, y bajo del Calvario. Se fue por el valle de Gitano hacia las grutas del valle de Hinnom, donde estaban escondidos los discípulos. Les anuncio la muerte del Salvador, y se volvió a la ciudad a casa de Pilatos. Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de Jesús, muchos soldados lo hicieron con él ; cierto numero de los que estaban presentes, y aun algunos fariseos de los que habían venido últimamente, se

convirtieron. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes de pecho y llorando, Otros rasgaban sus vestidos, y se echaban tierra en la cabeza. Todo estaba lleno de estupefacción y de espanto. Juan se levantó; algunas de las santas mujeres, que habían estado retiradas, llevaron a la Virgen a poca distancia de la cruz.

Cuando el Salvador encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y abandonó su cuerpo a la muerte, el cuerpo sagrado se estremeció, y se puso de un blanco lívido, y sus heridas, en que la sangre se había agolpado en abundancia, se mostraban distintamente como manchas oscuras; su cara se estiró; sus carrillos se hundieron, su nariz se alargó, sus ojos, llenos de sangre, se quedaron medio abiertos; levantó un instante la cabeza coronada de espinas, y la dejó caer bajo el peso de sus dolores; los labios, lívidos, se quedaron entreabiertos, y dejaron ver la lengua ensangrentada; sus manos, contraídas primero alrededor de los clavos, se ex1endieron con los brazos; su espalda se enderezó a lo largo de la cruz, y todo el peso de su cuerpo cayó sobre sus pies; las rodillas se encogieron y se doblaron del mismo lado, y sus pies dieron vuelta alrededor del clavo.

¿Quién podría expresar el dolor de la Madre de Jesús, de la Reina de los mártires? La luz del sol estaba aun alterada y oscurecida; el aire sofocaba durante el temblor de tierra, mas en seguida refrescó sensiblemente.

Era un poco más de las tres cuando Jesús dio el ultimo suspiro. Cuando el terremoto pasó, algunos fariseos recobraron su audacia; se acercaron a la abertura del peñasco del Calvario, tiraron piedras, y quisieron medir su profundidad con cuerdas. No pudiendo hallar el fondo, se volvieron pensativos; advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, y se bajaron del Calvario. Muchos se sentían interiormente cambiados; la mayor parte de los circunstantes se volvieron a Jerusalén llenos de terror. Los soldados romanos vinieron a guardar la puerta de la ciudad y a ocupar algunas posiciones para evitar todo movimiento tumultuoso. Casio y cincuenta soldados se quedaron en el Calvario. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, se sentaban enfrente de ella, y lloraban. Muchas de las santas mujeres volvieron a la ciudad. Silencio y duelo reinaban alrededor del cuerpo de Jesús. Se veía a lo lejos, en el valle y sobre las alturas opuestas, aparecer acá y allá algunos discípulos que miraban hacia la cruz con una curiosidad inquieta; y desaparecían, si veían venir a alguno.

 

Temblor de tierra. Aparición de los muertos en Jerusalén

Cuando murió Jesús, yo vi su alma semejante a una forma luminosa entrar en la tierra al pie de la cruz, y con una multitud brillante de ángeles, entre los cuales estaba Gabriel. Esos ángeles echaban de la tierra al abismo una multitud de malos espíritus. Jesús envió muchas almas del limbo a sus cuerpos para que atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él.

El temblor de tierra que abrió la roca del Calvario causó muchos estragos, sobre todo en Jerusalén y la Palestina. Apenas habían recobrado el ánimo en la ciudad y en el templo al volver la luz, cuando el temblor que agitaba la tierra y el ruido de los edificios que se hundían causaron otro más grande. Este terror fue todavía mayor cuando las gentes que huían llorando encontraban en el camino a los muertos resucitados que los avisaban y los amenazaban.

En el templo, los príncipes de los sacerdotes habían continuado el sacrificio, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían triunfar con la vuelta de la luz; mas de pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que se caían y del velo del templo que se rasgaba les infundió un terror espantoso, interrumpido por gritos lamentables. Pero había tanto orden por todas partes, el templo estaba tan lleno, las idas y venidas tan bien ordenadas, las filas de los sacerdotes que sacrificaban, el ruido de los cánticos y de las trompetas preocupaban tanto los ojos y los oídos, que el miedo no produjo desorden ni turbación general. Los sacrificios se continuaron tranquilamente en algunas partes; en otras los esfuerzos de los sacerdotes calmaban el terror. Pero a la aparición de los muertos que se presentaron en el templo, todo se dispersó, y el altar del sacrificio se quedo sólo, como si el templo hubiese sido manchado. Sin embargo, esto aconteció sucesivamente; y mientras que una parte de los que estaban presentes bajaban los escalones del templo, otros estaban contenidos por los sacerdotes, o no estaban todavía penetrados del pánico universal. Se puede formar una idea de lo que ocurría, representándose un hormiguero en el cual han echado una piedra, o que han meneado con un palo. Mientras la confusión reina en un punto, el trabajo continua en otro, y aun el sitio agitado vuelve a recobrar el orden.

El sumo sacerdote Caifás y los suyos conservaron su presencia de animo; gracias a su endurecimiento diabólico y a la tranquilidad aparente que tenían, impidieron que hubiese una confusión general, haciendo de modo que el pueblo no tomara esos terribles avisos como fiel testimonio de la inocencia de Jesús. La guarnición romana de la fortaleza Antonia hizo también grandes esfuerzos para mantener el orden, de suerte que la fiesta se interrumpió sin que hubiese tumulto popular. Todo se convirtió en la agitación y la inquietud que cada uno llevo a su casa, y que la habilidad de los fariseos reprimir en la mayor parte.

He aquí los hechos particulares de que me acuerdo. Las dos grandes columnas situadas a la entrada del santuario en el templo, y entre las cuales estaba colgada una magnífica cortina, se separaron la una de la otra; el techo que sostenían se hundió, la cortina se rasgó con ruido en toda su extensión, y el santuario se quedó abierto a todos los ojos. Cerca de la celda adonde oraba habitualmente el viejo Simeón cayó una gruesa piedra, y la bóveda se hundió. Se vio aparecer en el santuario al sumo sacerdote Zacarías, muerto entre el templo y el altar; pronunció palabras amenazadoras, y habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de Juan Bautista, y en general de

la muerte de los profetas. Dos hijos del piadoso sumo sacerdote y Simón el Justo, se presentaron cerca del gran púlpito, y hablaron también de la muerte de los profetas y del sacrificio que iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del altar, y proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde sólo los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas, fueron negadas o calladas, y prohibieron hablar de ellas bajo pena severa. Pero se oyó un gran ruido: las puertas del santuario se abrieron, y una voz gritó: "Salgamos de aquí". Entonces vi alejarse los ángeles. Nicodemo, José de Arimatea y otros muchos abandonaron el templo. Muertos resucitados se veían todavía que andaban por el pueblo. A la voz de los ángeles entraron en sus sepulcros.

Anás, uno de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba casi loco de terror; huía de un rincón al otro en los cuartos más retirados del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue en vano; la aparición de los muertos lo había consternado. Caifás, aunque lleno de terror, estaba tan poseído del demonio del orgullo y de la obstinación, que no dejaba ver nada de lo que sentía, y oponía una frente de hierro a los signos amenazadores de la ira divina. No pudiendo, a pesar de sus esfuerzos, hacer continuar las ceremonias, dio orden de no revelar todos los prodigios y todas las apariciones que el pueblo no había visto. Dijo y mandó decir a los otros sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido ocasionados por los partidarios del Galileo, que se habían presentado en el templo manchados; que muchas cosas provenían de los sortilegios de ese Hombre, que en su muerte, como en su vida, había agitado el reposo del templo.

Mientras todo esto pasaba en el templo, el mismo espanto lastres reinaba en muchos sitios de Jerusalén. Un poco después de las tres muchos sepulcros se hundieron, sobre todo en los jardines situados al Noroeste; en ellos vi muertos amortajados; en algunos no había más que restos de vestidos y de huesos. Los escalones del tribunal de Caifás, donde Jesús había sido ultrajado, y una parte del hogar donde Pedro había negado tres veces a su Maestro, se hundieron. Se vio aparecer al sumo sacerdote Simón el Justo, abuelo de Simeón, que había profetizado en la presentación de Jesús al templo. Pronunció palabras terribles contra la sentencia inicua dada en aquel sitio. Muchos miembros del Sanedrín se habían juntado. Los criados que la víspera habían hecho entrar a Pedro y a Juan, se convirtieron y se fueron con los discípulos. Cerca del palacio de Pilatos, la piedra se partió en el sitio donde Jesús fue presentado al pueblo; todo el edificio se resintió, y el patio del tribunal vecino se hundió en el paraje donde los inocentes degollados por Herodes fueron enterrados. En muchas partes las murallas de la ciudad se derribaron; sin embargo, ningún edificio se destruyó enteramente. Él supersticioso Pilatos estaba lleno de terror e incapaz de dar ninguna orden. Su palacio se movía, el suelo temblaba debajo de sus pies, y él huía de una habitación a la otra. Los muertos se aparecían en el patio interior y le reprochaban su juicio inicuo. Creyó que eran los dioses del Galileo, y se refugió en el rincón más retirado de su casa, donde hizo votos a sus ídolos para que viniesen a su socorro. Herodes estaba en su palacio temblando, y lo había cerrado todo.

Hubo un centenar de muertos de todas las épocas, que se aparecieron en Jerusalén y en los alrededores. Todos los cadáveres que se aparecieron cuando se abrieron los sepulcros, no resucitaron. Los muertos cuyas almas fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron, descubrieron su cara y anduvieron errantes por las calles como si no tocasen a la tierra. Entraron en las casas de sus descendientes, y dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. Yo los veía ir por las calles, la mayor parte de dos en dos: no veía el movimiento de sus pies, que volaban a flor de tierra. Estaban pálidos o amarillos; tenían barba larga; su voz tenía un sonido extraño e inaudito. Estaban amortajados según el uso del tiempo en que vivían. En los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús fue proclamada antes de ponerse en marcha para el Calvario, se pararon un momento y gritaron: "¡Gloria a Jesús, y maldición a sus verdugos!" Todo el mundo temblaba y huía: el terror era grande en toda la ciudad, y cada uno se escondía en lo último de su casa. Los muertos entraron en sus sepulcros a las cuatro. El sacrificio fue interrumpido, la confusión reinaba por todas partes, y pocas personas comieron por la noche el cordero pascual.

 

Visiones y revelaciones de la Ven. Ana Catalina Emmerick - Tomo XI: Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Ed. Surgite - Págs. 132-143



sábado, 3 de abril de 2021

Visiones sobre la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo - Catalina Emmerick

 

La noche antes de la Resurrección

 …Mientras la Virgen Santísima oraba interiormente, llena de un ardiente deseo de ver a Jesús, un ángel vino a decirla que fuera a la pequeña puerta de Nicodemo, porque el Señor estaba cerca. El corazón de María se inundó de gozo: se envolvió en su manto, y dejó a las santas mujeres sin decir a nadie nada. La vi ir de prisa a la puerta pequeña de la ciudad por donde había entrado con sus compañeras al volver del sepulcro.

Podían ser las nueve de la noche: la Virgen se acercaba a pasos precipitados hacia la puerta, cuando la vi pararse en un sitio solitario. Miró a lo alto de la muralla de la ciudad, y el alma del Salvador resplandeciente bajó hasta María, acompañada de una multitud de almas de Patriarcas. Jesús, volviéndose hacia ellos, y mostrando a la Virgen, dijo: "María, mi Madre". Pareció que la abrazaba, y desapareció. La Virgen se arrodilló y beso la tierra en el sitio donde había aparecido. Sus rodillas y sus pies quedaron impresos sobre la piedra, y se volvió llena de un consuelo inefable a las santas mujeres, que encontró ocupadas en preparar ungüentos y aromas. No les dijo lo que había visto, pero sus fuerzas se habían renovado; consoló a las otras, y las fortaleció en la fe…

 

La noche de la Resurrección

Pronto vi el sepulcro del Señor; todo estaba tranquilo alrededor; había seis o siete guardias de pie, o sentados. Casio esta siempre en contemplación. El santo Cuerpo, envuelto en la mortaja y rodeado de luz, reposaba entre los ángeles que yo había visto constantemente en adoración a la cabeza y a los pies del Salvador, desde que se le puso en el sepulcro. Esos ángeles parecían sacerdotes; su postura y sus brazos cruzados sobre el pecho me recordaban los querubines del Arca de la Alianza, mas no les vi las alas. El Santo Sepulcro, todo entero, me recordó muchas veces el Arca de la Alianza en diversas épocas de su historia. Quizás la luz y la presencia de los ángeles eran visibles para Casio, pues estaba en contemplación delante de la puerta del sepulcro como quien adora al Santísimo Sacramento.

Vi el alma del Señor, acompañada de las almas de los Patriarcas, entrar en el sepulcro por medio del peñasco, y mostrarles todas las heridas de su sagrado Cuerpo, La mortaja se abrió, y el cuerpo apareció cubierto de llagas; era lo mismo que si la Divinidad que habitaba en él hubiese mostrado a esas almas de un modo misterioso toda la extensión de su martirio. Me pareció transparente, y se podía ver hasta el fondo de sus heridas. Las almas estaban llenas de respeto mezclado de terror y de viva compasión.

En seguida tuve una visión misteriosa, que no puedo explicar ni contar bien claramente. Me pareció que el alma de Jesús, sin estar todavía completamente unida a su cuerpo, salía del sepulcro en Él y con Él ; me pareció ver a los dos ángeles que adoraban a las extremidades del sepulcro, levantar el sagrado cuerpo desnudo, cubierto de heridas, y subir hasta el cielo de en medio de la roca que se conmovía; Jesús parecía presentar su cuerpo lacerado delante del Trono de su Padre celestial, en medio de los coros innumerables de ángeles prosternados: quizás así como las almas de los profetas entraron momentáneamente en sus cuerpos, después de la muerte de Jesús, sin volver a la vida en realidad, pues se separaron de nuevo sin el menor esfuerzo.

En ese momento hubo una conmoción en la peña: cuatro de los guardias habían ido por algo a la ciudad; los otros tres cayeron casi sin conocimiento.

Atribuyeron eso a un temblor de tierra. Casio estaba conmovido, pues veía algo de lo que pasaba, aunque no era claro para él. Pero se quedó en su sitio esperando lo que iba a suceder. Mientras tanto, los soldados ausentes volvieron.

Vi de nuevo a las santas mujeres, que habían acabado de preparar sus aromas y se habían retirado a sus celdas. Sin embargo, no se acostaron para dormir; sólo se reclinaron sobre los cobertores enrollados. Querían ir al sepulcro antes de amanecer, porque temían a los enemigos de Jesús; pero la Virgen, llena de nuevo valor desde que se le había aparecido su Hijo, las tranquilizó, diciéndoles que podían descansar y sin temor ir al sepulcro, que no les sucedería ningún mal. Entonces se permitieron un poco de reposo. Serían las once de la noche cuando la Virgen, llevada de amor y por un deseo irresistible, se levantó, se puso un manto pardo, y salió sola de la casa. Yo decía: "¿Cómo dejaran a esta Santa Madre, tan acabada, tan afligida, ir sola entre tanto peligro?" Fue a la casa de Caifás, al palacio de Pilatos, corrió todo el camino de la cruz por las calles desiertas, parándose en los sitios donde el Salvador había sufrido los mayores dolores o pésimos tratamientos. Parecía que buscaba un objeto perdido; con frecuencia se prosternaba en el suelo, tocaba las piedras o las besaba, como si hubiese habido sangre del Salvador. Estaba llena de amor inefable, y todos los sitios santificados se le aparecían luminosos. Yo la acompañé todo el camino, y sentí todo lo que Ella sintió, según la medida de mis fuerzas.

Fue así hasta el Calvario, y conforme se iba acercando, se paró de pronto. Vi a Jesús con su sagrado cuerpo aparecerse delante de la Virgen, precedido de un ángel, teniendo a ambos lados a los dos ángeles del sepulcro, y seguido de una multitud de almas libertadas. El cuerpo de Jesús estaba resplandeciente; yo no veía en Él ningún movimiento; pero salió de Él una voz que anunció a su Madre lo que había hecho en el limbo, y le dijo que iba a resucitar y a venir a ella con su cuerpo transfigurado, que debía esperarle cerca de la piedra donde se había caído en el Calvario.

La aparición se dirigió del lado de la ciudad, y la Virgen se fue a arrodillar al sitio que le había sido designado. Podía ser media noche, porque la Virgen había estado mucho tiempo en el camino de la cruz. Vi al Salvador con su escolta celestial seguir el mismo camino: todo el suplicio de Jesús fue mostrado a las almas con las menores circunstancias. Los ángeles recogían todas las partes de su sustancia sagrada que le habían sido arrancadas del cuerpo.

Me pareció después que el cuerpo del Señor reposaba otra vez en el sepulcro, y que los ángeles le restituían de un modo misterioso todo lo que los verdugos y los instrumentos del suplicio le habían arrancado. Lo vi otra vez resplandeciente en su mortaja, con los dos ángeles en adoración a la cabeza y a los pies. No puedo expresar como sucedió todo eso, pues no lo alcanza nuestra razón: además, lo que me parece claro e inteligible cuando lo veo, se vuelve oscuro cuando quiero expresarlo con palabras.

Cuando el cielo comenzó a relucir al Oriente, vi a Magdalena, María, hija de Cleofás, Juana Chusa y Salomé, salir del Cenáculo envueltas en sus mantos. Llevaban aromas, y una de ellas una luz encendida, pero oculta debajo de sus vestidos. Las vi dirigirse tímidamente hacia la puerta de José de Arimatea.

 

Resurrección del Señor

Vi como una gloria resplandeciente entre dos ángeles vestidos de guerreros: era el alma de Jesús que, penetrando por la roca, vino a unirse con su cuerpo Santísimo. Vi los miembros moverse, y el cuerpo del Señor, unido con su alma y con su divinidad, salir de su mortaja, radiante de luz.

Me pareció que en el mismo instante una forma monstruosa salió de la tierra, de debajo de la peña. Tenía cola de serpiente, cabeza de dragón, que levantaba contra Jesús; me parece que además tenía cabeza humana. Vi en la mano del Salvador resucitado una bandera flotante. Pisó la cabeza del dragón, y pegó tres golpes en la cola con su palo: después el monstruo desapareció.

He visto con frecuencia esta visión en la Resurrección, y he visto una serpiente igual, que parecía emboscada, en la concepción de Jesús. Me recordó la serpiente del paraíso; todavía era más horrorosa. Pienso que esto se refiere a la profecía: "El Hijo de la Mujer quebrantara la cabeza de la serpiente". Todo eso me parecía un símbolo de la victoria sobre la muerte; pues cuando vi al Señor romper la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.

Jesús, resplandeciente, se elevó por medio de la peña. La tierra tembló: un ángel parecido a un guerrero se precipitó del cielo al sepulcro sobre ella. Los soldados cayeron como muertos, y estaban tendidos en el suelo sin dar señales de vida. Casio, viendo la luz brillar en el sepulcro, se acercó, toco los lienzos solos, y se retiró con la intención de anunciar a Pilatos lo sucedido. Sin embargo, esperó un poco, porque había sentido el terremoto, y había visto al ángel echar la piedra a un lado y el sepulcro vacío, mas no había visto a Jesús.

En el momento en que el ángel entró en el sepulcro y la tierra tembló, el Salvador resucitado se apareció a su madre en el Calvario. Estaba hermoso y radiante. Su vestido, parecido a un manto, flotaba tras de Sí, y parecía de un blanco azulado, como el humo visto al sol. Sus heridas estaban resplandecientes; se podía meter el dedo en las aberturas de las manos: salían rayos de la palma de la mano a la punta de los dedos. Las almas de los patriarcas se inclinaron ante la Madre de Jesús. El Salvador mostró sus heridas a su Madre que se prosterno para besar sus pies; mas Él la levantó, y desapareció. Se veían relucir faroles a lo lejos, cerca del sepulcro, y el horizonte se esclarecía al Oriente encima de Jerusalén.


domingo, 21 de abril de 2019

Revelaciones de Catalina Emmerick sobre la Resurrección de Jesús



La noche antes de la Resurrección


Cuando se acabó el sábado, Juan vino con las santas mujeres, lloró con ellas, y las consoló. Se fue poco después; entonces Pedro y Santiago el Menor vinieron a verlas con la misma intención, pero estuvieron poco con ellas. Las santas mujeres; mostraron otra vez su dolor envolviéndose en sus mantos y sentándose en la ceniza.

Mientras la Virgen Santísima oraba interiormente, llena de un ardiente deseo de ver a Jesús, un ángel vino a decirla que fuera a la pequeña puerta de Nicodemo, porque el Señor estaba cerca. El corazón de María se inundó de gozo: se envolvió en su manto y dejo a las santas mujeres sin decir a nadie nada. La vi ir de prisa a la puerta pequeña de la ciudad por donde había entrado con sus compañeras al volver del sepulcro.

Podían ser las nueve de la noche: la Virgen se acercaba a pasos precipitados hacia la puerta, cuando la vi pararse en un sitio solitario. Miró a lo alto de la muralla de la ciudad, y el alma del Salvador resplandeciente bajó hasta María, acompañada de una multitud de almas de Patriarcas. Jesús, volviéndose hacia ellos, y mostrando a la Virgen, dijo: “María, mi Madre”. Pareció que la abrazaba, y desapareció. La Virgen se arrodilló y beso la tierra en el sitio donde había aparecido. Sus rodillas y sus pies quedaron impresos sobre la piedra, y se volvió llena de un consuelo inefable a las santas mujeres que encontró ocupadas en preparar ungüentos y aromas. No les dijo lo que había visto, pero sus fuerzas se habían renovado; consoló a las otras, y las fortaleció en la fe.

Cuando María volvió, vi a las santas mujeres cerca de una mesa larga cubierta con un paño que llegaba al suelo. Encima había muchos manojos de hierbas que ellas arreglaban, mezclándolas; tenían botes de bálsamo y agua de nardo, y además flores frescas, entre las cuales había, me parece, una iris rayada y una azucena. Mientras la ausencia de la Virgen, Magdalena, María de Cleofás, Salomé, Juana y María Salomé, habían ido a comprar todo esto a la ciudad. Al día siguiente querían cubrir con ello el cuerpo del Salvador.


La Noche de la Resurrección

Pronto vi el sepulcro del Señor; todo estaba tranquilo alrededor; había seis o siete guardias de pie, o sentados. Casio está siempre en contemplación. El santo Cuerpo, envuelto en la mortaja y rodeado de luz, reposaba entre los ángeles que yo había visto constantemente en adoración a la cabeza y a los pies del Salvador, desde que se le puso en el sepulcro. Esos ángeles parecían sacerdotes; su propia postura y sus brazos cruzados sobre el pecho me recordaban los querubines del Arca de la Alianza, más no les vi las alas. El Santo Sepulcro, todo entero, me recordó muchas veces el Arca de la Alianza en diversas épocas de su historia. Quizás la luz y la presencia de los ángeles eran visibles para Casio, pues estaba en contemplación delante de la puerta del sepulcro como quien adora al Santísimo Sacramento.

Vi el alma del Señor, acompañada de las almas de los Patriarcas, entrar en el sepulcro por medio del peñasco, y mostrarles todas las heridas de su sagrado Cuerpo. La mortaja se abrió, y el cuerpo apareció cubierto de llagas; era lo mismo que su la Divinidad que habitaba en él hubiese mostrado a esas almas de un modo misterioso toda la extensión de su martirio. Me pareció transparente, y se podía ver hasta el fondo de sus heridas. Las almas estaban llenas de respeto mezclado de terror y de viva compasión.

En seguida tuve una visión misteriosa, que no puedo explicar ni contar bien claramente. Me pareció que el alma de Jesús, sin estar todavía completamente unida a su cuerpo, salía del sepulcro en Él y con Él; me pareció ver a los dos ángeles que adoraban a las extremidades del sepulcro, levantar el sagrado cuerpo desnudo, cubierto de heridas, y subir hasta el cielo de en medio de la roca que se conmovía; Jesús parecía presentar su cuerpo lacerado delante del Trono de su Padre celestial, en medio de los coros innumerables de ángeles prosternados: quizás así como las almas de los profetas entraron momentáneamente en sus cuerpos, después de la muerte de Jesús, sin volver a la vida en realidad, pues se separaron de nuevo sin el menor esfuerzo.

En ese momento hubo una conmoción en la peña: cuatro de los guardias habían ido por algo a la ciudad; los otros tres cayeron casi sin conocimiento. Atribuyeron eso a un temblor de tierra. Casi estaba conmovido, pues veía algo de lo que pasaba, aunque no era claro para él. Pero se quedó en su sitio esperando lo que iba a suceder. Mientras tanto, los soldados ausentes volvieron.

Vi de nuevo a las santas mujeres, que habían acabado de preparar sus aromas y se habían retirado a sus celdas. Sin embargo, no se acostaron para dormir sólo se reclinaron sobre los cobertores enrollados. Querían ir al sepulcro antes de amanecer, porque temían a los enemigos de Jesús; pero la Virgen, llena de nuevo valor desde que se le había aparecido su Hijo, las tranquilizó, diciéndoles que podían descansar y sin temor ir al sepulcro, que no les sucedería ningún mal. Entonces se permitieron un poco de reposo. Serían las once de la noche cuando la Virgen, llevada de amor y por un deseo irresistible, se levantó, se puso un manto pardo, y salió sola de la casa. Yo decía: "¿Cómo dejaran a esta Santa Madre, tan acabada, tan afligida, ir sola entre tanto peligro?" Fue a la casa de Caifás, al palacio de Pilatos, corrió todo el camino de la cruz por las calles desiertas, parándose en los sitios donde el Salvador había sufrido los mayores dolores o pésimos tratamientos. Parecía que buscaba un objeto perdido; con frecuencia se prosternaba en el suelo, tocaba las piedras o las besaba, como si hubiese habido sangre del Salvador. Estaba llena de amor inefable, y todos los sitios santificados se le aparecían luminosos. Yo la acompañé todo el camino, y sentí todo lo que Ella sintió, según la medida de mis fuerzas.

Fue así hasta el Calvario, y conforme se iba acercando, se paró de pronto. Vi a Jesús con su sagrado cuerpo aparecerse delante de la Virgen, precedido de un ángel, teniendo a ambos lados a los dos ángeles del sepulcro, y seguido de una multitud de almas libertadas. El cuerpo de Jesús estaba resplandeciente; yo no veía en Él ningún movimiento; pero salió de Él una voz que anunció a su Madre lo que había hecho en el limbo, y le dijo que iba a resucitar y a venir a ella con su cuerpo transfigurado, que debía esperarle cerca de la piedra donde se había caído en el Calvario.

La aparición se dirigió del lado de la ciudad, y la Virgen se fue a arrodillar al sitio que le había sido designado. Podía ser media noche, porque la Virgen había estado mucho tiempo en el camino de la cruz. Vi al Salvador con su escolta celestial seguir el mismo camino: todo el suplicio de Jesús fue mostrado a las almas con las menores circunstancias. Los ángeles recogían todas las partes de su sustancia sagrada que le habían sido arrancadas del cuerpo.

Me pareció después que el cuerpo del Señor reposaba otra vez en el sepulcro, y que los ángeles le restituían de un modo misterioso todo lo que los verdugos y los instrumentos del suplicio le habían arrancado. Lo vi otra vez resplandeciente en su mortaja, con los dos ángeles en adoración a la cabeza y a los pies. No puedo expresar como sucedió todo eso, pues no lo alcanza nuestra razón: además, lo que me parece claro e inteligible cuando lo veo, se vuelve oscuro cuando quiero expresarlo con palabras.

Cuando el cielo comenzó a relucir al Oriente, vi a Magdalena, María, hija de Cleofás, Juana Chusa y Salomé, salir del Cenáculo envueltas en sus mantos.

Llevaban aromas, y una de ellas una luz encendida, pero oculta debajo de sus vestidos. Las vi dirigirse tímidamente hacia la puerta de José de Arimatea.


Resurrección del Señor

Vi como una gloria resplandeciente entre dos ángeles vestidos de guerreros: era el alma de Jesús que, penetrando por la roca, vino a unirse con su cuerpo Santísimo. Vi los miembros moverse, y el cuerpo del Señor, unido con su alma y con su divinidad, salir de su mortaja, radiante de luz.

Me pareció que en el mismo instante una forma monstruosa salió de la tierra, de debajo de la peña. Tenía cola de serpiente, cabeza de dragón, que levantaba contra Jesús; me parece que además tenía cabeza humana. Vi en la mano del Salvador resucitado una bandera flotante. Pisó la cabeza del dragón, y pegó tres golpes en la cola con su palo: después el monstruo desapareció.

He visto con frecuencia esta visión en la Resurrección, y he visto una serpiente igual, que parecía emboscada, en la concepción de Jesús. Me recordó la serpiente del paraíso; todavía era más horrorosa. Pienso que esto se refiere a la profecía: "El Hijo de la Mujer quebrantara la cabeza de la serpiente". Todo eso me parecía un símbolo de la victoria sobre la muerte; pues cuando vi al Señor romper la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.

Jesús, resplandeciente, se elevó por medio de la peña. La tierra tembló: un ángel parecido a un guerrero se precipitó del cielo al sepulcro sobre ella. Los soldados cayeron como muertos, y estaban tendidos en el suelo sin dar señales de vida. Casio, viendo la luz brillar en el sepulcro, se acercó, toco los lienzos solos, y se retiró con la intención de anunciar a Pilatos lo sucedido. Sin embargo, esperó un poco, porque había sentido el terremoto, y había visto al ángel echar la piedra a un lado y el sepulcro vacío, mas no había visto a Jesús.

En el momento en que el ángel entró en el sepulcro y la tierra tembló, el Salvador resucitado se apareció a su madre en el Calvario. Estaba hermoso y radiante. Su vestido, parecido a un manto, flotaba tras de Sí, y parecía de un blanco azulado, como el humo visto al sol. Sus heridas estaban resplandecientes; se podía meter el dedo en las aberturas de las manos: salían rayos de la palma de la mano a la punta de los dedos. Las almas de los patriarcas se inclinaron ante la Madre de Jesús. El Salvador mostró sus heridas a su Madre que se prosterno para besar sus pies; mas Él la levantó, y desapareció. Se veían relucir faroles a lo lejos, cerca del sepulcro, y el horizonte se esclarecía al Oriente encima de Jerusalén.


Las santas mujeres en el sepulcro

Las santas mujeres estaban cerca de la pequeña puerta cuando nuestro Señor resucitó; pero no vieron nada de los prodigios que habían sucedido en el sepulcro. Tampoco sabían que habían puesto guardia, porque no estuvieron la víspera, a causa del sábado. Se preguntaban entre sí con inquietud: "¿Quién nos levantará la piedra de la entrada?" Querían echar agua de nardo y aceite odorífero sobre el cuerpo de Jesús, con aromas y flores: querían ofrecer al Señor lo más precioso que habían podido encontrar para honrar su sepultura. La que había llevado más cosas era Salomé. No era la madre de Juan, sino una mujer rica de Jerusalén, parienta de San José. Resolvieron poner sus aromas sobre la piedra, y esperar que algún discípulo viniera a levantarla.

Los guardias estaban tendidos en el suelo como atacados de una apoplejía: la piedra estaba echada a la derecha, de modo que se podía abrir la puerta sin dificultad. Los lienzos que habían servido para envolver el cuerpo de Jesús estaban sobre el sepulcro. La grande sábana estaba en su sitio, pero con los aromas sólo: las vendas estaban sobre el borde anterior del sepulcro. Los paños con que María había envuelto la cabeza de su Hijo, en el mismo sitio.

Vi a las santas mujeres acercarse al huerto: cuando vieron los faroles y los soldados tendidos alrededor del sepulcro, tuvieron miedo, y se alejaron un poco. Pero Magdalena, sin pensar en el peligro, entró precipitadamente en el huerto, y Salomé la siguió a cierta distancia; las otras dos, menos resueltas, se quedaron a la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, tuvo miedo, y se volvió con Salomé; y las dos juntas, pasando entre los soldados tendidos en el suelo, entraron en la gruta del sepulcro. Vieron la piedra quitada; pero las puertas estaban cerradas. Magdalena las abrió llena de emoción, y vio apartados los lienzos. El sepulcro estaba resplandeciente, y un ángel estaba sentado a la derecha sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del ángel; mas salió perturbada del huerto, y corrió rápidamente adonde estaban reunidos los discípulos. No sé tampoco si el ángel hablo a María Salomé, que se había quedado a la entrada del sepulcro: la vi salir muy de prisa del huerto detrás de Magdalena, y reunirse a las otras dos mujeres, anunciándoles lo que había sucedido. Se llenaron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no se atrevieron a entrar en el huerto. Casio, que había esperado un rato alrededor, pensando quizás ver a Jesús, fue a contarlo todo a Pilatos. Al salir, dijo a las santas mujeres todo lo que había visto, y las exhortó a que fueran a asegurarse por sus propios ojos. Ellas se animaron, y entraron en el huerto. Estando en la entrada del sepulcro, vieron dos ángeles vestidos de blanco con trajes sacerdotales. Las mujeres se asustaron; y cubriéndose los ojos con las manos, se prosternaron hasta el suelo. Pero un ángel les dijo que no tuvieran miedo; que no buscaran al Crucificado, porque había resucitado y estaba lleno de vida. Les enseñó el sitio vacío, les mando que dijeran a los discípulos lo que habían visto y oído; añadiendo que Jesús les precedería en Galilea, y que  debían acordarse de sus palabras: "El Hijo del hombre será entregado a las manos de los pecadores; lo crucificarán, y resucitará al tercer día". Entonces los ángeles desaparecieron. Las santas mujeres, temblando, pero llenas de gozo, se volvieron hacia la ciudad: iban conmovidas; no se apresuraban, y se paraban de cuando en cuando para mirar si veían al Señor o si Magdalena volvía.

Mientras tanto, Magdalena llegó al Cenáculo; estaba como fuera de sí, y llamó con fuerza a la puerta. Algunos discípulos estaban todavía acostados durmiendo; otros se hallaban levantados. Pedro y Juan abrieron. Magdalena les dijo desde afuera: "Han sacado al Señor del sepulcro; no sabemos adónde le han puesto". Después de estas palabras, se volvió corriendo al huerto. Pedro y Juan entraron en la casa, y dijeron algunas palabras a los otros discípulos; después la siguieron corriendo: Juan más de prisa que Pedro. Magdalena entró en el huerto, y se dirigió al sepulcro, conmovida de cansancio y de dolor. Estaba cubierta de rocío; su manto habíase desprendido de la cabeza y de los hombros, y sus largos cabellos se veían descubiertos y flotantes. Como estaba sola, no se atrevió a bajar a la gruta, y se paró un instante a la entrada. Se arrodilló para mirar dentro del sepulcro por entre las puertas, y al echar atrás sus cabellos, que le caían sobre la cara, vio dos ángeles vestidos de blanco sentados a las extremidades del sepulcro, y oyó la voz de uno de ellos que decía: "Mujer, por qué lloras?" Ella gritó en medio de su dolor (pues no veía más que una cosa, no tenía más que un pensamiento, a saber: que el cuerpo de Jesús no estaba allí: "Se han llevado a mi Señor, y no sé a dónde lo han puesto". Después de estas palabras, viendo el sepulcro vacío, se salió, y se puso a buscar acá y allá Le pareció que iba a encontrar a Jesús: presentía confusamente que estaba cerca de ella, y la aparición de los ángeles no podía distraerla: diríase que no veía que eran ángeles, y no podía pensar más que en Jesús. "¡Jesús no está allí! ¿A dónde está Jesús?" La vi errante de un lado a otro como una persona extraviada en su camino. El cabello le caía por ambos lados sobre la cara. Una vez tomó todo el pelo con las manos, y después lo partió en dos, echándolo atrás. Entonces, mirando a su alrededor, vio a diez pasos del sepulcro, al Oriente, en el sitio donde el huerto sube en dirección a la ciudad, aparecer una figura vestida de blanco entre los arbustos, a la luz del crepúsculo, y corriendo de ese lado, oyó estas palabras: "Mujer, ¿por qué lloras?" Ella creyó que era el hortelano; y, en efecto, el que la hablaba tenía una azada en la mano, y sobre la cabeza un sombrero ancho, que parecía hecho de corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al obrero de la parábola que Jesús había contado a las santas mujeres en Betania poco antes de su Pasión. No estaba resplandeciente de luz; pero se parecía a un hombre vestido de blanco, visto a la luz del crepúsculo. A estas palabras: "¿A quién buscas?" Ella respondió: "Si tú lo has tomado, dime donde está, y yo iré por Él". Y en seguida se puso a mirar en derredor. Entonces Jesús le dijo con el timbre habitual de su voz: "¡María!" Ella conoció el acento, y, olvidando la crucifixión, muerte y sepultura, le dijo como otras veces: ¡Rabboni! (Maestro)". Se puso de rodillas, y extendió los brazos a los pies de Jesús. Más el Salvador, deteniéndola, le dijo: "¡No me toques, pues aún no he subido hacia mi Padre! Vete a decir a mis hermanos que subo hacia mi Padre y el suyo, hacia mi Dios y el suyo". Y  desapareció.

Supe por qué Jesús había dicho: "¡No me toques!"; pero no me acuerdo bien distintamente. Yo pienso que hablo así a causa de la impetuosidad de Magdalena, demasiado absorta en el pensamiento de que vivía de la misma vida que antes, y creía que todo estaba como antes. En cuanto a las palabras de Jesús: "Todavía no he subido hacia mi Padre", me fue explicado que no se había presentado aún a su Padre después de su Resurrección, y que todavía no le había dado gracias por su victoria sobre la muerte y por la obra cumplida de la Redención. Fue lo mismo que decir que las primicias de la alegría pertenecían a Dios; que ella debía primero volver en sí y dar gracias a Dios por el cumplimiento del misterio de la Redención, pues había querido besar sus pies como antes; no se acordó más que de su amado, y olvidaba con la violencia de su amor el milagro que tenía ante sus ojos. Magdalena, después de la resurrección del Señor, se levantó de prisa, y, como si hubiese visto un sueño, corrió otra vez al sepulcro. Vio sentados a los dos ángeles, que le dijeron lo que habían dicho a las otras dos mujeres sobre la resurrección de Jesús. Entonces, segura del milagro y de lo que había visto, busco a sus compañeras, y las encontró en el camino que conduce al Gólgota. Ellas andaban errantes, llenas de temor, esperando la vuelta de Magdalena, y con vaga esperanza de encontrar a Jesús en alguna parte. Toda esta escena no duró más que dos minutos. Podían ser las tres y media de la mañana cuando el Señor se le apareció, y apenas salía del huerto cuando Juan entraba, y después Pedro. Juan se paró a la entrada del sepulcro; miro por la puerta entreabierta y vio el sepulcro vacío. Pedro llego entonces, y bajo a la gruta, adonde vio los lienzos doblados, como se ha dicho. Juan lo siguió; y a esta vista creyó en la Resurrección. Lo que Jesús les había dicho, lo que estaba en las Escrituras, veíanlo claro: y hasta entonces no lo habían comprendido. Pedro tomo los lienzos bajo su capa, y se volvieron corriendo.

Yo he visto el sepulcro con ellos y con Magdalena, y siempre he visto los dos ángeles sentados a la cabeza y a los pies, como en todo el tiempo que Jesús estuvo en el sepulcro. Me parece que Pedro no los vio. Más tarde vi a Juan decir a los discípulos de Emaús, que mirando desde arriba, había visto un ángel. Quizás el espanto que le causo esta visión fue causa de que dejase a Pedro pasar adelante, y quizás no habla de ello en el Evangelio por humildad, por no decir que había visto más que Pedro.

Entonces vi a los guardias levantarse y recoger sus picas y sus faroles. Estaban aterrados: salieron pronto del huerto, y llegaron presto a la puerta de la ciudad. Mientras tanto Magdalena se juntó con las santas mujeres, y les contó que había visto al Señor en el huerto, y después a los ángeles. Sus compañeras le respondieron que ellas también habían visto a los ángeles. Entonces Magdalena corrió a Jerusalén, y las mujeres se volvieron al huerto, pensando, sin duda, encontrar a los dos apóstoles. Al acercarse, Jesús se les apareció, vestido de blanco, y les dijo: "Yo os saludo". Ellas se echaron a sus pies, mas Él les dijo algunas palabras, y parecía indicarles algo con la mano, y desapareció. Entonces corrieron al Cenáculo, y contaron a los discípulos que habían visto al Señor. Estos no querían creer ni a ellas ni a Magdalena, y calificaron cuanto les decían de sueños de mujeres, hasta la vuelta de Pedro y de Juan.

Al volverse Juan y Pedro, encontraron a Santiago el Menor y a Tadeo, que los habían seguido, y estaban muy conmovidos, pues el Señor se les había aparecido cerca del Cenáculo. Yo había visto a Jesús pasar delante de Pedro y de Juan, y me parece que Pedro lo vio, pues me pareció haber sentido un terror súbito. No sé si Juan lo conocería.


Relación de los guardias del sepulcro

Casio fue a ver a Pilatos una hora después de la Resurrección. El gobernador romano estaba aún acostado, y mando entrar a Casio. Le contó con grande emoción todo lo que había visto: le habló de la conmoción de la peña, de la piedra alzada por un ángel, y de los lienzos allí aislados en que Jesús fuera envuelto; añadió que Jesús era ciertamente el Mesías, el Hijo de Dios, y que había resucitado verdaderamente. Pilatos escuchó esta relación con terror secreto; pero, sin demostrarlo, dijo a Casio: "Tú eres un supersticioso; has hecho una necedad en ponerte cerca del sepulcro del Galileo; sus dioses se han apoderado de ti, y te han hecho ver todas esas visiones fantásticas: te aconsejo que no cuentes eso a los príncipes de los sacerdotes, porque podría costarte caro". Hizo como si creyera que el cuerpo de Jesús había sido escondido por los discípulos, y que los guardias contarían la cosa de otro modo, sea por excusarse de su negligencia, o ya por haberse dejado engañar con hechizos. Habiendo hablado así, Casio salió, y Pilatos fue a sacrificar a sus dioses.

Presto vinieron cuatro soldados a hacer la misma relación a Pilatos; más no se explicó con ellos, y los mando a Caifás. Vi parte de la guardia en un gran patio cerca del templo, donde se habían juntado muchos judíos ancianos. Después de algunas deliberaciones, tomaron a los soldados uno por uno, y a tuerza de dinero o de amenazas, los forzaron a que dijeran que los discípulos se habían llevado el cuerpo de Jesús mientras dormían. Los soldados respondieron que sus compañeros, que habían ido a casa de Pilatos, podrían desmentirlos, y los fariseos les prometieron que lo compondrían todo con el gobernador. Más cuando los cuatro guardias llegaron, no quisieron negar lo que habían dicho en casa de Pilatos. Se había extendido la voz de que José de Arimatea había salido milagrosamente de la prisión: y como los fariseos daban a entender que esos soldados habían sido sobornados para dejar llevar el cuerpo de Jesús, éstos respondieron que ni ellos podían presentar su cuerpo, ni los guardias de la prisión podían presentar a José de Arimatea. Perseveraron en lo que habían dicho, y hablaron tan libremente del juicio inicuo de la antevíspera y del modo como se había interrumpido la Pascua, que los pusieron en la cárcel. Los otros esparcieron la voz de que los discípulos se habían llevado el cuerpo de Jesús, y este embuste fue extendido por los fariseos, los saduceos y los herodianos, y divulgado por todas las sinagogas, acompañándolo de injurias contra Jesús.

Sin embargo, la intriga no tuvo efecto generalmente, pues después de la resurrección de Jesús, muchos justos de la ley antigua se aparecieron a multitud de sus descendientes que eran capaces de recibir la gracia, y los excitaron a que se convirtiesen a Jesús. Muchos discípulos, dispersados por el país y atemorizados, vieron también apariciones semejantes, que los consolaron y los confirmaron en la fe.

La aparición de los muertos que salieron de sus sepulcros después de la muerte de Jesús, no se parecía en nada a la resurrección del Señor. Jesús resucitó con su cuerpo renovado y glorificado, que no estaba sujeto a la muerte, y con el cual subió al Cielo en presencia de sus amigos. Mas esos cuerpos que habían salido del sepulcro eran cadáveres sin movimiento, dados por vestido a las almas que de ellos se cubrieran, para volverlos a dejar en la tierra hasta que resuciten, como nosotros todos, el día del juicio. Estaban menos resucitados que Lázaro, que vivió realmente y murió por segunda vez.


Visiones y revelaciones de la Ven. Ana Catalina Emmerick Tomo XI – Ed. Surgite176-184.



Nacionalismo Católico San Juan Bautista










viernes, 28 de diciembre de 2018

La matanza de los inocentes - Ana Catalina Emmerick




     Se apareció un Ángel a María y le hizo conocer la matanza de los niños inocentes por el rey Herodes. María y José se afligieron mucho y el Niño Jesús, que tenía entonces un año y medio, lloró todo el día. He sabido lo siguiente: Como no volvieron los Reyes Magos a Jerusalén, y estando Herodes ocupado en algunos asuntos de familia, sus temores se habían calmado un tanto; pero cuando regresó la Sagrada Familia a Nazaret y oyó las cosas que habían acontecido en el templo y las predicciones de Simeón y de Ana en la ceremonia de la Presentación en el templo, aumentaron sus temores y angustias. Mandó soldados que con diversos pretextos debían guardar los lugares alrededor de Jerusalén, a Gilgal, a Belén hasta Hebrón, y ordenó hacer un censo de los niños. Los soldados ocuparon esos lugares durante nueve meses, mientras Herodes se hallaba en Roma. Después de su vuelta se produjo la degollación de los inocentes. Juan tenía entonces dos años, y había estado escondido en casa de sus padres antes que Herodes diera la orden para que las madres se presentaran con sus hijos de dos años o menos ante las autoridades locales. Isabel, advertida por un ángel, volvió a huir al desierto con el niño Juan. Jesús tenía entonces año y medio.


     La matanza tuvo lugar en siete sitios diferentes. Se ¿había engañado a las madres, prometiéndoles premios a su fecundidad; por eso ellas se presentaban a las autoridades vistiendo a sus criaturas con los mejores trajecitos. Los hombres eran previamente alejados de las madres. Los niños, separados de sus madres, fueron degollados en patios cerrados y luego amontonados y enterrados en fosos.


     Hoy, al mediodía, vi a las madres con sus niños de dos años o menos acudir a Jerusalén, desde Hebrón, Belén y otro lugar donde Herodes había ordenado a sus soldados y funcionarios.


     Se dirigían a la ciudad en grupos diversos: algunas llevaban dos niños montados en asnos. Cuando llegaban eran conducidas a un gran edificio siendo despedidos los hombres que las habían acompañado. Las madres entraban alegremente, creyendo que iban a recibir regalos y gratificaciones en premio a su fecundidad. El edificio estaba un tanto aislado y bastante cerca del que  fue más tarde el palacio de Pílatos. Como se hallaba rodeado de muros, no se podía saber desde afuera lo que pasaba adentro.


     Parecía aquello un tribunal, pues vi unos pilares en el patio y bloques de piedra con cadenas colgantes. También vi árboles que se encorvaban y ataban juntos y luego, soltados rápidamente, despedazaban a los desgraciados a ellos atados. Todo el edificio era sombrío, de construcción maciza. El patio era casi tan grande como el cementerio que hay al lado de la iglesia parroquial de Dülmen. Se abría una puerta entre dos muros y se llegaba al patio, rodeado de construcciones por tres lados. Los edificios de derecha e izquierda eran de un solo piso y el del centro parecía una antigua sinagoga abandonada. Varias puertas daban al patio interno. Las madres eran llevadas a través del patio a edificios laterales, y allí encerradas. Parecía aquello una especie de hospital o posada. Cuando se vieron encerradas, tuvieron miedo y empezaron a llorar y a lamentarse. Pasaron la noche allí dentro.
Marzo 9. — Hoy, después de mediodía, vi el cuadro horrible de la matanza de los niños. El gran edificio posterior que cerraba el patio tenía dos pisos. El inferior era una sala grande, desprovista, parecida a una prisión, o a un cuerpo de guardia, y en el piso superior había ventanas que daban al patio. Allí vi a algunas personas reunidas en un tribunal; delante de ellas había rollos sobre una mesa. Creo que Herodes estaría presente, pues vi a un hombre con manto rojo adornado de piel blanca, con pequeñas colas negras. Estaba rodeado de los demás y miraba por la ventana de la sala que daba al patio. Las madres eran llamadas una a una para ser llevadas desde los edificios laterales hasta la sala inferior grande del cuerpo que estaba detrás.


     Al entrar, los soldados les quitaban los niños, llevándolos al patio, donde unos veinte hombres los mataban atravesándoles la garganta y el corazón con espadas y picas. Había niños aún fajados, a los cuales amamantaban sus madres, y otros que usaban ya vestiditos. No se ocuparon de desvestirlos, sino que tal como venían los tomaban del bracito o del pie y los arrojaban al montón. El espectáculo era de lo más horrible que puede imaginarse.


     Entre tanto las madres eran amontonadas en la sala grande, y cuando vieron lo que hacían con sus niños, lanzaban gritos desgarradores, mesándose los cabellos y echándose en brazos unas de otras. Al fin se encontraron tan apretadas que apenas podían moverse. Me parece que la matanza duró hasta la noche.


     Los niños fueron echados más tarde en una fosa común, abierta en el mismo patio. Me fue dicho el número de ellos, pero ya no me acuerdo. Creo que había setecientos, más una cifra donde había un siete o diez y siete. Cuando vi este cuadro horrible no sabía dónde estaba ocurriendo eso, y me parecía que era aquí, donde estaba yo. A la noche siguiente vi a las madres sujetas con ligaduras y conducidas por los soldados a sus casas. El lugar de la matanza en Jerusalén fue el antiguo patio de las ejecuciones, a poca distancia del tribunal de Pilatos; pero en la época de éste había sufrido varios cambios. Cuando murió Jesús, vi que se abrió la fosa donde estaban los niños inocentes y que sus almas salieron de allí apareciéndose en diversos lugares.



Ana Catalina Emmerick – Visiones y Revelaciones completas – Tomo II. Ed Guadalupe Bs. As. 1952. Págs. 305-307


Agradecemos a Andrea P. el habernos enviado el material.

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