San Juan Bautista

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viernes, 18 de abril de 2014

“Mujer, he ahí a tu hijo” – Por Catalina SCJ

                                            
   Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, pues, viendo a la Madre, y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “he ahí a tu Madre”. Desde aquella hora la tomó el discípulo en su compañía” (Jn 19,25-27).

  El Señor se compadeció de sus criaturas porque las vio pobres y desamparadas de amor. Necesitados estaban los hijos de Eva de una buena madre y, mirando al cielo, dijo: “Padre mío, ved que desamparados se quedan en mi ausencia; sin embargo vos sabéis “que no es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2,18). Démosles por Madre a María, mi amantísima Madre, criatura excelsa, pues ella los conducirá por rectos caminos.”

  El Padre eterno escuchó complacido las hermosas palabras de Jesús. Y fijó sus divinos ojos en mí, que estaba arrodillada ante la cruz, sumida en triste desconsuelo. Entonces oí la palabra Mujer, y se sobrecogió mi alma porque Jesús normalmente me llamaba Madre, y sólo cuando quería dar un sentido universal a mi maternidad me llamaba Mujer.

  “Mujer he ahí a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “He ahí a tu Madre”. Así me confió por hijos a los hombres que Él tanto ama.

  Preparada fui por el Altísimo para ser la Madre del Unigénito hecho Hombre, y de esta santa maternidad le vienen a mi alma todas las perfecciones, gracias y dones. Aprendí la perfecta maternidad cuando desde mis entrañas Jesús, mi dulce Bien, mandaba instrucción a mi corazón y enseñaba a mi alma. A veces en coloquios dulcísimos me encontraba con Él, y mi amado Hijo se acercaba a “la fuente sellada” (Cant 4,12) y en mis oídos susurraba palabras divinas que ningún oído humano oyó jamás. Otras veces me sumía en el dolor y en la prueba, porque el consuelo que me proporcionaba su amor y la dulzura de sus palabras presto tornábanse en llanto, quebranto y amargura para el corazón, asentándose en mí todo el sufrimiento; y permitíalo Dios así para aquilatar mi espíritu y sublimar mi alma, pues duras habían de ser las pruebas por las que esta sierva de Dios había de pasar. 

  Acepté con amor todos los padecimientos, pues debía sentir sobre mi propia carne el dolor para conformar mi imagen a la de mi Señor Jesucristo.

  No fui crucificada ni recibí en mi cuerpo la dureza de los azotes, ni tuve en mi frente la corona de espinas. Pero creed que grandes en extremo fueron mis padecimientos interiores, y cada vez que Jesús recibía un azote, azotado se sentía todo mi ser; por eso debo decirte que no hubo mártires que sufrieran más que yo. Unida estuve a mi amado Hijo y todos sus sufrimientos los hacía míos; sabiendo, pues Él me lo enseñaba, que no hay dolor vano ni sufrimiento inútil, ya que a medida que se aceptan las pruebas se crece en gracia y se fortalece el espíritu. Ensanchándose fue mi corazón más y más, haciéndose a la medida del Corazón de Jesucristo, pues místicamente habitaba en Él formándose entre ambos un solo Corazón.

  Por esta gran misericordia que Dios tuvo conmigo, puedo ejercer con plenitud de amor esta maternidad que el Altísimo me había confiado. Esta maternidad, es una gracia más que el Señor aplicó a mi alma enriqueciéndome sobre- manera, pues es para mí gran privilegio amar, cuidar y proteger a los hombres, a quienes Jesús tanto ama y por los cuales dio su vida.

  Afanábase mi alma por agradar a Dios, mi espíritu volaba presto a su llamada. ¿Cómo no iba a amar con ternura de Madre a los hijos que Él me diera? ¿Cómo no cuidar y proteger a los que Él cuidaba? ¿Cómo no morir, si fuera menester, por aquellos por quienes Él moría?

  “Mujer me llamó la divina Providencia porque sobre ella recae el cuidado amoroso que Dios tiene sobre todo lo creado; por eso dijo Mujer, y no Madre, porque diciendo Mujer daba un sentido universal a esta maternidad. Soy, pues, por voluntad divina Madre de todos los hombres sin distinción de razas y credos.

  En mi cuerpo virginal creció un torrente de gracia llamado Jesús, Hijo del Padre por generación eterna e Hijo mío verdadero, pues de mi substancia se formó. Siendo su Corazón indiviso, no solo soy Madre de Jesús- Hombre, sino que también lo soy de Jesús- Dios.

  En mis entrañas virginales se encarnó la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Di cobijo, por tanto, en mi seno al Hombre Dios, a Jesús, el Verbo Humanado.

  Me pides un ejemplo para mejor comprender mis palabras. Pues voy a darte éste, que no es visible ni aparente ni puede tocarse, pero que comprenderás a través de la fe.

  Cuando recibes en tu corazón la Sagrada Eucaristía, no sólo recibes el cuerpo  sacrosanto de Jesús, sino que íntimamente unida a este don inefable, recibes su sangre, una sangre bombeada por un corazón vivo y palpitante. Ahora dime, ¿se puede dividir este Corazón? Es de fe que en la Sagrada Eucaristía se recibe el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo. ¿Quién podría decir dónde empieza lo humano y termina lo divino de Jesús?  No puede haber separación, ni siquiera por un instante, entre lo divino y lo humano. El Corazón de mi adorado Hijo Jesús, siendo humano, es también divino por el gran misterio de la unión Hipostática. Ninguna persona podría afirmar lo contrario, so pena de caer en el error.

   “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14), “tomó un cuerpo” (Heb 10,5) apropósito para cargar con los pecados de los hombres. Por ello sufrió, padeció y murió Jesús. Mas para redimir la culpa que el hombre cometió contra la divinidad, no basta con ser humano, habría de ser divino; sólo así podría restaurarse la armonía rota entre Dios y los hombres. Quedaba, pues, saldada la cuenta, pues Jesús padeció en su cuerpo como Hombre; pagó, amó y perdonó como sólo Dios sabe perdonar, infinita y superabundantemente.

  En mis entrañas virginales se produjo el gran milagro: por obra del Espíritu Santo Jesús acampó entre nosotros. Este Nardo purísimo que descendía del cielo, tomó carne de mis entrañas virginales. Durante nueve meses creció como un Pimpollo en la bajeza de ni seno. Soy, pues, Madre en cuanto a su cuerpo humano, pues de mí lo recibió. Jesús es, además, Hijo del Padre por generación eterna. Por el misterio de su unión Hipostática, indivisible es la humanidad de Jesús de su divinidad. De esta forma me viene dada la maternidad divina.

  Soy, por tanto, para gloria de Dios y regocijo de los hombres, no sólo la Madre de Jesús– Hombre, sino que lo soy también de Jesús- Dios. Por eso te he dicho que Jesús es de Corazón indiviso, que es tanto como decirte que es inseparable su humanidad de su divinidad.

  De esta maternidad divina les viene a los hombres el privilegio de ser hijos de Dios, no por generación eterna, como lo es Jesús, sino hijos por adopción. Engendrados a la vida de la gracia por el Bautismo, sois todos miembros de un mismo Cuerpo Místico, la Iglesia, cuya cabeza es Jesucristo.

  Esta santa maternidad que desde la cruz mi Hijo me legó es superior a cualquier otra maternidad, pues, ésta no nace de la carne ni de la sangre, que con el tiempo se quebranta y corrompe; ésta nace del Espíritu, porque viene dada por Dios como un regalo a los hombres; es eterna porque el Espíritu no muere, y es universal, porque se extiende a  los hombres de todos los tiempos.

  Bajo mi manto a todos doy cobijo. Yo amo maternalmente a la humanidad, e inclino mi oído a sus llamadas, Yo abro mi Corazón a cada hombre; pues, siendo muchos, abre de amarlos como si fueran uno solo. Cada hombre es un hijo predilecto de mi Corazón.

   Con ternura y maternal amor, me mandó nuestro Señor Jesucristo que amara a los hombres, y así los amo. Abrí mi corazón al que sufría; tendí mi palma al desvalido  y mis manos alargué  al indigente, igual que la madre terrena que, amando a todos sus hijos, se ve más inclinada por los pequeños, mermados, torpes  o estultos, pues son los que más necesitan de su amor, comprensión y ternura.

  ¡Madre dulcísima, en vos se complace mi alma! A vos confío mi prole. Pues si por una mujer llamada Eva entró el pecado en el mundo, justo es, Madre mía, que por vuestra intervención llegue la gracia y la salvación; y que, como segunda Eva, restituyáis a los hombres lo que perdieron por culpa de la primera Eva”.

Catalina

“Del libro María Puerta del Cielo” (Con licencias eclesiásticas)

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