San Juan Bautista

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sábado, 20 de junio de 2020

Canto al Hombre Nuevo (al Capitán Cornelio Zelea Codreanu)

El Escuadrón de la Muerte de la Guardia de Hierro



Canto del Hombre Nuevo
                                                                 
  al Capitán Cornelio Zelea Codreanu


Yo he visto a un Hombre Nuevo que surgía,
desde el tronco de una raza conocida.
Lo he visto surgiendo de los Cárpatos
como germinan los cedros y cipreses.
Desde la cumbre del Pionul, enarboló su mirada,
como un alba antigua de constelaciones celestes,
y abajo, el bosque, tembló ante sus ojos…
Y silbó como brisa, entre las hojas dolientes:
su voz de laúd, con afán peregrino.
Lo vi sosteniendo, entre sus manos de hierro,
un espléndido cuerno abundante;
y en su címbalo de oro,
recogía todos los sones del tiempo…
De pie lo vi, con un señorío admirable,
y reunía en su sangre:
una estirpe imperial con destino guerrero…
Del seno de una raza envejecida,
yo he visto surgir a un Hombre Nuevo.



Se alzó de retoño, entre los abetos y pinos,
que el bosque incaduco ofrecía en Dobrina,
y coronó su cabeza en los riscos más altos:
un haz carmesí de peonías…
Sobre su rostro se dibujaban en bronce,
todas las celdas padecidas.
Un nombre se leía en su frente:
Vacaresti.
¡Trágico preludio para la más hermosa sinfonía!
Y vi en sus sienes, resplandores
de once estrellas y una daga tenebrosa.
¡Primordial prisión donde fecundo,
el sufrimiento gesta su alborada!
Y vi una estrella que en su brillo,
aniquilaba a la daga traicionera;
y un silbido triunfal enardecido
se yergue marcha nupcial entre laureles:
¡pues el Halcón se desposó con la Justicia!
¡Inaugural prisión donde se inicia,
el ascenso al Monte del Calvario!
Y como allí, un dragón se sonreía,
ignorando la Divina paradoja:
¡San Miguel reclutaba ya su tropa,
allí, donde el mundo la escupía!



Y como retumbo palpitante
de enamorados corazones,
desde Iasi resonó, por las fibras de la Patria:
el canto viril de los soldados.
Bajaba de los montes al galope de caballos;
repicando en campanarios
de cascadas y de saltos;
para izarse en las praderas
como manto soberano;
y detenerse por fin en las estrellas,
custodiadas por los héroes
que lo habían suscitado.
¡Cómo incienso se elevaba hasta su origen,
la liturgia marcial del Salterio Legionario!



El Hombre que he visto,
tenía un soplo Divino
en su áurea morada,
con diademas incrustadas, de dolores profundos…
Y comenzó con su brazo derecho,
a sacar de su cuerno los frutos egregios
que su caridad y su renuncia,
hicieron brotar abundantes:
florecieron Juramentos perpetuos,
en un alba de Lirios sin mácula.
Y del dolor que purga con fuego
germinaron, entonces, los Nidos,
en escuela sacra de amor y de honor,
por Dios, por los Héroes y por toda la Patria.
De su cuerno subió la oración,
con aromas de victoria y de gracia.

“Oídme, Legionarios,
no es la carne la que vence
sino el alma postrada en los altares.
Estáis llamados a lo grande
y la Gloria cubrirá vuestras cabezas,
pero el triunfo se alcanza de rodillas.
Ligad para siempre vuestro espíritu
al de los muertos, que sangraron por vosotros.
Uníos al Dios de los ejércitos,
por la rectitud moral de vuestros actos,
sólo así espantaréis al enemigo…
¡Os saludo, Legionarios,
con mi brazo derecho firme y extendido,
mi corazón los acompaña en el combate!
¡En vosotros pienso, camaradas,
vislumbrando el día en que volvamos a reunirnos!”




Y calló su voz, de trueno enardecido.
Y junto a Él,
una Guardia Imperial de nuevos hombres,
custodia eternamente a San Miguel…




Yo lo vi como un rayo, entre campesinos antiguos,
quebrantar, con su espada la bruma
cuando la gélida lluvia
aposentaba el invierno en los montes…
Desde la vejez de la raza,
un Hombre Nuevo había surgido…
Los campesinos lo vieron
conquistar con su brazo seguro,
las praderas danubianas del sur.
Desplegó, entonces, su canción de promesa
en un himno ancestral encarnada;
para restaurar la nobleza negada,
a una raza, aún fiel a su herencia.


¡Señores del bosque!
¡Amos de la madera y la selva!
¡Milenarios Motz de tristeza!
¿Qué ecos evocan vuestras almas heridas?
Aquellos que el Héroe
acuña en su címbalo.
Los que el linaje forjaron, en lides pretéritas:
cuando Trajano fundía,
el acero y la sangre.

¡Nobles dueños del monte!
¡Majestuosos guardianes de oro!
¡Solemne sujeción de invasores!
¿Qué sones anhelan vuestros corazones cansados?

Aquellos que el Héroe
acuña en su címbalo.
El canto de Iancu, custodia sagrada.
El que entonaron, sublimes los cascos de Esteban,
cuando un Grial de amatista,
se elevó para siempre
sobre el Ara de toda Rumania.



Yo lo vi, pronunciando en silencio,
su extremo discurso postrero.
La tierra se embriagó con su sangre,
con su afán de martirio y de vuelo.
Y en la hora sacrificial de su muerte,
místicamente Cristo se hizo presente:
“Si es a mí, a quien buscáis,
dejad que los míos se vayan.”
Y se cerraron sus ojos de águila,
para abrirse por siempre en el Cielo.
Su sangre, que fluyó por Jilava,
en un vástago verde de olivo,
brotó de la tierra rumana.
Y de sus frutos volaron semillas
a fecundar este suelo argentino.


¡Yo vi, Capitán, a la Legión,
derramarse de su cuerno
más allá de Rumania!


Hoy, apostado en su estrella,
con la mirada en alto y empuñando sus armas,
contemplando este atardecer que se acaba,
como padre nos sostiene y nos dice:

“¡Combatid, mis soldados!
¡Combatid sin desánimo, que la Legión sigue en marcha!”

¡La Legión, Capitán, sigue viva,
en nuestros anhelos, nuestro ser y nuestras almas!
¡Su voz, es pendón y es bandera;
su martirio es el sello de nuestra esperanza!
¡Junto a usted, Capitán, avanzamos
sus hijos menores, que seguimos luchando!
¡Con usted, Capitán, batallamos
ansiando encontrar la mañana!
¡Y con usted, Capitán, nos inmolamos,
por Dios, por los Héroes y por toda la Patria!

Un camarada


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