San Juan Bautista

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viernes, 31 de mayo de 2019

ESI (Educación Sexual Integral): Aportes políticamente incorrectos - Antonio Caponnetto


      


La camisa planchada

Por Antonio Caponnetto


En la última concentración de la manada abortera, un artefacto conjeturablemente compatible con lo que antaño se llamaba señorita, entonaba –ubres nudas en ristre- un estribillo que decía: “mujer que se organiza/ no plancha la camisa”.



Algo críptico el sonsonete, si no se contextualiza, su doblaje prosaico vendría a significar que sólo organizada y alistada en el movimiento feminista, la costilla hembra del varón se liberará de todos los yugos domésticos; entre ellos, claro, el esclavizante planchado de la camisa.


  Sorprende en parte el lema elegido; por lo pronto si se piensa en que son mayoritariamente hombres los dóciles y atérmicos nipones que –bajados del Kawachi Maru u otros barcos análogos- vienen planchando las camisas de toda la ciudadanía argentina desde antes de 1930, en sus proverbiales tintorerías de barrio. Sin que una gota furtiva de sudor se les haya visto derramar jamás en señal de protesta. Ni siquiera durante el enero de 1957 que se tragó once víctimas fatales del calor.


Afables y monosilábicos estos orientales másculos alechugaron y almidonaron millones de camisas, sin distinción de género, pero sabiendo el arte –hoy perdido- de no tratar igualitariamente los géneros. El grito de la empezonada zorongo verde debió hacer justicia, pues, al hombre amarillo antes que a la mujer pluricromática.


La otra sorpresa que el estribillo contiene es su anacronismo, pues hace un tiempito ya que Siemens ha inventado “the Dressman ironing robot”, un práctico muñeco metalizado que plancha lo que usted le pida; y ante el cual, el mismo Marechal, hubiera desgranado alguna de sus estrofas dedicadas a Robot. Algo así como “Dressman es un androide repleto de vapores, hijo de un termostato eunuco y una ficha sin rosas”.


Pero el feminismo no está para estas distinciones. Sencillamente odia a la mujer que plancha, porque odia la realidad de la mujer esposa, madre, hermana o hija, que tras su ofrenda simple y doméstica, traduce el sencillo amor por los suyos, señoreando en su hogar, desde la reyecía de su tabla de alisado o su trono de marmitas y peroles.


Odia el símbolo de la abnegación en la casa, que no mueve la esclavitud sino la libertad de servir a quien se está unido sacramentalmente. Odia y desprecia la altísima cátedra de la señora tras su mesa de quitar arrugas a la tela, ese magisterio cuasi infalible de lo cotidiano, que apenas si necesita para expresarse de una chapa humeante y un tabloncito acolchado.


Bien nos lo enseñaba el Padre Alberto Ezcurra: “Siempre recuerdo, hablando de esto [el ejemplo de los padres] lo que contaba una vez un joven: su primera fiesta, sus primeros bailes y él preparándose, acicalándose, y la madre planchándole la camisa; y en un momento: <¿Y vieja, ya está la camisa?>. Y viene la madre con la camisa planchada y le dice: <Tomá hijo; que te diviertas, pero acordate una cosa: tu hermana es mujer, tu madre es mujer y la Santísima Virgen fue mujer>. Y ese muchacho me decía: <Eso siempre me quedó acá y cada vez que estaba en una fiesta, en una diversión, sabía que yo a la mujer, tenía que respetarla>”[Cfr. su Tú Reinarás, San Rafael, Kyrios ediciones, 1994, p. 85-86].


Bendita pedagogía de nuestras madrazas de antaño, mediante la cual, unos puños y un cuello estirados podían ser ocasión para una lección sobre la pureza. O un lampazo sobre el mosaico rústico venía acompañado de unas coplas medievales; o el cambio de las sábanas se hacía al son de jaculatorias, y la ropa se colgaba a solear en la terraza a la par que la colgadora desgranaba su primer Angelus Domini nuntiavit Mariae.


 Didáctica terrena y celeste la de aquellas varonas inmensas que ora planchaban nuestros moños de primera comunión, ora el delantal plisado de la hermana, ora el overol del esposo y padre, que salía al trabajo arduo como un torero engalanado para la faena.


Hasta el marxista Neruda, al recordar a su “Mamadre”, Doña Trinidad Marverde, la celebra como ese arquetipo de domus celaria, para quien planchar una camisa nunca fue señal de vasallaje sino de gobierno regio de las nobles cosas menudas


“Oh dulce mamadre
ahora
mi boca tiembla para definirte.
Ay mamá, ¿cómo pude
vivir sin recordarte
cada minuto mío?
Aquellas
dulces manos
de la que cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la fiebre,
y cuando todo estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros,
se fue, cumplida, oscura,
al pequeño ataúd
donde por primera vez estuvo ociosa
bajo la dura lluvia de Temuco”.


No hay en el recuerdo ninguna alusión dialéctica a las camisas planchadas versus el patriarcado explotador; ninguna ridícula referencia a la necesidad de una organización feminista que pondría fin a la tiranía de quitar arrebujamientos a las modestas vestimentas de los seres queridos. Todo es recuerdo agradecido, cortés, afable y sensible.


Visión similar a la que nos dejó pintada Edgard Degás, en su apacible y serena “La planchadora”, que reposa ahora en el Museo D´orsay de Paris. Y que contrasta con la asfixiante visión de las labores domésticas tenidas por otros tantos cautiverios humillantes.


        Es que cuando la casa está edificada sobre piedra; y no la tumban los vientos, ni los ríos salidos de cauce; cuando la unión esponsalicia se funda en la donación recíproca del yo en el misterio del tú; cuando los esposos no son rivales unidos por el espanto, que no por el amor; ni los embarazos son causales de homicidios, ni la prole un estorbo, entonces hasta una simple plancha puede ser y es un medio apto para la diaria santificación. Ya no es el objeto o el instrumento, a secas. Es su transfiguración ética, espiritual y estética. Ya no es tampoco un mecanismo o un dispositivo. Es una significación rica, viviente y palpitante. Así le cantó a la plancha José Pedroni en sus “Poemas del hogar”:


“Tenía algo de barco viajero y carbonero,
viajaba de la mano de un ángel timonero.
El mar era una mesa. La mesa era de pino.
Las olas eran blancas o de un azul marino.
Un humo dulce a veces echaba por el cielo.
No parecía humo. Más bien, un pañuelo.
Era cuando esperaba, cuando por mar o río
llevaba el sueño a bordo por el país del frío.
Qué sola aquella plancha, viajera y carbonera,
que calentó los pies del ángel de la espera.
No se cansaba nunca de viajar. Pero un día
perdióse en su neblina. Vimos que no volvía.
Dejó estampada a fuego su sombra protectora.
Está en la mesa grande donde se come y llora”.


         Por eso, recomiendo fervientemente a los padres y abuelos que les regalen a las niñas una primera planchita de juguete, donde alisarán con lúdica ternura las camisas de alguna muñeca, el gorro del bebé acunado entre villancicos, o la chaqueta del príncipe que sale a rescatar a la infaltable dama cautiva.


         Propedéutica de futuros desvelos maternos, habrá una plancha primordial, Dios verá que es bueno cuanto sucede; lo aprobará con su voz de mando, y será la tarde y la mañana de otro día creacional incorporado al Génesis.



Nacionalismo Católico San Juan Bautista






martes, 28 de mayo de 2019

El futuro de la libertad (1978) - Estanislao Cantero




Hace algunos siglos, en la época en que Europa, a pesar de su diversidad de pueblos, formaba una unidad que era la Cristiandad medieval, existía la libertad.


Ininteligible, casi con toda seguridad, para quien tenga de la libertad el concepto que forjó el liberalismo. No se pensaba, entonces, ni se concebía siquiera, que no hubiera límites al ejercicio de la libertad (para lo que habrá que llegar al siglo XVII y especialmente al XVIII), puesto que como algo concreto, tangible, con un objeto determinado, tenía sus propios límites, determinados, precisamente, por la naturaleza del objeto de la libertad. Pero, gracias a ello, había, realmente, libertad.


El ejercicio real y efectivo de la libertad y la garantía de ésta era doble:
Por una parte, el príncipe, el rey, estaba sujeto a las leyes y costumbres del reino, y cuando dejaba de cumplirlas se convertía en tirano. Ya en su tiempo, San Isidoro, recogiendo este principio, escribía: «Rex eris si recte facias, si non facias non eris», principios que también recogen los cuerpos legales y que Santo Tomás expresó así: «Regnum non est propter regem, sed rex propter regnum»


Esta sujeción a las leyes y costumbres del reino, por las cuales las libertades concretas estaban garantizadas frente al abuso o a la arbitrariedad .del monarca, se basaba, además, en el reconocimiento y acatamiento de la Ley de Dios y de su voluntad. La expresión «por la gracia de Dios» no era un mero formulismo; era una realidad que garantizaba que no se convertiría en tirano y que su actuación quedaría  limitada en el ejercicio del poder por ese reconocimiento debido a Dios, en cuanto que por El y en nombre de Él se ejercía el poder. Limitación al ejercicio del poder, que existió y fue realizada por las leyes y costumbres del reino y por ser rey «por la gracia de Dios».


Por otra parte, junto a esa limitación de la actuación del poder, que además de garantizar la libertad garantizaba el recto uso del poder, existía toda una organización social, que desde la misma sociedad, era la máxima garantía de la libertad, más importante aún que la anterior limitación.


Las libertades concretas de pueblos y ciudades eran una verdadera barrera para impedir que, de modo arbitrario o abusivo, el poder del gobernante se injiriese en aquellos otros poderes y facultades pertenecientes al cuerpo social y fruto del recto uso de la libertad del mismo. El rey se comprometía a no traspasar esa libertad adquirida, fruto de la organización y vida natural de los hombres agrupados en comunidades naturales, que nacían de su quehacer diario y de su vida comunitaria, lo que permitía la aparición de nuevas libertades, el progreso y el desarrollo del hombre a través de las comunidades en las que participaba, en armonía y cooperación.


Además, existía el convencimiento, y por eso se acataba, de que el poder venía de Dios e iba al gobernante que lo ejercía «por la gracia de Dios». Existía la convicción en el hombre y en la sociedad de que era así y se acataba naturalmente. La garantía de la libertad, de las libertades concretas (y no de una libertad abstracta para cuyo triunfo hay que esperar a la Revolución francesa) era conseguida, por arriba, por la existencia y reconocimiento de ello, de unas leyes que ni el mismo rey podía dejar de cumplir; por abajo, por la organización social.


Sin embargo, tal estado de cosas fue roto. El resquebrajamiento se inicia con Ockam. Al negar la existencia de un orden natural cognoscible, el voluntarismo provocó el que con la aparición de los monarcas absolutos (aunque menos absolutos que los Estados actuales), al convertir su voluntad en ley, con independencia de su concordancia con aquellas leyes y costumbres del país, que no podía alterar de modo unilateral. Lo que acarreó, como señaló Tocqueville, la paulatina muerte de lo que hoy denominamos cuerpos intermedios que eran fruto de la organización social natural, y que ejercían, en frase de Donoso Cortés, «una resistencia material en una jerarquía organizada» a las extralimitaciones del poder; hasta llegar, con la Revolución francesa, al imperio absoluto de la «ley» positiva, sujeta, eso sí, a los bandazos de la «voluntad general» sobre la cual no existe ninguna otra a la que renga que someterse y cuyo artífice no es otro que el Estado.


Pero la garantía de la libertad y la limitación a la actuación del poder y al ejercicio mismo de la libertad, que hasta entonces se hallaban circunscritos a su recto uso, fallaron en el mismo cuerpo social. La garantía de la libertad se pierde, no sólo, porque el ejercicio de la libertad, plasmado en las libertades concretas, queda herido de muerte por Ja falta de esas barreras a1 ejercicio del poder (barreras que estaban formadas por los cuerpos sociales que constituían la comunidad), sino también porque al pretender, en una apreciación individualista y subjetivo de la libertad, que el uso de ésta no tenga límites, acaba desapareciendo la misma libertad.


Esta pretensión abstracta y utópica de la existencia de los derechos subjetivos de forma ilimitada, sin hacerse realidad en logros comunitarios, como son las libertades concretas, unido al acrecentamiento del poder político, encarnado en la voluntad del Estado, ha ido a parar, por el hecho mismo de este aumento de poder y por la reglamentación de esos derechos subjetivos por el Estado, en la ausencia de toda garantía de la libertad del hombre.


Y observemos nuevamente que es la ruptura iniciada con Ockam, la que ha dado lugar, en sucesivas etapas y desarrollos, hasta llegar a nuestros días, tanto a que el poder político no admita ni la barrera del orden social natural -los cuerpos intermedios- ni la barrera de unas leyes superiores, sagradas e inviolables, creación de la inteligencia de Dios ; como a que el hombre, despojado de sus raíces sociales en las que hundía sus pies y se alzaba desde el suelo de la realidad terrena hacia Dios, como bellamente ha señalado Marcel de Corte, no admita, tampoco, ni las barreras de unas libertades delimitadas por su propio objeto, ni las barreras del cumplimiento de los mandatos de Dios.


Así, al no haber ya barreras, que no hacían más. que servir de cauce a la actuación de los hombres para que éstos no se perdieran por caminos errados, o tratasen de trazar otros que habrían de extraviarles al perder el norte, el sentido, la razón de la existencia, inevitablemente tenía que producirse el desastre: la ruptura del orden social, que por creer que de ese modo se hacía el hombre más libre, al faltarle esos muros de contención, ha provocado la paulatina desaparición de la libertad, a medida que el hombre se ha ido «liberando» de todas sus raíces.


En efecto, esa ruptura del orden social en su doble aspecto, es decir, tanto en lo que se refiera al poder político (Estado todopoderoso) como a la organización social (la disgregación social y la masificación), ha ido a parar en dos expresiones modernas, que si parecen radicalmente opuestas, coinciden en el fundamento aniquilador de la libertad: El totalitarismo marxista y la democracia moderna, o totalitarismo democrático.


El totalitarismo marxista, el marxismo, no deja más libertad que aquella que en cada momento indica obligatoria y coactivamente el tirano. La dependencia del hombre respecto a él es absoluta: económica, política, civil, intelectual... Toda libertad queda eliminada puesto que a! consistir ésta 'en que cada hombre puede ejercer su voluntad siguiendo al imperio de la razón, en el marxismo es la voluntad del Estado la que marca absolutamente la pauta. Las fugas de estos países, los telones de acero, las deportaciones y depuraciones, la persecución a los disidentes, los procesos a los intelectuales, son, entre otros, algunos ejemplos de ello. Frente a él se nos presenta la democracia moderna. ¿Es ésta garantía de la libertad?


Teóricamente la democracia moderna está doblemente limitada en lo que se refiere al ejercicio del poder político. Por una parte, el Estado se sujeta a unas leyes superiores; por otra, el pueblo participa en la política.


Sin embargo, ¿no será una ficción esta doble limitación?


Ocupémonos, en primer lugar, de la participación política de los ciudadanos.


La participación política en una democracia moderna, como señala V allet de Goytisolo, consiste en «el ejercicio del derecho a votar en sufragio universal y, mediante el mismo a elegir los gobernantes o a decidir por referendum», y en «el derecho a formar parte de partidos o asociaciones políticas», siendo esos «los modos insoslayables e insustituibles de participar políticamente». Pero se pregunta «¿Se participa de ese modo realmente? ¿No existen otras maneras de participar políticamente más verdaderas, más reales y más eficaces?».


Su respuesta es concluyente. Tal participación no existe, puesto que la opinión pública es formada externamente a la voluntad del supuesto participante.


Por otra parte, su participación es momentánea y pasajera. No existen vínculos de unión en los partidos políticos, pues están sometidos a la autoridad de sus jefes, que «prometen» un programa, quedando la participación del pueblo reducida a afiliarse o no a tal o cual partido, sin posibilidad de que el partido le garantice, no ya lo que él quisiera ( en el supuesto de que su voluntad no fuera formada desde el exterior), pero ni siquiera puede garantizarle el mismo programa prometido, respecto al cual, por otra parte, su generalidad no permite que antes de subir al poder se sepa cuál será su actuación.


La única verdadera participación política es la que se efectúa a través de los cuerpos intermedios, donde, como nos dice Vallet de Goytisolo, «sus decisiones están fundadas en el conocimiento de la realidad, donde es verdaderamente responsable, y donde pueden ser protegidas sus libertades ... de quienes dominan las palancas de mando del Estado, desde dentro o desde fuera de él».


Este conocimiento de la realidad no existe en una democracia moderna, donde la masificación lo impide, y donde, además, el mismo sistema. de la democracia moderna, lo rechaza.


La democracia moderna, con su supuesta participación política, no le pide al hombre que se manifieste sobre lo concreto y conocido, sino sobre abstracciones y generalidades, y rechaza la opinión acerca de la realidad que sea verdaderamente cualificada, subsumiéndola y equiparándola al desconocimiento de la opinión mayoritaria. Desprecia la calidad ante la cantidad, como señalaba hace más de medio siglo, el verbo encendido y fecundo de Vázquez de Mella.


¿Qué conocimiento de la realidad hay en este hombre masificado de la democracia moderna?


El hombre de hoy carece de puntos de referencia para valorar y enjuiciar a personas que aspiran a gobernar, a las cuales no conoce más que por la imagen que le presentan las propagandas. Como ha de manifestarse sobre lo general y abstracto, no sobre problemas concretos .respecto a los cuales es competente, pues tal es el sistema democrático, como ha de saber de todo, su desconocimiento es suplido por la información que le suministran los medios masivos de comunicación. Información parcial e interesada, cuando no falsa y tendenciosa, que no forma, sino que es, en expresión de Marcel de Corte, una información deformante.


La responsabilidad del hombre, injertado en el sistema democrático, en lo que se refiere a la participación política, se reduce al ejercicio de su voto y a la afiliación a un partido. Respecto a lo primero, es una responsabilidad tan diluida que resulta inexistente.


Además, si falta el conocimiento real, no puede haber responsabilidad. En cualquier caso, sus efectos se reducen a que salga o no elegido tal o cual candidato, o a que se apruebe o no determinada consulta, lo que respecto a cada uno de quienes emiten su voto no cabe una responsabilidad menor.


Respecto a la afiliación a un partido, en lo que afecta a la línea de conducta que sigue tal partido, su responsabilidad es ínfima, despreciable. Desconoce la organización interna y las directrices del partido a alto nivel, que actuará con independencia de su afiliado.


El hombre, con el sistema de los partidos, no participa en la política más que como un número más que se limita a "apuntarse". Lo que queda puesto de relieve por los vaivenes de los votos según la presión de los "mass-media"', por la mala política del partido en el poder, por la cantidad de electores que no se adscriben a ningún partido, y por la atracción que encuentran los programas más demagógicos, consecuencia de la falta de conocimiento del hombre masificado.


Respecto a la protección de -sus libertades, no existe ninguna garantía. Su intervención concluye con la emisión de su voto. Si votó otra cosa, o creyó votar otra cosa, sólo podrá volver a intervenir en la siguiente votación, siendo, de nuevo, una parte insignificante entre millones de partes también insignificantes individualmente consideradas, que es como considera a las personas la democracia moderna.


Los partidos, por otra parte, garantizarán, como mucho, las libertades de sus afiliados, pero no las de los otros, sobre todo cuando existen programas de partidos totalmente opuestos; y eso en el mejor de los casos, pues el partido lo que busca es alcanzar el poder, mantenerse en el mismo e imponer, desde él, sus convicciones. La noción de bien común desaparece, no tiene cabida en el sistema de la democracia moderna.


Los medios masivos de comunicación son, sin duda, los que forman la llamada opinión pública. Decir que quienes los manejan obedecen a los intereses del resto de la población, que es el objeto sobre el que actúan, al que han de cambiar, es insostenible. Obedecen a la ideología de sus propietarios o de quienes han adquirido en ellos una posición de fuerza. La participación política, por consiguiente, en la democracia moderna, es pura ficción. Al no existir, no puede garantizar las libertades de los hombres.


¿Las garantizará el Estado con su autolimitación?


Pero la autolimitación depende de la propia voluntad del Estado lo que es obvio, no constituye garantía de ninguna clase.


Esta autolimitación, por otra parte, viene dada por unas leyes que no reconocen la existencia de unas leyes inmutables, por encima de las Constituciones, que no es posible transgredir. Por consiguiente, tampoco constituye ninguna garantía de la libertad, puesto que la voluntad humana -son los propios partidarios de la democracia moderna quienes lo dicen- puede modificar todas las leyes.


Además, el poder del Estado aumenta sin cesar, ampliando el ámbito de su actuación. ¿Será para garantizar las libertades concretas de los hombres y de los cuerpos intermedios? Rara garantía, que para salvaguardarlas, empieza por suprimidas, haciéndolas retroceder y desaparecer paulatinamente ante el creciente poder estatal.


Por lo que se ve, el futuro de la libertad, es triste decirlo, pero es comprobar un hecho, está abocado a su desaparición.


El hombre moderno, carente de reflexión y conocimiento, eliminada su responsabilidad, esclavizada 'su voluntad al ser formada desde fuera, renunciando a la facultad intelectiva, que adormece con los cantos de sirena que le suministran por medio de los "mass-media", especialmente la televisión, incrementándose el poder del Estado sin cesar, dejando que este se meta en su casa a través de la pantalla del televisor, para decirle lo que tiene que hacer en cada situación, con la unión del poder político y del poder cultural, con la unión de aquél con el poder económico, al ser adsorbidos los últimos por el primero, el hombre dejará de ser libre.


La única solución está en la vuelta atrás, como dijo Chesterton. Perdido el camino no hay que perderse en tantear nuevos caminos, ni en creer que no hay camino, y que éste se hace al andar, sino en volver a la encrucijada donde se erró la ruta, al cruce de caminos que se originó con Ockam, como ha observado Michel Villey y Vallet de Goytisolo recuerda sin cesar.



La garantía de la libertad, de su ejercicio recto y del control del poder del Estado, está en esa doble limitación antaño existente pese a todas sus imperfecciones. En la organización social natural, en los cuerpos auténticos, no mediatizados por el Estado, y en el reconocimiento por el poder político y por la sociedad, de unas leyes y unas normas que no se pueden traspasar, porque son leyes naturales, creadas por Dios. Y para ello, nada mejor para poderlo conseguir que una conversión de nuestros corazones, por la que adoremos a Dios Nuestro Señor y cumplamos sus mandamiento.



Revista Verbo Nº 167. Fundación Speiro 1978



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viernes, 24 de mayo de 2019

Conferencia sobre el Apocalipsis del Padre Juan Carlos Ceriani



     Imperdible exposición del Padre Juan Carlos Ceriani sobre los postreros tiempos de la Historia a la luz de las Sagradas Escrituras, exponiendo en la misma, parte del trabajo del Padre Leonardo Castellani al respecto. Muy recomendable para entender los tiempos que vivimos.






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viernes, 10 de mayo de 2019

De Perón a Bergoglio: El "catolicismo" excomulgable - Amazon


Novedad Editorial, disponible en Amazon



     Esta obra consta de dos partes. En la primera se prueba –con abundancia de argumentaciones canónicas e históricas– que en 1955 Juan Domingo Perón fue excomulgado. Detrás de tamaña sanción no están solamente los conocidos actos de violencia física contra la Iglesia, sino también los menos conocidos pero gravísimos intentos por fundar un “Cristianismo Auténtico”, así llamado; y que no fue otra cosa que una amalgama de groseras heterodoxias. “Catolicismo” excomulgable podría ser llamado este engendro. La segunda parte prueba que Bergoglio continúa y potencia el funesto legado peronista, no sólo en sus malsanas predilecciones ideológicas, de las que hace uso y abuso, sino en el despliegue de ese pseudocristianismo tenido por “auténtico”. Es, pues, el de Bergoglio, un “catolicismo” excomulgable. Sus enseñanzas falsifican la Fe Católica. Sus conductas avergüenzan a la Argentina.


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viernes, 3 de mayo de 2019

La Americanización de la Iglesia – Rubén Calderón Bouchet





Si algo distingue espiritualmente a EE.UU. del resto de las naciones es la fuerza que ha sostenido su ideal de felicidad terrena, mediante el condicionamiento psicológico de las masas. Este ideal, en sus primeros pasos, tropezó con la enseñanza tradicional de la Iglesia Católica para quien la meta de la Encarnación no era, indudablemente, el goce pacífico de los alimentos terrenos. ¿No era posible una conciliación de dos ideales aparentemente tan diferentes?


El cardenal Billot, destacado miembro del Colegio Apostólico, cuando hablaba de las corrientes laicistas y de los esfuerzos, no siempre estériles, que hacían para penetran en la doctrina tradicional, decía a propósito de la moral del trabajo que procuraba por todos los medios sustituir la ética del calvario: “Laicismo por último, en la moral cristiana, quiero decir en lo tocante a las virtudes, algunas de las cuales, las que pertenecen a la vida interior, que dependen del espíritu de oración, de penitencia, de humildad, que nos mantienen en la continua dependencia de Dios, nuestro dueño, de Dios nuestro creador, de Dios nuestro fin último, son jubiladas como virtudes propias del antiguo régimen, mientras las otras que denominan activas, son consideradas como las únicas dignas del hombre adulto emancipado, libre y consciente de sí mismo”.


La Congregación Paulista, fundad en EE.UU. por Isaías Hecker (1819-1888) se propuso, un poco más allá de la segunda mitad del siglo pasado, acentuar en las enseñanzas católicas el valor de las virtudes activas y procurar un desarrollo de la personalidad donde la ética del calvario; humildad, obediencia,  renunciamiento, mortificación, fueran reemplazadas por esa nueva moral que requiere del hombre un concurso activo a todo cuanto constituye progreso material, sentido individualista de la responsabilidad y democracia social.


La voz de este profeta americano se perdió en el tumulto desatado en la Iglesia por el modernismo y sólo tuvo eco en Norteamérica donde sus ideas sobrevivieron esperando la oportunidad de un nuevo brote. Por su biógrafo el R.P. Elliot, conocemos algunas de las tesis americanistas que no tardarían en ser condenadas por Roma:

“La energía que la política moderna reclama no es el producto de una devoción como la que se estila en Europa; ese género de devoción pudo en su debido tiempo prestar servicios y salvar a la Iglesia, pero eso era, ante todo cuando se trataba de no sublevarse”.

“La exageración del principio individualista por parte del protestantismo llevó forzosamente a la Iglesia a reaccionar y limitar las consecuencias de ese principio…”


Ello condujo, lamentablemente al cultivo de las virtudes pasivas, y éstas “practicadas bajo la acción de la Providencia para la defensa de la autoridad exterior de la Iglesia entonces amenazada, dieron resultados admirables: uniformidad, disciplina, obediencia. Tuvieron su razón de ser cuando los gobiernos eran monárquicos. Ahora o son republicanos o constitucionales y se acepta que sean ejercidos por los propios ciudadanos. Este nuevo orden de coas exige necesariamente iniciativa individual, esfuerzo personal. La suerte de las naciones depende del aliento y de la vigilancia de cada ciudadano. Por lo cual, sin destruir la obediencia, las virtudes activas deben cultivarse con preferencia a las otras, tanto en el orden natural como en el sobrenatural”.


Eso se escribía a fines del siglo pasado y provenía de la mano de un sacerdote que creía, sin vacilaciones, que la sociedad americana prohijaba una nueva manera de entender al hombre en su relación con Dios y participaba, al mismo tiempo, de una fe pueril en las virtudes del sufragio y en la promoción de toda la ciudadanía a participar activamente en el gobierno de la ciudad, porque un día fue convocada a ratificar la elección de unos candidatos previamente elegidos por las comanditas partidarias.


León XIII condenó el error que hablaba de una adaptación de la Iglesia a las exigencias del siglo, fundándose en que Cristo no cambiaba con el tiempo: “hoy es el mismo que ayer y que será en los siglos venideros”. A los hombres de todos los tiempos se dirigen estas palabras: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”: No hay época en que no se muestre Cristo haciéndose obediente hasta la muerte. También vale para todos esta frase del Apóstol: “Los que son discípulos de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias”.


Sabemos por la experiencia publicitaria que los vicios y las concupiscencias son fuertes promotores del consumo y que sería una verdadera catástrofe social y económica tener que parar la maquinaria de la producción si la gente comienza a pensar en su salvación en términos de ascesis. ¿Por qué esa salvación no puede serle ofrecida sin renunciar a la técnica moderna del confort?


El americanismo, detenido en la puerta del Santo de los Santos, por la espada flamígera de los Papas, reinicia su acometida a través dela Compañía de Jesús y otras congregaciones modernas y trata de penetrar, no directamente en la dogmática como pretendió en su momento el modernismo, sino indirectamente por el sesgo de la pastoral y la liturgia.



La Iglesia Americana


La Iglesia Católica es, en EE.UU. la más numerosa de todas. La estadística oficial de las Iglesias americanas le adjudica en 1964  una cantidad de 44.874.371 fieles. Los protestantes pasaban de 66 millones pero divididos en 220 principales iglesias sin contar algunas capillas oscuras en afán de cultivar su pequeña disidencia. No solamente por su número importaban los católicos, sino también por su poder económico. La Cancillería de la Iglesia Católica ocupaba sobre la “Madison Avenue” en New York un enorme edificio estilo neo renacimiento que compartía con una conocida firma de publicidad. Esta cancillería estaba dotada con todos los adelantos de la técnica y sus monseñores, rigurosamente vestidos de “clergyman” oscuro, manejaban con habilidad las computadoras y las máquinas de calcular. La Iglesia Católica era, desde el estricto punto de mira del negocio, uno de los más grandes que existían en EE.UU. ¿Cómo no pensar, puestos en disposición de verla como negocio, en la publicidad adecuada para que pudiera vender su producto al público americano?


Ernest Dicher, padre de la investigación motivacional, preguntado en alguna oportunidad por la mejor manera de hacer una buena propaganda para la Iglesia, recordó “que la descripción de elevados ideales está por siempre por encima de la posibilidad de la masa”, “el cielo es maravilloso pero para la mayoría de nosotros está demasiado lejos”. Este hecho debe llamar la atención sobre la necesidad de no predicar cosas que por su altura y su majestad estén más allá de nuestras manitos. Se debe adecuar el mensaje de Cristo a la mentalidad de ese pobre hombre reducido por la publicidad a ser un manojo de deseos.


Pero volviendo al negocio de la Iglesia, uno de los organismos técnicos encargados del asunto averiguó que un dólar invertido en la Iglesia Católica de los EE.UU., tenía la misma rentabilidad que uno invertido en la General Motors. Esto explica que sean los administradores, los sociólogos y los psicólogos y no los teólogos los que dirigen los asuntos de la Iglesia y le imponen sus criterios. Fultón J. Sheen, que había alcanzado una cierta notoriedad televisiva, habría dicho en una oportunidad: “Por el amor de Cristo, dejen de administrar y sean buenos pastores”.


Esto sucedió poco después de la última gran guerra y no cayó mal en las orejas de un público que todavía sentía el escozor de la muerte. Unos años más tardes Fulton J. Sheen había perdido su audiencia y la Iglesia lo abandonaba junto a los viejos misales, en algún depósito de trastos.


Para el año 1964, poco tiempo antes que el Papa Pablo VI hiciera su famosa visita, la Arquidiócesis de Nueva York desarrollaba un programa de construcción de inmuebles por valor de 90 millones de dólares. Como EE.UU. es el país de las estadísticas minuciosas, difícilmente algo pueda escapar a su control. La comparación del poder económico de la Iglesia Católica con el de la General Motors viene una y otra vez a la pluma de los periodistas que manejan cifras y observan negocios. En el año 1962 la Iglesia Americana poseía 17 mil establecimientos escolares, 400 casas de retiro, 920 hospitales, 460 escuelas de enfermeros, 520 periódicos. Contaba además con 142.000 profesores encargados de la formación de 5.600.000 alumnos. Los sacerdotes alcanzaban la cifra de 51.000 y las hermanas religiosas pasaban de 180.000.


El extraordinario poder económico de esta Iglesia extiende sus alas protectores por toda la cristiandad y es sabido que sostiene en un 95% el gasto de las misiones. Es una Iglesia seria, limpia, bien administrada y conservadora en la medida que puede serlo una institución americana. Cree por supuesto en la Comunión de los Santos, en la Vida Perdurable, en la Resurrección de la carne, pero americana al fin, cree en el “american way of life” y en la democracia como sistema infalible para curar todos los males que provienen de cualquier “elitismo”. Por esa razón, junto con su dinero, entró también en el seno de la Iglesia Universal su ideología.


La ideologización de la Iglesia Católica en EE.UU. es un fenómeno que obedece al ritmo de la americanización de las “etnias” que constituyen este grandioso cuerpo de fieles. Los italianos, irlandeses y polacos de la primera generación preferían los saludables “ghettos” donde se juntaban con sus paisanos y recordaban, al salir de misa, la patria perdida. La segunda generación ha aceptado todas las consignas del nuevo patriotismo. Ha cambiado el nombre de Bellini o Kowansky por Bell o Cower y por supuesto no están dispuestos a dar su dinero para que la Iglesia Europea sostenga un régimen tildado de fascista o adhiera a la nostalgia del romanticismo monárquico.


Los que no pueden comprender la integración de la fe en el “american way of life” no comprenderán jamás lo que sucede actualmente en la Iglesia Católica. Para el americano común, la religión y la democracia son indisociables y como ser democrático en esa sociedad no implica ninguna oposición, cada uno lo es de un modo natural y sin rencores, porque tal cosa no suscita controversias, ni negación de tradiciones prestigiosas.


El presidente Eisenhower hizo una declaración de fe muy americana cuando aseguró “que el gobierno no tenía sentido, si no estaba fundado sobre una fe religiosa profundamente sentida”. Añadió a continuación algo que es tan norteamericano como Bufalo Bill: “Poco importa cuál sea esa fe”.


Si examinamos su declaración con los desconfiados recaudos de una tradición teológica ortodoxa, la encontraremos tan protestante como vacía de cabal sentido religioso, pero en los EE.UU. suena bien hasta en las orejas católicas, porque todo buen norteamericano tiene fe en la fe, o en como decía Miller que no era un padre de la Iglesia pero sí un buen observador: “Tenemos un culto, no para Dios, sino para nuestro propio culto”.

La “Unam, Sanctam, Catholicam Ecclesiam” es la verdadera asamblea de los creyentes fundada por Cristo Nuestro Señor. Esto lo saben todos los católicos sean o no americanos, pero en la conquista de las almas tal declaración suena fascista y el americano medio no está dispuesto a trocar su sistema de libertad de opiniones por una declaración tan tajante. Esto lo pondría en contradicción con el sistema pluralista de vida civil y como ante todo es americano, admitirá ser católico si este adjetivo no crea una pretensión de unificación totalitaria. Es católico como otros buenos americanos son metodistas, presbiterianos, evangelistas, hermanos libres, judíos o musulmanes.


Evelyn Waugh contaba que había visto en Londres y en Chicago el film italiano “Paisa”, donde se cuenta que tres capellanes del ejército norteamericano llegan a una pequeña comunidad franciscana perdidsa en las montañas. Los frailes se enteran que uno de los capellanes es judío, el otro protestante y el tercero católico. Desorientados comienzan un ayuno por la conversión de los no católicos. Comenta Waugh que en Londres, ante un auditorio no católico, la simpatía estaba con los frailes. En Chicago el mismo film fue comentado por un grupo de católicos con ascendencia italiana que encontró ridículo, obsoleto, y totalmente en contra de una posible unión de creencias la actividad de los franciscanos.


Cuando el R.P. Jaques Montgomery bautizó a Lucy Johnson, hida del entonces presidente de los EE.UU. según el rito católico, muchos sacerdotes de la Iglesia Romana encontraron lamentable un procedimiento que rompía con los principios de la pluralidad religiosa. Esta posición podía aún escandalizar a muchos religiosos de la “Unam, Sanctam” porque hasta ese momento la influencia yanqui se limitaba al dinero y a la promoción del cura deportista y administrador.


La Iglesia Americana tiene, como hemos tratado de expresar, el candor de la confianza sin rencores, ni ironías, ni reticencias en el valor de la democracia. Diríamos que está incapacitada para pensar que alguien nacido católico y criado con la leche y la miel del Evangelio, no sea, al mismo tiempo y por una suerte de promoción espiritual paralela a la fe, democrático. Pero como el carácter democrático de su fe lo abre expresamente para la comprensión simpática de cualquier otra expresión de fe, el católico al hacerse democrático se hace también protestante y sólo guarda su capacidad de rencor para los retardatarios que se ríen de la democracia y mantienen su fe cerril y cerrada en la Unam Sanctam Catholicam Ecclesiam.


Esto explica también que al entrar en el complicado mundo espiritual de la vieja Europa Católica, el americanismo ha visto sus aguas enturbiadas por una serie de prejuicios que vierten en el gran diálogo ecuménico la resaca de sus viejos rencores. Cuando un santo varón de la Iglesia Americana oficia junto a un metodista o a un presbiteriano, lo hace sencillamente con el propósito de comulgar en una fe cuyos contenidos dogmáticos no son examinados con lentes muy transparentes. Cuando un Reverendo Padre francés hace lo mismo, su propósito más firme es escandalizar a los viejos creyentes, mofarse de su fe, e imponerles una promiscuidad que el otro siente con profunda repugnancia y rechaza desde las más hondas resonancias de su historial nacional.


No podemos olvidar que el espíritu que hizo a Norteamérica fue el mismo que destruyó la cristiandad. La revolución norteamericana fue la lógica consecuencia de esas minorías disconformes emancipadas de la fe tradicional y en abierta ruptura con el régimen eclesial. Eran, a su modo, cabezas fuertes, libre pensadores, personalidades dispuestas a perpetuar en el nuevo mundo la libertad religiosa tan duramente conquistada. En el plano de la actividad económica eran individualistas y emprendedores. En pocas palabras: burgueses. La revolución, en sentido estricto, era su propia salsa y el Nuevo Mundo les permitió realizarla sin los tropiezos de una sociedad con normas, principios, instituciones y prejuicios de otras épocas.


A partir del Concilio Vaticano II la penetración americanista en el seno de la Iglesia aceleró su ritmo y destruyendo las viejas estructuras teológicas de la Iglesia la prepara para una útil conversación con el mundo moderno.


En los EE.UU. esto corría de suyo y no traía, como inmediata consecuencia, actitudes subversivas en el seno de la cristiandad. Muchos creyeron, no estoy seguro de la sinceridad puesta en esa fe, que en Europa ocurriría algo semejante. Muerto el fascismo, la democracia podría discurrir sobre un cauce limpio y cristalino. La ayuda norteamericana levantaría el nivel económico de los pueblos puestos bajo su protección, como efectivamente ocurrió, y esto haría entender a Rusia los errores de su planteo colectivista y las bases falsas sobre las que sentaba su política. Con un poco de buena voluntad y la colaboración de las Iglesias, habría democracia para exportar hasta la Siberia.


Así lo creyeron también los cerebros encargados de programar la política de la Iglesia Católica y como las decisiones ya no eran tomadas por los grandes teólogos que habían visto en el comunismo su calidad de “intrínsecamente perverso”, sino por psicólogos y sociólogos expertos en pastoral, el camino quedaba expedito para la gran confraternidad universal bajo el doble signo de la cruz, la escuadra y el compás. No sé si en el nuevo escudo entrarán también la hoz y el martillo, por lo menos el humanismo integral no lo rechaza.



Revista Cabildo


Nacionalismo Católico San Juan Bautista














miércoles, 1 de mayo de 2019

Desmitificando al Che Guevara (Video)


Importante testimonio del General retirado Gary Prado Salomón, quien capturara al sanguinario asesino, Ernesto “Che” Guevara, que deja en claro quien fue realmente el hoy ídolo de las multitudes ociosas que se autodenominan marxistas.


Hay que tener en cuenta que Prado Salomón fue acusado y enjuiciado por un supuesto caso de “terrorismo” por el presidente del actual narco-estado boliviano, Evo Morales, quien se refirió al militar como el “asesino del Che”.


No podemos dejar de notar en este caso una acción similar a la tomada por el gobierno de izquierda e integrado por ex guerrilleros del matrimonio Kirchner en Argentina, y continuado por el de “derecha” de Macri, en su política de venganza contra los militares que cumplieron su deber con Dios y la Patria al combatir en guerra justa a la acción subversiva marxista y hoy cumplen prisión de por vida.





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