San Juan Bautista

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martes, 14 de julio de 2020

Doctrina: La Política y la Representación - Bruno Acosta



Con motivo de la silenciada pretensión de Miguel Sanguinetti Gallinal, Presidente de la Federación Rural, en junio de 2018, de impulsar la creación del Consejo de Economía Nacional. Pretensión que saludamos.

La regeneración religiosa, cultural y moral de nuestra Patria requiere, entre otras cosas, la formación de una élite de hombres formados ortodoxamente en la Política. Esto es, en el arte del gobierno de la Polis, de la comunidad.

La anarquía que la Patria padece, por ser tal, revela de consuno el desgobierno al que nuestros gobernantes irremediablemente nos dirigen. Es ostensible, pues, su mala formación en la Política, teórica y prácticamente.

Si la Política es el arte de gobernar una comunidad, debe valerse de los medios adecuados para hacerlo. Entre tantas otras lastimosas equivocaciones, nuestros gobernantes yerran en los medios elegidos para propender al buen gobierno de la Polis.

Uno de esos medios, y he aquí el objeto central de este ensayo, es la representación. Esto es, quiénes serán los individuos encargados de hacer valer directamente la voluntad de la comunidad. La humana “manija” de la Política.

Es evidente que si quienes son elegidos para gobernar la comunidad no la representan verdaderamente,  nunca esa comunidad podrá gozar de una Política sana, de un arte de gobierno bueno y eficaz.  A lo sumo, esos sujetos solamente procurarán satisfacer sus intereses particulares, muchas veces inconfesables.

Es esencial, pues, para la Política, que la comunidad esté debidamente representada.

Nunca se insistirá lo suficiente en esta importantísima premisa. La teoría política moderna ha procurado borrarla implacablemente o, peor aún, ha adulterado el concepto de representación. Puesto que, para la teoría política moderna, la única representación válida es la representación basada en los partidos políticos. Mas los hechos y la doctrina prueban que ello es falso.

La comunidad, al contrario, se ve representada mucho más natural y eficientemente a través de otros cuerpos políticos. Uno de las cuales es el propuesto, al menos a medias, por el artículo 206 de la Constitución Nacional:

Artículo 206°. La ley podrá crear un Consejo de Economía Nacional, con carácter consultivo y honorario, compuesto de representantes de los intereses económicos y profesionales del país. La ley indicará la forma de constitución y funciones del mismo.

Una buena representación es la compuesta, verbigracia, por los representantes de los intereses económicos y profesionales del país, como propone el artículo 206 de la Constitución, a través del Consejo de Economía Nacional.

El artículo 206 satisface a medias, como se dijo, dado que asigna al Consejo un carácter meramente consultivo, y no decisorio como debería tener. Tal tibieza ha sido padecida por los orientales, ya que, desde su inclusión en la Constitución de 1934, el artículo 206 nunca fue invocado, y el Consejo nunca fue constituido. Los orientales hemos tenido que padecer, pues, inexorablemente, el desgobierno de los “representantes del pueblo”, los politiqueros partidistas: pueblo del que sólo se acuerdan en vísperas de las elecciones.

La integración, por ejemplo, de la Cámara de Representantes por individuos portavoces de los intereses económicos y profesionales del país aseguraría a esos sectores la directa satisfacción de sus intereses: tendrían potestad para legislar y reglamentar. ¡Cuántas de sus legítimas pretensiones podrían asegurarse con eficacia, sin diluirse en la almibarada logomaquia parlamentaria! Por poco que se piense, se concluye que los partidos políticos, a fuer de representar todos los intereses del país, terminan por representar ninguno. Y que no hay medio mejor para satisfacer legítimos requerimientos que a través de un cuerpo político que directamente los represente.

Se dijo en la primera entrega de este ensayo que uno de los grandes errores de la teoría política moderna radica en afirmar, cual un dogma, que la única representación política posible es la representación en base a los partidos políticos. Este error lo profesan, no casualmente, tanto los marxistas más radicales como los liberales de la misma condición. Se procurará en este apartado, sucintamente, historiar el origen de este error.

Podría decirse, aproximadamente, que la torcida pretensión de que la única representación política válida es la que se basa en los partidos políticos nace por el año 1789, cuando la Revolución francesa. Revolución burguesa y mesiánica, desplazó de un férreo golpe auténticas y eficientes formas de representación, como las corporaciones de origen medieval: corporaciones de oficios, de profesionales, de estudiantes. Reemplazó estas agrupaciones verdaderamente representativas por los parlamentarios partidistas, ungidos por la mitad más uno a través del voto individual y abstracto; primero censitario, luego universal.

Triunfante la Revolución francesa y con ella sus deformantes prejuicios –valga el pleonasmo-, el resto de las naciones comenzaron a imitar sus modos y sus métodos. Los revolucionarios hispanoamericanos, verbigracia, una vez desplazado el gobierno español, promulgaron Constituciones al mejor estilo francés, carentes, entre otras cosas, de un sano y realista sentido de la representación política. Escribe, en ese sentido, el historiador oriental Alberto Zum Felde:

“Los constituyentes hacen tabla rasa de toda realidad. He aquí un ejemplo: el país tiene una institución propia, tradicional, con arraigo en las costumbres, vinculada a toda su historia, de origen en la formación misma del país: el CABILDO. ‘Eran los Cabildos –escribe Francisco Bauzá- a todo rigor, la municipalidad, tal como la concebimos en nuestras más adelantadas aspiraciones: administrando justicia en las ciudades y en los campos, aprestando las milicias del país en caso de guerra, vigilando la venta de artículos de primera necesidad para el pueblo, fijando la tasa de los impuestos extraordinarios o negándose a concederlos’.  El Cabildo es ya, en principio, el Municipio, y la mejor escuela de gobierno propio. En vez de ello, los Constituyentes lo suprimen, imponiendo instituciones extrañas, convencionales y teóricas […]”.

Las fuerzas vivas de las patrias –que integraban las corporaciones-  y los verdaderos prohombres de aquéllas –que integraban, en España y sus Reynos, los Cabildos- fueron, de esa manera, desterrados: los substituyó el radical artificio y la venal mediocridad de los parlamentarios partidistas.

Al punto que, respecto del Uruguay, concluye rotundamente Zum Felde:

“La Constitución de 1830 es, en resumen, uno de los mayores errores que se hayan cometido en nuestro país. Ella será el impedimento más fuerte y constante para que el país pueda constituirse, matará los gérmenes de la libertad política e impedirá la formación de hábitos de gobierno propio, entregará la vida de la campaña al ajeno árbitro administrativo de la capital, erigirá un Poder Ejecutivo absoluto, incitará la violencia y la coacción electorales […]”.

Y todo por seguir, los constituyentes orientales, los mesiánicos dictámenes de quienes, bajo el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad, prepararon el camino para el esclavismo…

La regeneración religiosa, cultural y moral de la Patria –se dijo en el apartado primero de este ensayo- necesariamente deberá contar con un sistema que asegure una auténtica representación política, bajo la cual sus fuerzas vivas y sus prohombres puedan manifestarse eficientemente. Tal es lo que propone, al menos a medias –se dijo también- el artículo 206 de la Constitución Nacional, que llama a integrar en un Consejo de Economía Nacional a los portavoces de los intereses económicos y profesionales del país. En ese sentido, un justo gobierno deberá motivar este tipo de órganos y de iniciativas y deberá desterrar, en grado amplio, la política parasitaria, no funcional, de la democracia parlamentaria, heredada de la sangrienta Revolución francesa.

En la segunda parte de este ensayo se historió brevemente el origen de la torcida pretensión de que la única representación política posible es la basada en los partidos políticos. Se sostuvo, a grandes rasgos, que el origen está en la Revolución francesa, y se indicó las lamentables consecuencias que ese ejemplo tuvo para la representación política en las naciones.

Tan grande desacierto en cuanto a la representación política en particular y a la política en general –el arte de gobierno de la comunidad- no pudo quedar impune. En esta tercera entrega se recogerá el testimonio angustioso del desgobierno que en los años sucesivos las patrias padecieron: en particular, en la pasada centuria, en el período de entreguerras.

En un revelador estudio, hoy un incunable, ‘’La Inquietud de Esta Hora’’ (1934), el fino intelectual argentino, Dr. Carlos Ibarguren, ponía en evidencia la crisis del sistema demoliberal acaecida, ante todo, por la malsana representación política en base a los partidos. Considere el lector, atentamente, los testimonios vertidos:

‘’En los primeros meses del año pasado, la crisis de la democracia individualista y del parlamento se agravó considerablemente en Francia. ‘¡Desorden!, ¡Desorden! –escribía Latzarus, en la ‘Revue Hebdomadaire’, del 18 de febrero de 1933- una Cámara renovada será tan impotente como la que vemos ahora, a menos de cambiar de métodos, lo que equivale a cambiar de régimen. El elector protesta, no tiene razón porque tiene con justicia los diputados que ha deseado. El interés general no es su ocupación, ellos han ido a la Cámara a satisfacer sus intereses particulares. Toda la política reposa en el cálculo del número. ¿Dónde está el gobierno que nos librará de la tiranía electoral?’. René Pinon, en la ‘Revue des Deux Mondes´, del 1 de febrero de 1933, expresa que ‘se aproxima la hora en que será necesario elegir entre una reforma profunda del régimen político o la ruina de todo lo que Francia representa en el mundo como potencia material, grandeza moral e idealismo activos’ ‘’.

‘’El estado político de la Gran Bretaña sufre el mismo mal que hoy destruye a la democracia en el mundo. El ilustre estadista británico, ex primer ministro del Imperio, Stanley Baldwin, escribió en abril de 1933 en la ´Revue Mondiale´ un artítulo titulado ´El porvenir de la democracia´ y dice: ´Hoy los amigos y los enemigos del gobierno popular (se refiere al basado en el régimen demoliberal del sufragio universal) dudan igualmente de su porvenir. Ha perdido terreno en tantos países que el repudio del actual estado de cosas es general; pero solamente en los países democráticos la crítica se hace oír fuertemente´. Bladwin, ante la terrible crisis política, se inclina por una nueva forma de democracia que repose en las agrupaciones, en las corporaciones.”

“Bernard Shaw en artículos recientes muy comentados fulmina a la democracia del sufragio universal, al electoralismo, a la demagogia que ella engendra. ´Es sin el Parlamento –dice- donde tendremos que encontrar a nuestros futuros gobiernos´, y aboga por una nueva organización política, bajo un poder fuerte en un Estado corporativo, en el que impere el ´voto por ocupaciones´, o sea, el de cada corporación.”

“Sería interminable – culmina el Dr. Ibarguren-  la compilación de los hechos, de los juicios y de los estudios que comprueban la bancarrota de la democracia liberal, emitidos por pensadores, profesores, estadistas y políticos de todos los países del mundo y de las más diversas tendencias. Cuando un fenómeno es sentido y reconocido con tal unanimidad está fuera de toda discusión. Es la evidencia misma.”

No es sorprendente, así, que ante semejante estado de cosas,  el 6 de febrero de 1933, se produjera en Francia una enorme y violenta protesta que tomó por asalto la institución paradigmática del régimen: el Parlamento. Siguiendo esta línea, menos sorprendente resulta verificar que, largo tiempo después, el 1 de diciembre de 2018, los “chalecos amarillos”, en Francia, realizaran similar manifestación…

Tanto los planteos doctrinales como las espontáneas protestas han sido desoídas: ha primado el sectario dogma del parlamentarismo.  Los pueblos no descasarán hasta deshacerse de él y obtener, por fin, una política sana, al amparo de un régimen que asegure su representación real y eficiente.

Se ha sostenido a lo largo de este ensayo que la representación política en base a los partidos es esencialmente mala, habiendo otras posibilidades de representación más naturales, justas y eficientes. Se ha historiado el origen de esa torcida idea y se expuesto, en la tercera y última entrega, un ejemplo del desgobierno que las patrias padecieron con motivo de esa malsana forma de representación política.

Detectado el error, investigado su origen y demostrado sus nefandas consecuencias, es hora de presentar, en esta parte final, una forma más acertada de encarar el tema. Sin perjuicio de volver a insistir en que en nuestro ordenamiento jurídico ya se encuentra previsto un mecanismo mejor, el artículo 206 de la Constitución, que llama a integrar en un Consejo de Economía Nacional a los representantes de los intereses económicos y sociales del país, siendo perentoria en este momento su ejecución, se presentará en esta ocasión el testimonio magistral del agustísimo José Antonio Primo de Rivera.


En su memorable discurso de la fundación de la Falange, pronunciado en el “Teatro de la Comedia”, en Madrid, el 29 de octubre de 1933, José Antonio sentenciaba:

“Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político; en cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo. Pues si ésas son nuestras unidades naturales, si la familia y el municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para qué necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos que para unirnos en grupos artificiales, empiezan por desunirnos en nuestras realidades auténticas?”

“Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse […], y, más todavía, si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.”

He aquí, en dos preciosos trazos, la Política en su verdadera faz, es su más acabada expresión y definición. La Política, “que no quiere decir otra cosa que la colaboración al bien de la ciudad”, en palabras del Papa Pío XII, que se extraen de la obra “La Democracia: Un Debate Pendiente (I)”, del maestro argentino, el Dr. Antonio Caponnetto, se realiza verdaderamente, no a través de los partidos políticos, elementos que “para unirnos en grupos artificiales, empiezan por desunirnos en nuestras realidades auténticas”, sino por intermedio de los cuerpos intermedios, naturales, auténticos: la Familia, el Municipio, la Corporación.

Será al robustecer estos elementos que las patrias y los pueblos podrán salir del desgobierno que hoy padecen, tras décadas de partidocracia y de parlamentarismo hueco, artificial y venal. Contra ese vacío, contra ese artificio, contra esa radical venalidad, enfrentar la realidad vívida y auténtica de los cuerpos intermedios, de la Familia, del Municipio, de la Corporación. Y ello enmarcado, a la vez, en “un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden”, como planteó José Antonio, totalmente opuesto al igualitarismo ácrata y anárquico que por antonomasia caracteriza al parlamentarismo partidocrático.

La aplicación del artículo 206 de la Constitución, heredero de la mejor tradición corporativa del siglo pasado, a esta altura de la crisis nacional se impone. Pero a la vez, es necesario que un estadista tenga la fortaleza y la prudencia políticas suficientes para realizar cambios estructurales, de fondo, que permitan, de hecho y de derecho, reconstruir, poco a poco, los cimentos de esta patria en ruinas, espiritual, cultural, social y económicamente, tras años de desgobierno partidocrático. Cambios estructurales que reconozcan y defiendan la representación política de las Familias, de los Municipios, de las Corporaciones: de los cuerpos intermedios.




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