San Juan Bautista

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martes, 22 de julio de 2014

Es necesario guardar el Depósito de la Fe - Por Germán Mazuelo-Leytón


Recientemente, el comentarista de un conocido canal televisivo internacional expresó con aplomo que la Iglesia Católica es intransigente porque defiende a capa y espada sus dogmas invariables.

No se oye criticar a los matemáticos que son intransigentes al defender que 2 + 2 son 4, fórmula invariable. Quisiera dicho señor que la Iglesia admitiera al divorcio, condenado públicamente por Jesús, que permitiera el matrimonio de personas del mismo sexo, que bendijera las relaciones sexuales prematrimoniales, que accediera a la ordenación sacerdotal de las mujeres. Ignora nuestro comentarista que se tiene por católico, que hay normas y verdades, enseñanzas y tradiciones que la Iglesia no puede cambiar porque no tiene potestad para ello.

Se nota que la enfermedad es antigua, tanto como la Iglesia misma, la manía de muchos de querer cambiar lo que Jesús hizo inmutable. Es muy oportuno en este sentido, la recomendación de san Pablo a su discípulo Timoteo: «Conserva el depósito de la fe, evita las palabrerías inútiles y mundanas, tanto como las discusiones procedentes de una falsa ciencia. Algunos se han alejado de la fe por dar crédito a este tipo de ciencia» (Tim 6, 20).

Comenta San Vicente de Lerins:

«¿Qué es el depósito? Es lo que tú has creído, no lo que tú has encontrado; lo que recibiste, no lo que tú pensaste; algo que procede, no del ingenio personal, sino de la doctrina; no fruto de rapiña privada, sino de tradición pública. Es una cosa que ha llegado hasta ti, que por ti no ha sido inventada; algo de lo que tú no eres autor, sino guardián; no creador, sino conservador; no conductor, sino conducido. Guarda el depósito: conserva limpio e inviolado el talento de la fe católica. Lo que has creído, eso mismo permanezca en ti, eso mismo entrega a los demás. Oro has recibido, oro devuelve; no sustituyas una cosa por otra, no pongas plomo en lugar de oro, no mezcles nada fraudulentamente. No quiero apariencia de oro, sino oro puro» (Commonitorio, 22).

La Iglesia posee verdades que ningún romano pontífice puede cambiarlas aunque quisiera. El magisterio, esta vez el Papa y los obispos, no está por encima de la verdad, por lo que no pueden cambiarla cualquiera que sea la exigencia de la sociedad. Jesús predicó disposiciones, leyes, recomendaciones y exigencias contrarias a cuanto observada la gente, que en diversas ocasiones mostró su descontento, ya apartándose de él, ya echándole en cara sus atrevimientos, pero Jesús no cambió de conducta, afirmaría siempre que su doctrina no era invención humana sino el mandato estricto y claro del Padre celestial.

El Depósito de la Fe es el fundamento de la salvación, como es asimismo fundamento del Papado y de los sacramentos. Nuestro Señor Jesucristo prometió a la Iglesia la asistencia continua del Espíritu Santo a su Iglesia:

«En efecto, el Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que diesen a conocer por su revelación una doctrina nueva, sino para que, con su asistencia, pudieran conservar santamente y enseñar fielmente la Revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe. Su doctrina apostólica fue abrazada por todos los Santos Padres y fue venerada y seguida por los Santos Doctores de recta doctrina, sabiendo perfectamente que esta Sede de Pedro, se mantiene siempre pura de cualquier error, según la promesa divina de nuestro Señor y Salvador al Príncipe de sus Apóstoles: “He rogado por ti, para que tu fe no desfallezca y, cuando te recuperes, confirma a tus hermanos” (Lc 22,32)» (Concilio Vaticano I en la Constitución Dogmática Pastor Aeternus. DzSch 3070).

Uno podría preguntarse entonces si un Papa puede enseñar algo distinto al magisterio precedente. El mismo Sacrosanto Concilio Vaticano I, responde:

«Los Romanos Pontífices, por su parte, según lo persuadía la condición de los tiempos y las circunstancias, ora por la convocación de Concilios universales o explorando el sentir de la Iglesia dispersa por el orbe, ora por sínodos particulares, ora empleando otros medios que la divina Providencia deparaba, definieron que habían de mantenerse aquellas cosas que, con la ayuda de Dios, habían reconocido ser conformes a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas; pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la Fe» (Dz. 1836; D.S. 3069-3070).

Luego, si un Papa enseña algo contrario al depósito de la fe, éste estaría equivocado, y podría ser legítimamente resistido por el sensus fidelium, es decir los fieles que no están exentos de ese deber. EnseñaSan Roberto Belarmino: «Tal como es lícito resistir al Pontífice que agrede el cuerpo, también es lícito resistir a quien agrede las almas o quien altera el orden civil, o, sobre todo, a quien intenta destruir la Iglesia. Digo que es lícito resistirlo, no haciendo lo que él ordena y evitando que se ejecute».

Visto en: Agere Contra

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sábado, 12 de julio de 2014

La fe de Lutero: entendiendo el modernismo en la Iglesia - Por el P. Alfredo Saenz


  Según él (Lutero) la fe es esencialmente un sentimiento de confianza en la misericordia que Dios nos ha dispensado por los meritos de Cristo. Dicha confianza no es algo genérico o generalizable. Lo importante para Lutero es como se aplica al sujeto creyente: “yo creo que es precisamente a mí a quien Dios es favorable y a quien Dios ha perdonado”, lo que me lleva al “temor, la humildad, el abandono desesperado en sus brazos (…), aún sabiendo que uno está cubierto de pecados, que todo lo que hace es pecado”, consigna Kostlin en su obra La Teología de Lutero. Trátase de un complejo conjunto de “sentimientos personales” que el cristiano experimenta y que sigue experimentando. Ello hace que Lutero cultive una piedad prevalentemente sentimental, con lo que la fe, dejando de lado el contenido objetivo del “depósito”, se inclina a romper con la razón teológica. “Los sofistas – afirmaba Lutero – (es decir, la teología escolástica) ha pintado a Cristo en sí mismo, en cuanto él es Dios y Hombre; ellos cuentan sus brazos y sus piernas y mezclan maravillosamente sus dos naturalezas. Pero no es más que un conocimiento sofístico de Cristo Jesús. Porque si Cristo es llamado Cristo no es porque tenga dos naturalezas: ¡a mí que más me da! Si lleva ese nombre grandioso es a causa de la función u la obra que ha asumido. He aquí lo que le da su nombre. Que por naturaleza sea Dios y Hombre, eso le importa a él; pero en cuanto por su función se vuelve hacia mí, él derrama sobre mí su amor, él es mi Redentor y mi Salvador, mi consolación y mi bien”. Eso es lo importante para Lutero: el Dios de la fe, el Dios para mí. El Dios de la razón, en cambio, un Dios-en-sí, un Dios pujante, omnisciente, omnipotente, inefable, no le interesa. Que se queden con él los teólogos, los “sofistas” católicos. No es a “este Dios-en-si – afirma Lutero – a quien se dirige”. Sólo quiere representarse a Dios “en cuanto por su función se vuelve hacia mí”.

  Como consecuencia de semejante actitud, tozudamente sostenida, ante el misterio de Cristo, Lutero no solo divorcia la fe de la razón sino también del comportamiento ético. Si la fe consiste en “tomar conciencia” de la misericordia de Dios que “nos mira como justos”, aun sin serlos, si las obras no son capaces de ayudar a la fe, ni de contribuir a extinguirla, la fe de hecho se separa de la moral. Admitido que la sola fe justifica, la práctica moral entra en un cono de sombra.

  Como se ve por los textos transcriptos, en la concepción religiosa de Lutero se deja advertir un doble y complementario sentido: en la “verdad religiosa” ante todo, predomina lo que “yo siento” sobre lo que “me viene dado”; y, en segundo lugar, esa verdad se construye “a la medida de mi yo”. Dios interesa no por lo que es, soberano y objeto de adoración, sino en cuanto “me interesa”, en cuanto calma “las inquietudes de mi conciencia”, en cuanto “soluciona mis problemas personales”. Dios acaba por convertirse en “algo que satisface las necesidades humanas”. Por eso, acota García de Haro, “si bien Lutero pensó que seguía inmerso bajo el signo de la trascendencia divina, en realidad iniciaba un proceso de absolutización del “yo”, de autodivinización, a partir de la propia conciencia”.

  ¿Quién podría negar que Lutero fue un hombre profundamente religioso? Con todo, para llevar adelante su lucha ascética personal prefirió volverse sobre sí mismo. De ahí que aunque pensaba seguir buscando a Dios, en realidad sólo se buscaba a sí mismo. Dios no era el fin último de sus anhelos, sino un instrumento de su personal promoción.  Cuando afirma “a mí que más me da” que Cristo tenga dos naturalezas – “esto le importa a él”, acota -, está subordinándolo y poniéndolo a la medida del hombre. Que no se interponga pues, el magisterio de la Iglesia entre Cristo y yo. Si la revelación es algo estrictamente individual, incomunicable, ¿cómo admitir que una autoridad exterior, por sagrada que se pretenda, pueda mediar entre Dios y él para comunicarle ésta revelación que él solo percibe, y menos aun, para interpretarla? El Dios trascendente, el Dios en sí, explica García de Haro, le resulta opresivo, y por tanto inconscientemente intenta destruir a ese Dios. En un libro que Federico Jacobi, filosofo alemán abrevado en las corrientes del sentimentalismo, publicó en 1816, decía: “para que cualquier ser pueda llegar a convertirse en un objeto completamente comprendido por nosotros, debemos suprimirlo y aniquilarlo en el pensamiento como objeto, como realidad subsistente en sí, para transformarlo en algo subjetivo, en una criatura nuestra”.

  Por lo que el autor español concluye señalando “la connaturalidad de la lectura luterana con los sectores extremos del modernismo.  Todo giro subjetivizante ante la fe (…) a una rebelión frente al principio de la autoridad en la Iglesia (…) A la vez implica una reforma de la doctrina de la fe, donde la «experiencia interior» priva sobre el «don» sobrenatural; donde la fe tiende a confundirse con el sentimiento religioso y a perder todo contenido intelectual «dado»; en fin, donde se le reduce además, a algo «privado», «individual» e incapaz de «informar» la propia vida o de la sociedad”. Lutero invirtió la estructura del acto de fe, anteponiendo al don recibido la propia experiencia personal, la propia conciencia. De éste modo procederían los modernistas. Se entiendo así porqué el modernismo pudo ser colocado por Pio X en la línea dinámica que va del protestantismo hacia el ateísmo total. La subjetivización de la fe conduce tendencialmente no solo a la disolución de lo sobrenatural sino también de la religiosidad natural.


Alfredo Saenz – “El Modernismo: Crisis en las venas de la Iglesia” Ed. Gladius 201. Págs. 50-53.


Nota de NCSJB: el título del artículo es nuestro.


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martes, 20 de mayo de 2014

Un Jesús ‘tolerante’ no es el verdadero Jesús – Por Joseph Ratzinger


  “Un Jesús, que está de acuerdo con todo y con todos, un Jesús sin su santa ira, sin la dureza de la verdad y el amor verdadero, no es el verdadero Jesús, como lo muestra la Escritura, sino una miserable caricatura."  (Benedicto XVI)
  


  “Una concepción del ‘evangelio’ donde ya no exista la gravedad de la ira de Dios, no tiene nada que ver con el evangelio bíblico.

  “Un verdadero perdón es algo muy diferente de un débil ‘dejar correr’.

   “El perdón es exigente y pide a ambos -a quien lo recibe y a quien lo da- una postura que se refiere a la totalidad de su ser. Un Jesús que aprueba todo es un Jesús sin la cruz, porque entonces no es necesario el dolor de la cruz para sanar al hombre.

  “Y, en efecto, la cruz es cada vez más expulsada de la teología y falsamente interpretada como una desgracia o como un asunto puramente político.

  “La cruz como expiación, como la ‘forma’ del perdón y de la salvación no se ajusta a un cierto patrón del pensamiento moderno.

  “Sólo cuando se ve claramente el nexo entre la verdad y el amor, la cruz se hace comprensible en su verdadera profundidad teológica. El perdón tiene que ver con la verdad, y por lo tanto requiere la cruz del Hijo, y exige nuestra conversión. El perdón es, precisamente, la restauración de la verdad, la renovación del ser y la superación de la mentira escondida en cada pecado.

  “El pecado es siempre, por su propia esencia, un abandono de la verdad del propio ser y por lo tanto de la verdad querida por el Creador, Dios”.


Joseph Ratzinger, “Guardare a Cristo”, p. 76, Jaca Book 1986



Visto en: “Espada Católica” - http://espadacatolica.blogspot.com.ar/



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domingo, 13 de abril de 2014

El Manípulo Contra La Acedia De La Iglesia - por Alessandro Gnocchi


(Traducción del italiano por F.I.)
  
  Ningún gran hombre, decía Hegel, le escapa a la censura del camarero que gobierna sus recámaras. Del mismo modo, las revoluciones y sus traumas reformadores no se sustraen al juicio del ropavejero que frecuenta la trastienda donde reposan los restos del tiempo que pasó y del orden trastornado. Por cuanto se lo esconda, hay siempre un lugar en el que el individuo de excepción y el acontecimiento trascendental se ven obligados a mostrar su naturaleza más íntima, aunque más no sea algún detalle.

  La reforma litúrgica operada en la Iglesia Católica al final de los años sesenta no escapa a la guillotina hegeliana. Incluso ese gran salto hacia el mundo, que se puede considerar revolución -a juzgar por la orientación del orar, invertido respecto del pasado-, tiene su trastienda reveladora. Basta ir a las casas parroquiales, conventos y sacristías en busca de antiguas vestimentas rituales para contar con la prueba. Con un poco de paciencia y bastante disposición a la humildad, en este tour de la memoria litúrgica se encuentra siempre un sacerdote, una monja, con mayor frecuencia un viejo sacristán, que descubren casullas, dalmáticas, tunicelas, sobrepellices y bonetes, suspirando por el  tiempo en que la misa era de veras la misa. Pero incluso ellos, salvo raras excepciones, no están en condiciones de recuperar el manípulo, esa tela delgada semejante a una pequeña estola que el celebrante lleva sobre el brazo izquierdo.


  Por oscuros designios, parece casi como si se hubiera querido borrar la memoria de este paramento cuyo origen se remonta a la mappula, el pañuelo de lino que la nobleza romana llevaba en el brazo izquierdo, usado para limpiar sudor y lágrimas y para dar la señal de comienzo de los combates en el Circo. Merear, Domine, portare manipulum fletus et doloris; ut cum exsultatione recipiam mercedem laboris, recita el sacerdote mientras se lo pone durante la vestición. «Oh Señor, que yo merezca llevar el manípulo del llanto y del dolor, a fin de recibir con alegría la recompensa de mi trabajo»: y entonces, una vez más, comienza la batalla contra el mundo y su príncipe, en la que el sacerdote místicamente suda, llora, se desangra y lucha hasta la cruz como alter Christus. Aprovecha pues la dolorosa y varonil compenetración con el sacrificio, de la que el sutil manípulo es signo e instrumento. Allí donde, en cambio, se ha perdido voluntariamente la memoria para abocarse al banquete festivo de una salvación carente de fatigas no hay lugar para los signos de la batalla a la que se le debe confiar el propio cuerpo.

  La agonía del padre Pío y de su carne estigmatizada, los éxtasis de san Felipe Neri hundiendo sus dientes en el cáliz para beberse ávidamente a todo su Señor, las visiones de san Juan Crisóstomo, que asistía al descenso del rayo sobre el altar, y aun todas las misas, incluso aquellas del más indigno de los sacerdotes que tuviese siquiera un poco de fe en el milagro de la transustanciación, han sido siempre, a un tiempo, el corazón y el fruto de la batalla contra el príncipe de este mundo. Impone, Domine, cápiti meo gáleam salutis, ad expúgnandos diabólicos in cursus. «Pon, oh Señor, en mi cabeza el yelmo de la salvación, para vencer los asaltos del demonio» reza el sacerdote cuando, preparándose para la celebración, viste el amito, otra prenda que recuerda la batalla y el sacrificio caídos en desuso en la misa reformada. Hoy, en la Iglesia post-conciliar, se  prefiere hablar por hablar, dialogar por dialogar, conversar amigablemente con el mundo embriagados por un ilusorio poder de seducción de la cháchara. Ya no sirve una prenda como el amito que, además del casco del guerrero, simboliza también la castigatio vocis y expulsa del acto de religión toda palabra que no sea ritual y que es, por eso mismo, inexorablemente excesiva. Se ha perdido la actitud ritual y, por ello, se ha perdido la capacidad de mando, y por eso los sacerdotes han abandonado la sotana. «Cuando los hombres quieren aparecer sin falta solemnes», escribe Gilbert Keith Chesterton en Lo que hay de malo en el mundo, comentando la estupidez de las mujeres que prefieren los pantalones, «como en el caso de los jueces, sacerdotes y reyes, entonces usan la falda, el largo y ondulante traje de la dignidad femenina. El mundo entero se halla gobernado por las faldas, ya que incluso los hombres las usan cuando quieren gobernar».

  La idea del mando y de la batalla, de las armas y de la armadura del espíritu, han sido abandonadas por cristianos que gustan hacerse acunar por la apatía, el más perverso de los pecados capitales. Esa trampa mortal que los antiguos padres llamaban akedia o acedia se ha transmitido de creyente en creyente hasta infestar el cuerpo de la Iglesia. Esto ha dado como resultado un mal del ser, una herejía de la forma que preludia los más variados errores -y aun contrarios entre sí-, como una suma mueca contra el viril y bélico principio de no contradicción. Enferma de acedia, la Iglesia ha terminado por concebirse y presentarse como problema en vez de como solución a la íntima afección del hombre. Incluso cuando habla del mundo revela la conciencia de su propia ineficacia para indicar un camino de salvación, casi como si se excusara por haberlo intentado durante tantos siglos. Primero duda de sus propios fundamentos intelectuales y ascéticos y, al tiempo que proclama estar abriéndose al siglo, se declara incapaz de conocerlo, de definirlo y, por lo tanto, de educarlo y convertirlo. A lo sumo, se encuentra disponible para interpretarlo.

  «La acedia», escribe san Juan Clímaco en la Escalera del Paraíso (y parece describir a la Iglesia de estas últimas décadas, y no al monje postrado ante el peso de la religión), «es abatimiento del alma, debilitamiento de la mente, negligencia de la ascesis, odio de la profesión; es considerar dichosos a los que viven en el mundo, es tan calumniadora de Dios como carente de compasión y amor por los hombres. Es atonía en la salmodia, debilidad en la oración». Luego, como verdadero hombre de Dios, y por lo tanto conocedor del ser humano, el antiguo padre muestra qué efectos efímeros y traidores produce la acedia, enfermedad tan insidiosa que llega a presentarse como remedio ilusorio de sí misma. Es «férrea en el servicio, activa en el trabajo, manual, dispuesta a la obediencia (...) La acogida de los huéspedes es una sugerencia de la acedia, y ésta insta a cumplir trabajos manuales para hacer limosnas, invita calurosamente a visitar a los enfermos, recordando a Aquel que dice: 'estuve enfermo y me visitasteis'; impele a acudir a los que están desanimados y débiles de ánimo diciendo consolar a los débiles de ánimo, del mismo modo que ella es de ánimo débil. Mientras estamos en la oración nos trae a la mente tareas urgentes y obra toda artimaña para quitarnos de allí con una razón de peso, como un cabestro, justamente ella que es irracional».

  Aquello que en el siglo VII era una advertencia para los miembros singulares, ahora se aplica a todo el cuerpo eclesial, presa de aquella enfermedad de hacer, un poco tango y corazón [en castellano en el original], inspirado en el movimientismo mediático y en el minimalismo del actual pontificado. Pero no es haciéndose similar al mundo y desposando su lenguaje como se lo atrae; no es ensalzando el gesto y la palabra cuyo rito es "castigatio" como se gana al siglo: porque el mundo padece, ante todo, horror de sí mismo, y no es secularizándose como el cristiano lo conquista. «Ve», dice Moisés el Fuerte, otro padre del desierto, al monje apático, «entra a tu celda y siéntate, y tu celda te lo enseñará todo». Y en el ensayo sobre Los sentidos sobrenaturales Cristina Campo escribe: «no impunemente se practica la torva homeopatía que recomienda curar a un mundo gravemente enfermo de miseria, anonimato, profanidad y licencia por medio de miseria, anonimato, profanidad y licencia». Y de nuevo: «esperar a que la regeneración de lo profano, la "consagración del mundo" pueda tener lugar fuera de las regiones vertiginosas, en las vetas del Sinaí, es infantil. Comer una comida simbólica entre amigos, donde y como la imaginación lo dicte, en memoria de un filántropo de la antigüedad es, a la vez, la putrefacción de lo sagrado y la pérdida de lo profano (...) Heschel nos recuerda que si dejamos de llamar a Dios en nuestros altares, los ocuparán ineluctablemente los demonios».

  Sin embargo el altar, la gran prueba ante la que es convocado el hombre en el acto de la religión, está íntimamente ligado al dogma, la gran prueba a la que el hombre está llamado en el acto de la inteligencia. Si uno falla, el otro también se cae, activando un círculo que se autoalimenta perversamente. El benedictino Dom Prosper Guéranger escribía en sus Institutions liturgiques: «vino finalmente Lutero, quien no dijo nada que que sus predecesores no hubieran dicho antes que él, pero pretendió liberar al hombre, a un mismo tiempo, de la esclavitud del pensamiento respecto del poder docente y de la esclavitud del cuerpo respecto del poder litúrgico».

  El vicio del la acedia, que hechiza al pueblo de Dios haciéndole perder la frontera entre la ortodoxia y la herejía, tiene sus raíces en el drama religioso del agustino alemán, traducido en agresión a la liturgia y a la razón, al altar y al dogma, a la lex orandi y a la lex credendi. Nada extraño, si se tiene en cuenta que el hombre es un ser racional porque es un ser litúrgico y tiene como fin último la adoración: como no puede eliminar el rito de su horizonte y, por tanto, debe limitarse a distraerlo de su legítimo objeto y pervertirlo, de la misma manera se relaciona con la razón, y cuando no la santifica la prostituye. Los ataques contra el Cuerpo Místico de Cristo siempre pasan por la demolición de la liturgia: el genio herético de Arrio se transmitió gracias a himnos religiosos, y el genio ortodoxo de san Ambrosio lo venció gracias a otros himnos religiosos.

  Connaturales a la esencia litúrgica y racional del hombre, el altar y el dogma son la prueba por la cual medir la salvación que una criatura no puede darse a sí misma: piden un supremo acto de confianza ya que velan aquello que todo ser humano querría que fuese evidente. Este velamen, tenido por odioso por el hombre moderno, es fruto de la incapacidad de captar lo esencial de parte de quien ha perdido el estado de Gracia. Por sí solo el hombre ya no es capaz de percibir el sentido último de las cosas, y por esta razón la liturgia, mientras no se rindió a los encantos de la Ilustración, lo ha siempre ayudado revistiendo a la materia con significados ulteriores. A través de los tapices colocados en el umbral entre lo finito y lo infinito, el acto de adoración conduce a la inteligencia a intuir, al menos, la bella razonabilidad del dogma. Entonces el velo se convierte en el signo visible de la gracia y de una santidad invisible a los ojos del hombre, muestra la esencia íntima de las cosas.

  Pero es menester la fe, como dice Santo Tomás en su sublime himno eucarístico Adoro te devote: Vista, tacto, gustus, in te fállitur,/ Sed audítu solo tuto créditur:/ Credo quidquid díxit Dei Fílius;/ Nil hoc verbo veritátis vérius. "La vista, el tacto, el gusto, en Ti se engañan/ Pero sólo con el oído se cree con seguridad:/ Creo todo lo que dijo el Hijo de Dios,/ nada es más verdadero que esta palabra de verdad ". Sólo en estas regiones tan enrarecidas, y sin embargo tan concretas que pueden ser tocadas, comidas, bebidas, es posible encontrar el punto de Arquímedes en el que reside la salvación: la Cruz, locura para el mundo, que considera al cristiano un loco destinado a vivir cabeza abajo. Y sin embargo, es precisamente así, como san Pedro en el instante supremo de su crucifixión con la cabeza vuelta hacia abajo, que el seguidor de la Cruz tiene como recompensa la visión maravillosa e infantil en la que el mundo aparece verdaderamente tal como es: con las estrellas a modo de flores y las nubes como colinas y todos los hombres suspendidos en el vacío a la merced de Dios.

  Una tal visión produce una mirada que asusta tanto al mundo como para conquistarlo, sin siquiera una palabra ni un gesto mundanos. Es el brillo pintado con perfecta devoción en el San Francisco de Francisco de Zurbarán, en el que destacan dos ojos espiritualizados, uno penetrado por la luz y el otro inmerso en la sombra, que pertenecen a otro mundo y no ven otra cosa. Y cuando se posan en las cosas materiales lo hacen sólo para expresar la belleza velada e inasible a ojos profanos. La imagen del hombre de pie, con la cabeza tapada por la capucha, las manos ocultas en las mangas del hábito y la mirada en el cielo pintado por el pintor español no representa al santo vivo, sino a su cuerpo incorrupto después de la muerte, tal como fue encontrado en la cripta de Asís. Por lo general, el hallazgo de Francisco es representado como un episodio narrativo. Zurbarán, en cambio, muestra al santo erguido en un eterno instante litúrgico, modelado por la luz y la sombra, por la Gracia y por el velo. Sólo la cara, cuya mitad está inmersa en la sombra, aparece de carne, pero contribuye a testimoniar la manifestación corporal de alguien que regresa del mundo de los muertos en una epifanía privada de notas aterradoras, porque el alma está llena de serenidad sobrenatural y de bienaventuranza.

  Incluso en la última capilla rural, donde el aroma del pobre incienso se mezcla con el de la cera rancia, la entrada del sacerdote listo para la celebración del sacrificio tiene la misma raíz sagrada percibida por el visionario español, hecha de lo divino que irrumpe en el tiempo. Introibo ad altáre Dei. Ad Deum qui laetificat juventútem meam, y mientras se acerca al altar de Dios, al Dios que alegra su juventud, el sacerdote, aunque no pueda  revestirse de la gloria pintada por Zurbarán, habla a cada criatura del universo velándose con los signos que llevan los vestigios de la gloria. Y se hace de veras felizmente joven, sea un indigno pecador, como lo cuenta Graham Greene en El poder y la gloria, o sea mártir, según lo cuenta Robert Hugh Benson en Con qué autoridad.

  «Uno de los criados, notando, notando que no tenía la fuerza como para vestirse por su cuenta los ornamentos sacerdotales» narra Benson, describiendo la misa de un sacerdote torturado por los verdugos anglicanos, «le puso alrededor del cuello el amito; luego le puso el alba, recogiéndolo alrededor de los flancos con el cíngulo; le dio la estola para que la besase, le adaptó el manípulo al brazo izquierdo y, finalmente, lo cubrió con la casulla roja, y el sacerdote estaba de nuevo, al igual que el domingo anterior, con vestiduras rojas; pero, ¡ay, qué cambiado! Entonces el siervo se arrodilló junto a él y el sacerdote comenzó a recitar las oraciones que se utilizan como preparación al acto más grande de la religión; acercándose luego al altar, se inclinó lentamente, lo besó y se dio comienzo a la misa».


Visto en: http://in-exspectatione.blogspot.com.ar/

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miércoles, 2 de abril de 2014

CELO BIEN ORDENADO - Por Catalina SCJ


CELO BIEN ORDENADO


  El celo santo por la gloria de Dios, es virtud; dejarse llevar de un celo desordenado puede desembocar en ira y eso no estaría bien, y no agradaría a Dios. A veces nos sentimos interiormente interpelados y nos decimos: ¿Seremos justos y equitativos a la hora de expresar nuestro descontento por lo que acontece en la Iglesia, o no nos dejaremos llevar de forma inconsciente de un celo desmedido?

  Esto lo digo porque en algunos comentarios se percibe cierta preocupación, para no traspasar el límite debido, a fin de que la corrección produzca frutos. Para que la denuncia del mal sea eficaz debe hacerse no solo con verdad, sino con caridad y con templanza.

  En este blog, no me cabe duda que tanto los que escriben los artículos como los que hacen los comentarios buscan la verdad, “porque el amor de Cristo los apremia” (2Cor 5,14). Pues bien, si alguien tiene alguna duda o escrúpulo de conciencia, conviene saber que, los que viven en “la verdad de Jesús” (Ef 4,21) tienen la obligación moral de combatir el error. Y éste se combate, poniendo en alto “la Luz verdadera que ilumina a todo hombre, cuando viene a este mundo. Pero los hombres aman más las tinieblas que la luz porque sus obras son malas. Pues todo el que obra el mal odia la luz y no se acerca a ella, para que nadie censure sus obras”   (Jn 1,9.10).

  Para alzar la voz en defensa de Jesucristo y de “la sana doctrina según el Evangelio de la gloria de Dios” (1Tim 1,10.11), hay que tener “virtud y valor” (Flp4,8)  porque es difícil decir la verdad a una multitud de gente que vive en la mentira. En ellos se “cumple la profecía de Isaías: Oír oiréis, pero no entenderéis; mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos y han cerrado sus ojos. ¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen”. (Mt 13,14-16).

  Hablando del celo santo, hoy día, más escaso que el oro de Ofir, quiero recordar a Moisés y a Elías, en ambos se da el celo y la ira, pero dejaré de lado la ira, cosa natural a la flaqueza humana; para centrarme en lo que nos ocupa, que es, dónde está el límite entre el celo ordenado y el desordenado.

  Es fácil perder la compostura ante tantos hechos lamentables. De ahí la lucha entre “el hombre viejo nacido del pecado, y el hombre nuevo” Col 39.10) “revestido de Cristo” (Gál 3,27).

  San Pablo, que conoce por propia experiencia lo que sucede dentro del mismo hombre, dice: “Yo sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mi carne; puesto que no hago el bien que quiero sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7,18.19). Creo que con decir la verdad, es suficiente, y no hace falta añadir más, pues la verdad hiere, y califica a los que viven en la mentira. 

  Volvamos nuestros ojos a la Palabra de Dios, fuente de vida y santidad, y detengámonos “en Moisés, a quien el Señor hablaba cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).  Moisés subió al monte Sinaí y allí permaneció durante mucho tiempo en oración y en ayuno. “El pueblo, al ver que Moisés tardaba en bajar, dijo a Aarón: Anda haznos un dios que nos guíe” (Ex 32,1). Al contemplar el becerro de oro, los gritos de júbilo y las algarabías se oyeron por todo el campamento. “El Señor dijo a Moisés. ¡Anda baja! Porque se ha pervertido tu pueblo el que sacaste del país de Egipto. Moisés se volvió y bajó del monte con las dos tablas de la Ley. Las tablas eran obra de Dios y la escritura, era escritura de Dios grabada en las tablas y las hizo añicos al pie del monte. Luego tomó el becerro que habían hecho y lo quemó” (Ex 32,7.15.16.19.20). Moisés al ver cómo el corazón de este pueblo se había prostituido adorando a un dios falso, sintió celo por la gloria de Dios, rompió las tablas y destruyó al becerro.

  Elías era un profeta del Altísimo “su palabra ardía como fuego, quemaba como antorcha” (Eclo 48,1). En tiempos de Elías, como también sucede hoy, proliferan los falsos profetas, que dicen a los hombres aquello que quieren oír, que les agrada y que acaricia sus oídos. Elías como cualquier buen profeta habla en nombre de Dios, y denuncia aquellas cosas que están mal y que algunos, no quieren ver ni oír.  
   

   “Elías se acercó a la gente y les dijo: ¿Hasta cuándo vais a estar cojeando sobre dos muletas? Si el Señor es vuestro Dios, seguidlo; si es Baal, seguidlo a él. Los profetas de Baal eran cuatrocientos cincuenta, y Elías estaba sólo, tuvo miedo y huyó para poner a salvo su vida. Llegó al monte de Dios el Horeb. Allí se introdujo en una cueva. El Señor le dijo: ¿Qué haces aquí Elías? Él respondió: Ardo en celo por el Señor mi Dios, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas. Solo quedo yo y tratan de quitarme la vida. Él le dijo: sal y permanece de pie ante el Señor.  Entonces hubo un huracán tan violento que hendían las montañas y quebraba las rocas a su paso.   Pero en el huracán no estaba el Señor. Después del huracán un terremoto. Pero en el terremoto no estaba el Señor. Después del terremoto, fuego. Pero en el fuego no estaba el Señor. Después del fuego vino el susurro de una brisa suave que rozó su frente, al oírla, Elías se tapó el rostro con el manto, porque allí sí estaba Dios. Le llegó una voz que le dijo: ¿Qué haces aquí Elías?  Y él respondió: Ardo en celo por el Señor mi Dios” (1R 18,20.22.19,3.9.11-14).

  Estos pasajes bíblicos, son sublimes, y profundos; y tienen tanta luz y claridad, que no necesitan ninguna explicación.

  Moisés como Elías trataron de acercar las gentes a su Dios. “Moisés se plantó a la puerta del campamento y exclamó: ¡A mí los del Señor!, y se le unieron todos los hijos de Leví” (Ex 32,26) Y Elías dijo: “Si el Señor es vuestro Dios seguidlo (1 Re 18,21).  Haciéndoles ver que aquellos que no están con el Señor están contra Él. En este camino, no hay un término medio, o se está con Cristo, o contra Cristo. “Pues el que no está conmigo, está contra Mí; y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt  12,30). 

Catalina SCJ

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lunes, 31 de marzo de 2014

Callar sobre el Infierno: Grave Pecado de Omisión - Por el P. Marcel Nault


FÁTIMA Y LA VISIÓN DEL INFIERNO

  El Padre Marcel Nault nació el 3 de marzo de 1927 en Montreal, Canadá.

  Su vocación fue relativamente tardía. Se ordenó como sacerdote diocesano el 4 de marzo de 1962, un día después de su cumpleaños 35.

Ofrecemos su discurso pronunciado en la Conferencia Mundial de Paz de Obispos Católicos, en Fátima, Portugal, en el año 1992 sobre el Infierno y la visión que de el tuvieron los pastorcitos de Fátima.

  Este discurso causó tal impacto que después de la conferencia, algunos Obispos pidieron al Padre Nault que escuchara sus confesiones.

  El 30 de marzo de 1997, domingo de Pascua, a las 12:00 del mediodía, el Padre Marcel Nault fue llamado de esta vida terrenal a la presencia de Dios a quien él amó y sirvió con profunda devoción.

Discurso del Padre Marcel Nault

  Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra por un motivo, para salvar a las almas del Infierno. Enseñar la realidad del Infierno es la tarea más importante e ineludible de la Santa Iglesia Católica. Uno de los grandes Padres de la Iglesia, San Juan Crisóstomo, continuamente enseñaba que Nuestro Señor Jesucristo predicaba con más frecuencia sobre el Infierno que sobre el Cielo.

  Algunos piensan que es mejor predicar sobre el Cielo. No estoy en acuerdo. Predicar sobre el Infierno produce muchas más y mejores conversiones que las obtenidas con la mera predicación sobre el Cielo. San Benito, el fundador de los Benedictinos, al estar viviendo en Roma el Espíritu Santo le dijo: “Tú vas a perder tu alma en Roma e irás al Infierno.” Él dejó Roma y se retiró a vivir en el silencio y la solicitud fuera de Roma para meditar sobre la vida de Jesús y el Santo Evangelio. San Benito huyó de todas esas ocasiones de pecado de la Roma pagana. Él oró, se sacrificó por sí mismo y por los pecadores. El Espíritu Santo difundió la noticia de su santidad. Como resultado, la gente lo visitaba para ver, escuchar y seguir su ejemplo y consejo. San Benito se apartó por sí mismo de toda ocasión de pecado y alcanzó la santidad. La Santidad atrae a las almas.

  ¿Por qué piensan que San Agustín cambió su vida? ¡Por temor al Infierno! Yo predico con frecuencia sobre la trágica realidad del Infierno. Es un dogma católico que sacerdotes y obispos ya no predican más. El Papa Pío IX, que pronunció los dogmas de la Infalibilidad del Papa y el de la Inmaculada Concepción de María, y que también emitió su famoso Sílabo condenatorio contra los errores y herejías del mundo moderno, solía pedir a los predicadores que enseñaran a los fieles con mayor frecuencia sobre las Cuatro Postrimerías, en especial sobre el Infierno, así como él mismo daba el ejemplo predicando. El Papa pidió esto porque la meditación sobre el Infierno genera santos.


LOS SANTOS TEMEN AL INFIERNO

  Aquí nos encontramos con algo curioso, los santos temen ir al Infierno pero los pecadores no sienten tal temor.

  San Francisco de Sales, San Alfonso María Ligorio, el Santo Cura de Ars, Santa Teresa de Ávila, Santa Teresita del Niño Jesús, tuvieron miedo de ir al Infierno.

  San Simón Stock, el Superior General del Carmelo, sabía que sus monjes tenían miedo de ir al Infierno. Sus monjes ayunaban y hacían oración. Vivían recluidos, separados del peligroso mundo dominado por Satanás. Aún así tenían miedo de ir al Infierno. En 1251, Nuestra Señora del Monte Carmelo se apareció en Aylesford, Inglaterra, a San Simón Stock. Ella le dijo: “No teman más, te entrego una vestidura especial; todo el que muera llevando esta vestidura no irá al Infierno.” Yo llevo puesto mi Escapulario Café bajo mis vestiduras y llevo otro en mi bolsillo porque nunca sé cuándo la gente me pedirá que les hable sobre el Infierno o el Escapulario Café. María dijo al sacerdote dominico, el beato Alán de la Roche, “Yo vendré y salvaré al mundo a través de Mi Rosario y Mi Escapulario.”

  Uno no puede especializarse en todo y enseñar sobre todo; uno debe elegir. Yo creo que ésta es la voluntad de Dios: que yo predique sobre el Infierno. Un Monseñor, mi superior hace tiempo, me dijo en una ocasión: “Predicas con demasiada frecuencia sobre el Infierno y eso asusta a la gente.” Él agregó: “Marcel, yo nunca he predicado sobre el Infierno, porque a la gente no le gusta. Tú los asustas.” En un tono muy amistoso, Monseñor me dijo en su oficina: “Marcel, yo nunca he predicado sobre el Infierno y nunca lo haré, y mira qué agradable y prestigiada posición he alcanzado.” Yo guardé un largo silencio, luego lo mire a los ojos. “Monseñor”, le dije, “usted está en la vía del Infierno para toda la eternidad. Monseñor, usted predica para complacer al hombre, en lugar de predicar para complacer a Cristo y salvar a las almas del Infierno. Monseñor, es un pecado mortal de omisión el rehusarse a enseñar el Dogma Católico sobre el Infierno.”

  Cuando Dios envió Profetas en el Antiguo Testamento, fue para recordarle al hombre que regresara a la verdad, que regresara a la santidad. Jesús vino, predicó y envió a sus Apóstoles al mundo para predicar el Santo Evangelio. La Serpiente vino y difundió su veneno a través de herejías, pero Jesús envió a su Amadísima Madre, la Reina de los Profetas: “Ve a la tierra y destruye las herejías.” Los Padres de la Iglesia han escrito que la Madre de Dios es el martillo de las herejías.

  Si se toman el tiempo de estudiar con gran atención el mensaje de Nuestra Señora de Fátima, notarán que es un mensaje de lo más trágico y profundo, que refleja las enseñanzas del Santo Evangelio.


LAS LECCIONES DADAS EN FÁTIMA

  El resumen del Mensaje de Fátima es, que el Infierno existe. Que el Infierno es eterno y que iremos ahí si morimos en estado de pecado mortal. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” Nuestra Señora vino y nos dijo que podemos salvarnos a través de sus dos divinos sacramentos de predestinación: el Santo Rosario y el Escapulario Café. También manifiesta un énfasis especial sobre la Devoción a su Inmaculado Corazón y la Devoción de los Primeros Cinco Sábados. En la primera aparición del Ángel de Portugal en el Cabeco, en mayo de 1916, el Ángel vino a los tres niños y les mostró cómo adorar a Dios con la oración: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y Te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni adoran, ni esperan y no Te aman.” El Ángel oró esta oración mientras se postraba con la frente en el suelo. El Ángel de Fátima les había mostrado a los tres niños en el orden de las oraciones, qué es lo primero. Primero, uno debe adorar a Dios y después orar a los santos. Primero Dios, las criaturas después. El Ángel de Fátima mostró al hombre que debe adorar a Dios y orar ante Él de rodillas. Entre más conoce el hombre a Dios, más se humilla ante Dios su Creador.

  El gran Obispo francés Bossuet dijo: “El hombre en verdad se engrandece cuando está de rodillas.” Sí, el hombre realmente se engrandece cuando se arrodilla ante su Creador y Redentor, Jesús, en el Santísimo Sacramento. El Ángel de Fátima vino a enseñarles a los tres niños que nuestro primer deber, de acuerdo con el Primer Mandamiento, es adorar a Dios. En su tercera aparición en el Cabeco, el Ángel de Portugal vino con un Cáliz en su mano izquierda y una Hostia en la mano derecha. Los niños se preguntaban qué estaba pasando. El Ángel milagrosamente suspendió el Cáliz y la Hostia en el aire y se postró en tierra y recitó una oración Trinitaria de profunda adoración: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Te adoro profundamente y Te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de todas las ofensas, sacrilegios, abandonos e indiferencias con Él mismo es ofendido y por los méritos infinitos de su Sacratísimo Corazón y por la intercesión del Inmaculado Corazón de María, Te pido la conversión de los pobres pecadores.”

  Dios desea que Le adoremos de rodillas. ¿Nos arrodillamos en adoración y oración ante Jesús en el Santísimo Sacramento? Debemos hacerlo. Cuando los tres Reyes Magos de Oriente fueron a Belén y entraron en donde estaba el Niño Jesús, se postraron frente a Él para adorarlo de rodillas. Tenemos este ejemplo en las Escrituras y del Ángel de Fátima, que Dios quiere que Le adoremos de rodillas.


EL REFORZAMIENTO DE LOS DOGMAS CATÓLICOS

  Un año más tarde, el 13 de mayo de 1917, los niños vieron a una jovencita aparecerse ante ellos. Era la primera aparición de Nuestra Señora. Lucía le preguntó: “¿De dónde vienes?” Ella le contestó: “Vengo del Cielo.” El Dogma Católico de la existencia del Cielo. Los niños preguntaron: “¿Iremos al Cielo?” Ella contestó: “Sí, irán al Cielo.” Entonces preguntaron: “¿Nuestras dos amiguitas están en el Cielo?” María les contestó: “Una de ellas, sí”. Los niños preguntaron: “¿Dónde está la otra chica? ¿Está en el Cielo?” María les contestó: “Ella está en el Purgatorio y lo estará hasta el fin del mundo.” Esta chica tenía unos 18 años de edad. Un segundo Dogma Católico, el Purgatorio existe y prevalecerá hasta el fin de este mundo. La Madre de Dios no puede mentir. El Ángel de Fátima enseñó a los tres niños cómo adorar a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Este es un reforzamiento del Dogma de la Santísima Trinidad, el mayor de todos, sin el cual la Cristiandad no podría permanecer. Debemos adorar a las Tres personas de la Santísima Trinidad.


UNA VISIÓN DEL INFIERNO

  El viernes 13 de julio de 1917, Nuestra Señora se apareció en Fátima y les habló a los tres pequeños videntes. Nuestra Señora nunca sonrió. ¿Cómo podía sonreír, si en ese día les iba a dar a los niños la visión del Infierno? Ella dijo: “Oren, oren mucho porque muchas almas se van al Infierno.” Nuestra Señora extendió sus manos y de repente los niños vieron un agujero en el suelo. Ese agujero, decía Lucía, era como un mar de fuego en el que se veían almas con forma humana, hombres y mujeres, consumiéndose en el fuego, gritando y llorando desconsoladamente. Lucía decía que los demonios tenían un aspecto horrible como de animales desconocidos. Los niños estaban tan horrorizados que Lucía gritó. Ella estaba tan atemorizada que pensó que moriría. María dijo a los niños: “Ustedes han visto el Infierno a donde los pecadores van cuando no se arrepienten.”


UN DOGMA CATÓLICO MÁS, LA EXISTENCIA DEL INFIERNO

  El Infierno es eterno. Nuestra Señora dijo: “Cada vez que recen el Rosario, digan después de cada década: Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno, lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de Tu misericordia.” María vino a Fátima como profeta del Altísimo para salvar a las almas del Infierno.

  El patrono de todos los pastores, San Juan María Vianney, solía predicar que el mayor acto de caridad hacia el prójimo era salvar su alma del Infierno. Y el segundo acto de caridad es el aliviar y librar a las almas de los sufrimientos del Purgatorio. Un día en su pequeña iglesia (donde hasta este día se conserva su cuerpo incorrupto), un hombre poseído por el demonio se le acercó a San Juan María Vianney y le dijo: “Te odio, te odio porque arrebataste de mis manos a 85 mil almas.”

  Eminencias, Excelencias, Sacerdotes, cuando seamos juzgados por Jesús, Jesús nos hará una sola pregunta: “Yo te constituí Sacerdote, Obispo, Cardenal, Papa, ¿cuántas almas salvaste del Infierno?”  San Francisco de Sales, de acuerdo con estadísticas, ha convertido, y probablemente salvado, a más de 75 mil herejes. ¿Cuántas almas has salvado tú?

  Cuando leemos a los Padres de la Iglesia, a los Doctores de la Iglesia y a los santos, uno se estremece ante una realidad: todos ellos enseñaron el Evangelio de Jesús y sobre las Cuatro Postrimerías: Muerte, Juicio, Infierno y Paraíso. Todos han predicado el Dogma Católico del Infierno porque cuando meditamos en el destino de los condenados, no deseamos ir al Infierno.

  No es mi intención criticar a los Obispos, pero debo confesar esta verdad. En mis 30 años de sacerdocio, es triste reconocer que nunca he visto, ni escuchado, que un Obispo, aún mi Obispo o cualquier otro Obispo, predique el Dogma de la Iglesia Católica Romana sobre el Infierno.

  Supongo que en sus países o en otros lugares sí lo hacen, pero en Norteamérica no es predicado este Dogma de Fe. Cierto día en una catedral le dije a un Obispo: “Su Excelencia, usted realiza bellas meditaciones sobre el Santo Rosario cada noche por la radio. Esto es hermoso. Pero debo preguntarle, por qué no abrevia un poco su meditación e inserta después de cada década del Rosario la oración: “Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno, lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de Tu misericordia.” ¿Por qué se rehúsa decir esta pequeña oración después de cada década, tal como lo pidió Nuestra Señora de Fátima el 13 de julio de 1917, después de que les había mostrado el Infierno a los tres videntes? El Obispo me dijo: “Mire, a la gente no le gusta que prediquemos sobre el Infierno, la palabra Infierno les asusta.” No estamos para predicar lo que complazca a las multitudes sino para salvar sus almas del Infierno, para evitar que vayan al Infierno eternamente. Es probable que esta afirmación no sea aceptada por todos los Obispos pero con frecuencia los oigo rezar el Rosario omitiendo esta oración piadosa para salvar almas del Infierno. Yo creo que esta pequeña oración de Nuestra Señora de Fátima dada a los niños el 13 de julio de 1917, es más poderosa y más placentera a Dios que cualquier meditación por bella que sea, aunque haya sido expresada por un Obispo. Cada uno de nosotros hemos recibido nuestra misión de Dios, y creo que Jesús y Nuestra Señora desean que mi misión sea que yo predique sobre el Infierno. Por esto es que predico sobre el Infierno. Hay muchas revelaciones que podemos leer en la biografía de las almas privilegiadas. Algunas almas que están al Infierno han sido obligadas por Dios a hablarnos para ayudarnos a crecer en nuestra fe.

  Constituye un pecado mortal de omisión el rehusarse a predicar el Dogma Católico sobre el Infierno. Tales almas condenadas han dicho: “Podríamos soportar estar en el Infierno por mil años. Podríamos soportar estar en el Infierno un millón de años, si supiéramos que un día dejaríamos el Infierno.”

  Amigos míos, debemos meditar, no sólo en el fuego del Infierno, no sólo en la privación de contemplación de Dios, sino que debemos también meditar en la eternidad del Infierno. Meditar seriamente frente al Sagrario sobre el Dogma Católico sobre el Infierno. Queridos Obispos, ustedes deben predicar por completo el Evangelio de Jesús, incluyendo la trágica realidad del Infierno eterno.


CONCEPTO HERÉTICO DE LA MISERICORDIA DE DIOS

  Un sacerdote en una conferencia carismática dijo a una multitud de unas 3 mil personas y unos 100 sacerdotes que: “Dios es amor, Dios es misericordia y verán su infinita Misericordia en el fin del mundo, cuando Jesús liberará a todas las almas del Infierno, aún a los demonios.” Este sacerdote sigue predicando y su Obispo no suspende sus facultades por enseñar tal herejía. “Vayan al fuego eterno”, dijo Jesús. Fuego eterno, no fuego temporal.

  La verdad es que el Infierno existe. El Infierno es eterno, y todos iremos al Infierno si morimos en estado de pecado mortal. Yo puedo ir al Infierno. Ustedes pueden ir al Infierno. Si algunos de nosotros morimos en pecado mortal, estaremos en el Infierno por toda la eternidad, ardiendo, llorando y gritando sin consuelo. No por un millón de años, sino por billones y billones y billones de años y más allá, por toda la eternidad. En nuestra vida mortal, ¿quién no ha cometido un pecado mortal? Un solo pecado mortal no confesado con arrepentimiento, antes de morir, es suficiente para que Jesús nos arroje al Infierno.

  Uno de los grandes Padres de la Iglesia, Patrón de todos los predicadores católicos, San Juan Crisóstomo dijo: “Pocos Obispos se salvan y muchos sacerdotes se condenan.” Cuando venía de Lisboa a Fátima por autobús, tuve la ocasión de predicar a los laicos, sacerdotes y obispos presentes en el autobús. Les imploré: “Por favor, cuando lleguen a Fátima, por qué no se animan a hacer una buena confesión general de vida. Quizás hace diez años, quizás hace cincuenta, no han tenido el valor de confesar ese pecado grave por vergüenza. Por favor, hagan una confesión santa y completa en Fátima antes de su regreso. Hay muchos sacerdotes en Fátima que nunca más volverán a ver hasta que lleguen al Cielo.” Yo predico a los Obispos como lo hago con toda persona, porque los Obispos también tienen un alma que salvar. Y si los Obispos son realmente humildes, aceptarán la verdad aún si proviene de un simple y ordinario sacerdote. No nos vayamos de Fátima sin hacer una Santa Confesión General.


UN GRAN ACTO DE CARIDAD

  Sus Excelencias, Jesús nos hizo sacerdotes. Jesús, Nuestro Señor, nos escogió entre millones de hombres para hacernos sacerdotes. Nos hicimos sacerdotes por un motivo: para ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa a Dios Padre Todopoderoso, para rezar el Breviario cada día y para predicar el Evangelio de Jesús para salvar las almas del Infierno. Nadie tiene la seguridad de ir al Cielo a menos que haya recibido una revelación privada de Dios como le ocurrió al Buen Ladrón en la cruz o a los tres videntes de Fátima. ¿Por qué no abrazar los medios seguros que el Cielo nos ha dado, el Santo Rosario (“la devoción a Mi Rosario es un signo seguro de predestinación”), el Escapulario Café y el maravilloso Sacramento de la Confesión.

  Prediquen, mis queridos Obispos, como los hacían los Padres de la Iglesia. La tarea principal de un Obispo es predicar, no sólo administrar una diócesis. La Iglesia necesita ver y escuchar a los Obispos predicando como lo hacían los Padres de la Iglesia. Si uno solo de ustedes, Obispos presentes aquí en Fátima, regresara a su diócesis y en ciertas ocasiones predicara sobre las Cuatro Postrimerías junto con todo el mensaje de Fátima, qué gran acto de caridad sería para todos sus amados fieles. Con la asistencia del Espíritu Santo digan a sus fieles: “Escuchen, mis hermanos en Cristo, yo soy su Obispo, estoy aquí para salvar su alma del Infierno. Por favor escuchen, acepten y mediten mi enseñanza en este día. Ustedes también, mis amados sacerdotes de mi diócesis, imiten a su Obispo, y prediquen sobre el Infierno con la autoridad que Jesús les ha dado. Prediquen cuanto menos una vez al año un sermón completo sobre el Infierno.” Si hacen esto, estarían realizando el mayor acto de caridad de su sacerdocio, de su episcopado. Como mencioné anteriormente, en mis treinta años de sacerdocio, nunca he escuchado a un Obispo predicar sobre el Infierno. Cuando deseo encontrar un sermón sobre el Infierno, me veo obligado a leer a San Juan Crisóstomo, a los Padres de la Iglesia, a los Doctores de la Iglesia y a los santos predicadores. Queridos Obispos, por favor, prediquen sobre el Infierno como lo hizo Jesús, Nuestra Señora de Fátima, los Padres y los Doctores de la Iglesia y salvarán a muchas almas. Quien salva a un alma, salva a su propia alma. Predicar sobre el Infierno es un gran acto de caridad porque quienes los escuchan creerán por la autoridad que les confiere la Iglesia. Estas personas rectificarán su modo de vivir y harán una santa confesión de sus pecados.


EL VESTIDO DE GRACIA

  La gente con frecuencia me pregunta: “¿Por qué, Padre, es que ya no se predica sobre el Escapulario Café? En el pasado recibíamos el Escapulario en nuestra Primera Comunión, pero ahora ya no hay más bendiciones e imposiciones del Escapulario Café. ¿El Escapulario café sigue siendo válido como en el pasado?” Sí, el Escapulario Café es válido en estos tiempos también, esta verdad no ha cambiado. El sábado 13 de octubre de 1917, durante el Milagro del Sol en Fátima, la Virgen María apareció ante los tres videntes sosteniendo el Escapulario Café en una de sus manos. La hermana Sor Lucía dijo: “El Rosario y el Escapulario Café son inseparables.” ¿Por qué entonces los sacerdotes ya no predican sobre el Escapulario Café? ¿Cómo podrían hacerlo si deliberadamente rehúsan predicar sobre el Infierno? Si nunca predican sobre el Infierno, la gente no creerá en el Infierno y por tal motivo, ¿cuál sería el objeto de recibir y llevar consigo el Escapulario Café?

  Jesús dijo: “Si tienen fe, moverán montañas.” Si tienen fe, convertirán las almas con la gracia de Dios. Si predican sobre el Infierno con fe, la gente creerá en el Infierno. San Pablo dijo a sus discípulos: “Prediquen con convicción.” Solo pronunciar o leer una homilía en una iglesia no es predicar. La predicación debe buscar mover las voluntades; la predicación debe motivar a los hombres a cambiar sus vidas para salvar sus almas del Infierno.


LA DESERCIÓN SACERDOTAL

  Hay cuatro razones principales por las que 75 mil sacerdotes han abandonado el sacerdocio: 1) Porque se han negado a orar cada día. 2) Porque no evitaron las ocasiones de pecado y olvidaron que la prudencia es la ciencia de los santos. 3) Porque no tuvieron la humildad y el valor para hacer confesiones santas y completas. Jesús dijo: “Sin Mí, nada pueden realizar.” 4) Porque vivían en pecado mortal y continuaban celebrando. Si un sacerdote está en estado de pecado mortal y celebra la Santa Misa, es una Misa sacrílega para él. Cuando recibe la Comunión en este estado, realiza una Comunión sacrílega. Entonces, ¿cómo puede un sacerdote en estado de pecado mortal predicar bajo la inspiración y la fuerza del Espíritu Santo? ¿Cómo puede predicar si está endemoniado? Sacerdotes, vayan y hagan una santa confesión y se volverán en excelentes predicadores. El Espíritu Santo les hablará a ustedes y por medio de ustedes, y salvarán a miles de almas de ir al Infierno. Un día, el Santo Cura de Ars recibió la visita de un joven sacerdote de una parroquia cercana. Este sacerdote tenía gran interés de conocer personalmente al Cura de Ars. Después del almuerzo, el Cura de Ars le dijo: “¿Serías tan amable de escuchar mi confesión?” El joven sacerdote por poco se cae de su silla ante la súplica del Cura de Ars de escuchar la confesión de este admirable sacerdote con fama de santidad. ¡Los Santos se confiesan! Y los que se confiesan se vuelven Santos.

  Finalmente, Nuestra Señora de Fátima dijo: “Oren, oren muchos y hagan muchos sacrificios porque muchas almas se van al Infierno porque no hay quien ore ni se sacrifique por ellas.” Oremos continua y diariamente la oración que Ella nos enseñó: “Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno, lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de Tu misericordia.” .

Visto en: Scribd.com

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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Breve reflexión sobre el antisemitismo - Por Rubén Calderón Bouchet

  Es un tópico hablar hoy del anchuroso espacio que ocupa la mentira, de tal modo se ha hecho carne en nosotros el no llamar a las cosas por su nombre que la sola pretensión de poner en las palabras usuales una cierta claridad y precisión significativa, aparece como una manifiesta intención de herir la susceptibilidad de alguien o corregir la plana de algunos de esos mensajes mendaces a los que son tan aficionados los representantes oficiales de cualquier institución, empezando por las eclesiásticas y terminando por las estatales. El tema del holocausto judío figura en todos los diarios e inspira una serie de escritos entre la fauna más heterogénea de los plumíferos profesionales, que querer comprender lo que quieren decir supone un esfuerzo por encima de las posibilidades de cualquier caletre empeñado en tener una idea clara del asunto.

  El mismo término judío tiene una serie de significaciones tan poco precisas como cargadas de sentimientos dispares, que hacen más difícil un uso semántico seguro. Se aplica a una religión, a un pueblo, a una raza, a una nación o a una actitud existencial frente a la figura de Cristo. Por supuesto que todas, y cada una de tales designaciones puede entrar con su carga de denuestos, zalemas, adulaciones e insultos sin que ninguna termine de satisfacer al implicado que, como Simone Weil, no se sentía señalada específicamente por ella y esto aumentaba su perplejidad al sentirse perseguida por algo que jamás había hecho suyo, con perfecta conciencia de sus implicaciones.

  Esta tribulación declarada por Simone Weil ante Gustave Thibon, debe haber sido la de muchos otros en condiciones semejantes que, si bien se consideraban implicados en una persecución general, no lograban comprender muy bien a título de qué se los perseguía: no tenían fe religiosa, no eran sionistas, estaban dispuestos a mezclar su sangre sin grandes inconvenientes, era tan indiferentes con respecto a Cristo como lo eran con respecto a Abraham del que se decían descendientes; carecían de dinero y no conseguían créditos con más facilidad que cualquier otro.

  ¿Tenían aspectos de judíos? Generalmente sí, y esto los ponía en situación de ser marcados con una prontitud que hubieran deseado menos rápida.

  De cualquier modo y cualquiera fuere su consistencia ideológica existe un “lobby”internacional judío que hace sentir una presión tan fuerte sobre la Iglesia Católica, que ha inspirado modificaciones en los misales y hasta se habla de una depuración del Evangelio de Juan, acusado de inspirar los peores sentimientos anti-semitas.

  Y hete aquí una nueva locución que ha entrado en el vocabulario moderno para mayor confusión de las mentes y entender la amplitud de los sentimientos contrarios al judío con una designación que abarca todos los pueblos que hablan una lengua de origen semítico: árabes, coptos, sirios, arameos, libaneses, etc. Hoy, el anti-semitismo es un movimiento de repulsa tan universal que no creo que exista una persona capaz de abarcarlo en toda su plenitud de una sola corazonada, por mucha confianza que tengamos en la capacidad difusiva del odio.

  El judío existe, probablemente no es ninguna de esas cosas que señalaba Simone Weil, pero hace sentir su presencia con tal fuerza y con tanta tenacidad sobre la Iglesia Católica que nos hace pensar que existe, precisamente, para el castigo y la confusión del clero modernista, que hace toda clase de concesiones y cumplidos para atraer la simpatía de esta agrupación humana, siempre dispuestos a someterla a un juicio definitivo ante el tribunal de la historia.

  Es verdad que no todos los judíos son ricos, pero el “lobby” lo es y el Tribunal de la Historia como la misma Iglesia, suele ser muy sensible a un montón de dólares bien distribuidos. Al fin de cuentas, ¡qué diablos!

 Somos judeo-cristianos y esto está escrito en los documentos pontificios y lo afirman la pléyade de teologillos que se suponen administradores titulares de las verdades conciliares.

  Es una designación muy nueva y no parece tener un gran apoyo en las Sagradas Escrituras que, como todos ustedes saben, han sido demasiado influidas por el anti-semitismo de Juan y Pablo, ambos solemnemente empeñados en llamar “judíos” a los que se oponían abiertamente a Cristo y señalar como “hebreos” a los miembros del pueblo de Israel que podían hallarse en una actitud de perplejidad frente a la figura de Jesús de Nazareth.

  Si esto así es, tenemos que “judío” es el hebreo que no admitió que Jesús fuera el Mesías y complotó con los saduceos y los fariseos para lanzar contra Él una condena de muerte en la cruz. De esta manera hablar de religión judeo-cristiana es un absurdo y una manifiesta contradicción en los términos, en primer lugar porque la religión es la revelación de Dios y no un artilugio fabricado por los hombres, de manera que el término judía para señalar la procedencia nacional del producto no resulta conveniente.

  En segundo lugar, si llamamos judío al hebreo que rechazó el mesianismo de Cristo no podemos envolverlo en la responsabilidad de aquello que combatió con denuedo. El judío puede ser culpable de la muerte de Cristo pero no de su culto al que expresamente, y en todas las oportunidades que tuvo, trató de destruir.

  ¡Ah! ¡Entonces usted es anti-judío y por ende también anti-semita y casi seguramente nazi!...

   No crea el lector eventual de estas líneas que exagero y me alabo de una probable acusación que nadie tiene interés en hacerme. No, la acusación existe y ha tomado forma pública en un periódico escrito en alemán y distribuido en la comunidad judía de Buenos Aires, ahora y hace poco, le ha tocado el turno al querido Antonio Caponnetto. Es un indicio claro de la dificultad de poder hablar de los judíos sin provocar una reacción pasional en donde pululan los reproches del más grueso calibre y de las más antojadizas imputaciones...

  Cuando la fe católica se debilita y la dirección de la Iglesia cae en manos de gente poco apta para las actitudes que impone el comando, surge de los abismos de la conciencia cristiana ese sentimiento de culpa que dormita en el fondo de todo pecador e impone la necesidad de un “mea culpa” para restablecer la concordia con Dios. La Iglesia ha impuesto el sacramento de la confesión y éste provoca en el alma ese renacimiento en el que se recupera la salud espiritual y se comienza de nuevo con un sano olvido de los pecados que han obtenido el perdón.

  El signo más claro del debilitamiento aparece cuando el sentimiento de culpa perdura y se extiende más allá del perdón obtenido como si encontrara un cierto placer en el mantenimiento de la condición de indignidad. La culpa ha dejado de ser el resultado de una caída personal y se ha convertido en una suerte de enfermedad colectiva, de abyección pastoral, en la que se envuelve a toda la Iglesia como si fuera ésta la portadora de un pecado nefando de lesa humanidad.

  Esta es la situación que las autoridades de la Iglesia han creado con respecto al judaísmo y que imponen a los creyentes como si todos ellos cargaran sobre sus espaldas el crimen de haber acusado a los judíos de un deicidio que, al parecer, nunca cometieron. Es verdad que los judíos que pidieron la muerte del Mesías han muerto ya hace varios siglos y sus descendientes no pueden estar directamente complicados en la crucifixión de Cristo, pero cuando se acepta una herencia con la plena conciencia de lo que ella implica, se carga sobre los hombros todo el peso de un rechazo espiritual que es parte, casi total de la heredad aceptada. No he intervenido para nada en el asesinato de Luis XVI ni de María Antonieta, pero si soy republicano francés y me hago cargo de todo cuanto este asentimiento implica, admito ser un regicida y no estoy tan libre como creo de la sangre derramada en nombre de los ideales a los que adhiero. Nazco en el seno de la comunidad judía y en tanto no tenga clara conciencia de la actitud religiosa que debe adoptar con respecto a Cristo, puedo ser perfectamente inocente de su muerte, pero cuando comprendo bien en donde estoy parado y admito la plena responsabilidad de mi herencia religiosa acepto que una parte de su sangre caiga también sobre mí mismo.

  ¡Ah! ¡Perfecto! Entonces usted al declararse cristiano hace suyos todos los crímenes cometidos por los cristianos en su historia milenaria.

  Ninguno de esos crímenes constituye un elemento intrínseco y definitorio del cristianismo. El rechazo de Cristo y la complicidad en su juicio es parte esencial de la posición religiosa del judío, es lo que lo define y explica. Sin eso el judaísmo no sería lo que es y por lo tanto no existiría como tal. Si existen otros crímenes en la historia del pueblo hebreo no entran a título de componente formal de su composición, de manera que tienen sus cabezas responsables y corresponde al tribunal de la historia señalar sus nombres y determinar sus culpas.

  Los hebreos que aceptaron el mesianismo de Cristo Jesús y fundaron la Iglesia dejaron de ser judíos en el sentido estricto del término y se convirtieron en cristianos. Cuando se habla de una culpa popular y se reprocha a Israel la comisión de un deicidio, se habla de una culpabilidad asumida por todos los que tienen clara conciencia de pertenecer a un pueblo constituido como tal a raíz de ese crimen.

  La posición adoptada por las actuales autoridades de la Iglesia Católica no hace mucho por aclarar el problema y arroja, sobre sus penumbras naturales, la confusa niebla de esa suerte de culpabilismo que parece la marca exclusiva de la conciencia esclava. No soy esclavo y no siento sobre mi alma el peso de ningún pecado que no haya cometido personalmente. Estoy dispuesto a declararme culpable de lo que he hecho y aún de lo que he omitido, pero de ninguna manera me siento arrepentido por los desmanes que, falsa o verdaderamente, puedo atribuir a otros.

  Los judíos acusan a la Iglesia Católica de no haber hecho oír su protesta contra los crímenes nazis cometidos contra su pueblo. Resulta muy difícil en el entrevero de un acontecimiento político de ese tamaño, medir con exactitud las culpas de uno y otro bando y señalar a los culpables con la vara de un juez inapelable: ¡Éste es el culpable y este otro no ha roto ni un plato! Lo determino yo, con la asistencia infalible del Espíritu Santo y sin dejar un margen para la inquietud o la duda. Que los judíos asuman esa responsabilidad ante la historia y lo determinen de una vez para siempre, me parece bien, al fin de cuentas son parte del pleito y tienen pleno derecho a defenderse como puedan, pero la Iglesia Católica carece de la misma seguridad y no pretende en este asunto, gozar de una infalible asistencia del Espíritu.

Amén.

RUBEN CALDERÓN BOUCHET - "Breve reflexión sobre el antisemitismo y otros textos" www.edicionessoldemayo.blogspot.com.ar

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