San Juan Bautista

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lunes, 8 de abril de 2013

La Iglesia de los pobres - Juan Manuel de Prada


“La misión de la Iglesia es la salvación de las almas; pero la salvación de las almas exige que los hombres vivan cristianamente”

  «¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!», ha confesado el Papa Francisco. El desiderátum papal nos invita a reflexionar sobre la vigencia de la doctrina social de la Iglesia, un corpus de enseñanzas que suelen ser consideradas a beneficio de inventario, incluso por los propios católicos. Para justificar esta preterición, se suele aducir que la doctrina social de la Iglesia no propone soluciones «técnicas» para combatir la injusticia social; excusa con la que en realidad se pretende negar su competencia para definir los principios sobre los que debe asentarse un orden político, social y económico justo. La misión de la Iglesia es, desde luego, la salvación de las almas; pero la salvación de las almas exige que los hombres vivan cristianamente, lo cual se torna cada vez más difícil cuando las instituciones políticas y las estructuras económicas no se guían por un fin de justicia social. Si repasamos los dos últimos siglos de la historia descubriremos que cuando la Iglesia más cerca estuvo de los pobres fue bajo el mandato de papas que nuestra época juzga «reaccionarios». En efecto, fue en tiempos de San Pío X, León XIII o Pío XI cuando desde el seno de la Iglesia se promovieron iniciativas sociales más eficaces, cuando el servicio a los pobres fue más fecundo e irradiador: fundación de congregaciones religiosas dedicadas al auxilio, formación y atención espiritual de las clases populares, creación de asociaciones obreras, montepíos y un largo rosario de instituciones que combatían con denuedo los fundamentos y la praxis de un orden social injusto.  Y los Papas que impulsaron tales iniciativas fueron campeones de la ortodoxia, atentos siempre a la salvación de las almas. Es precisamente cuando se difumina esta misión primordial cuando la Iglesia corre el riesgo de desnaturalizarse, convirtiéndose en una «ONG piadosa».

  Tras la Segunda Guerra Mundial, la doctrina social de la Iglesia no hizo sino decaer. La expansión del comunismo, por un lado, y la consolidación —bajo disfraz democrático— del «imperialismo internacional del dinero», por otro, condenaron la misión de la Iglesia al ostracismo: en el ámbito comunista, la Iglesia sobrevivió en la clandestinidad, en medio incluso de persecuciones martiriales; en el ámbito capitalista, se le ha permitido vivir en la legalidad, convenientemente castradita y progresivamente irrelevante, con la condición de que no denuncie proféticamente un orden inicuo (lo que tal vez sea peor que el martirio de la sangre). Así, inevitablemente, surgieron iniciativas como la llamada «teología de la liberación», nacidas de un impulso noble de rebelión ante la injusticia social, pero heridas en su naturaleza, que trataron de acercar la Iglesia a los pobres... mientras los pobres se marchaban a las sectas evangélicas, que era donde les seguían hablando de la salvación de su alma.

  El desiderátum papal será inevitablemente interpretado de forma banal. Se dirá que si la Iglesia desea ser «pobre y para los pobres» deberá empezar por deshacerse de sus tesoros artísticos para dárselos a los pobres, que es exactamente lo mismo que reclama Judas en el pasaje evangélico de la Unción de Betania. En nombre de los pobres, la Iglesia ha sido muchas veces despojada (la historia española, con su rosario de desamortizaciones e incautaciones de bienes eclesiásticos, es un ejemplo palmario) por aquellos mismos que, a la vez que se lucraban con estos despojos, deseaban desactivar las iniciativas sociales católicas. Una auténtica «Iglesia pobre y para los pobres» es otra cosa muy distinta; aquellos papas tan «reaccionarios» que impulsaron la doctrina social de la Iglesia, lo sabían perfectamente.



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